Ira Levin - Las poseídas de Stepford

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Las poseídas de Stepford: краткое содержание, описание и аннотация

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En la apacible y bucólica ciudad de Stepford las mujeres están poseídas por algo extraño, dificil de precisar, pero que en todo caso las induce a guardar una conducta sorprendentemente ejemplar. Por su parte, los maridos también observan un comportamiento intachable. Nadie se explica los motivos de unas vidas tan modélicas. Johanna, recién llegada a Stepford con su marido y sus hijos, decide investigar el enigma, sin imaginar que se verá atrapada en una pesadilla escalofriante… Las Poseídas de Stepford es una novela tan original como sobrecogedora, un nuevo hito en la producción del autor de la célebre La Semilla del Diablo.

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Joanna oyó gritar a Kim: «¡Mami!», pero Walter la detuvo, tocándole el brazo, dejó su vaso encima de la mesa, se levantó y pidió disculpas a Claude al pasar delante de él.

Los hombres volvieron al tema de los nuevos proyectos. Ella deslizó una palabra aquí y allá, moviendo la cabeza, pero sin perder conciencia en ningún momento de que Mazzard la miraba y picoteaba alternativamente. ¡Trate una de ser Gloria Steinem cuando Ike Mazzard la está dibujando! El hombrecito hacía un poco de camelo: ella no era el tipo «una-sola-vez-en-la-vida-y-no-hay-que-perder-la-oportunidad», ni siquiera con aquel Palazzo de Pucci. ¿Y por qué estarían tan tensos los hombres? Su conversación parecía forzada y llena de baches. Herb Sundersen se había ruborizado positivamente.

De pronto se sintió como desnuda, como si Mazzard la estuviera dibujando en poses obscenas.

Cruzó las piernas; hubiera deseado cruzar los brazos también, pero no lo hizo. Por amor de Dios, se trata de un artista camelero, y nada más. Estás vestida.

Llegó Walter, que se inclinó hacia ella, y le dijo:

—Era solamente una pesadilla. —Se enderezó y, preguntó a los hombres—: ¿Alguien quiere otra copa? ¿Diz? ¿Frank?

—Sírvame un trago más, pero chico —dijo Ike Mazzard.

—¿El baño queda por allí? —preguntó Herb, levantándose.

Prosiguió la conversación, ya más suelta y despreocupada.

Proyectos nuevos.

Proyectos antiguos.

Mazzard se guardó el bolígrafo en el bolsillo, sonriente.

— ¡Uf! —resopló Joanna, y se echó aire.

Coba enderezó la cabeza y, siempre con las manos en la nuca, pero ahora con el mentón contra el pecho, miró la libreta apoyada sobre la rodilla de Mazzard, y dijo:

—Usted no acaba nunca de asombrarme.

—¿Puedo ver yo? —preguntó Joanna.

—¡Por supuesto! —contestó Mazzard. Se incorporó a medias y le tendió la libreta.

Walter también miró y Frank se inclinó para ver.

Croquis de Joanna: página tras página de croquis, pequeños, precisos y… lisonjeros, como habían sido siempre los dibujos de Ike Mazzard. Caras de frente, de tres cuartos, de perfil; estudios de expresión, que la mostraban sonriente o seria, hablando o frunciendo el ceño.

—¡Son preciosos! —dijo Walter.

—Y Frank comentó:

—¡Estupendo, Ike!

Claude y Herb se acercaron por detrás del sofá.

Joanna volvió a recorrer todas las páginas.

—Son… maravillosos —dijo—. Ojalá pudiera decir que son perfectamente fieles…

—Es que lo son —aseguró Mazzard.

—Dios lo bendiga.

Le devolvió la libreta. Él la apoyó sobre la rodilla, volvió algunas hojas y sacó su bolígrafo. Escribió algo en una página, la arrancó y se la ofreció.

Era uno de los croquis en que la había tomado de tres cuartos, seria, y llevaba la conocida firma sin mayúsculas ike mazzard.

Se lo mostró a Walter, que dijo:

—Gracias, Ike.

—Es un placer.

Joanna le sonrió:

—Gracias. Le perdono por arruinarme la adolescencia.

Sonrió a los demás.

—¿Alguno de ustedes quiere café?

Todos querían, con excepción de Claude, que quiso té.

Fue a la cocina y colocó el croquis sobre los posafuentes, encima del refrigerador. ¡Un retrato de ella dibujado por Ike Mazzard! ¡Quién se lo hubiera dicho en su pueblo, tiempo atrás, cuando andaba por los once o los doce años, y leía los Journals y los Companions de mami! ¡Qué tontería ponerse tan nerviosa por lo que en realidad había sido una gentileza de Ike Mazzard!

Sonriendo, llenó de agua la cafetera, la enchufó, ajustó el filtro, echó unas cucharadas de café y colocó la tapa. Cerró el recipiente plástico del café y se volvió. Coba estaba reclinado en el hueco de la puerta, con un hombro contra el quicio y cruzado de brazos, observándola.

Muy frío a pesar de la tricota de cuello alto, color verde jade (que, por supuesto, hacía juego con sus ojos) y el traje de franela gris pizarra.

—Me gusta observar a las mujeres ocupadas en los pequeños menesteres domésticos —le dijo con una sonrisa.

—Ha venido al pueblo más adecuado para saciar el gusto. —Joanna tiró la cuchara al fregadero, y llevó el tarro de café al refrigerador.

Coba seguía allí, observándola.

Ella deseó que apareciera Walter.

—Usted no parece particularmente vertiginoso —dijo—. ¿Por qué lo llaman Diz?

—En un tiempo trabajé en Disneylandia.

Se echó a reír mientras iba al fregadero.

—¡No me diga!

—Es la verdad.

Joanna se volvió en redondo y lo miró.

—¿No me cree?

—No.

—¿Por qué?

Ella reflexionó un instante y lo supo.

—¿Por qué no me cree? Dígame.

Al infierno con él: quería saberlo, se lo diría.

—No da la impresión de una persona que disfrute haciendo feliz a la gente.

Un impacto mortal, sin duda, para la admisión de las mujeres en la bendita y sacrosanta «Asociación de Hombres».

Coba la miró, desdeñoso.

—¡Qué sabe usted!

Sonrió, se apartó del quicio, dio media vuelta y se fue.

—No me entusiasma mucho el presidente —dijo Joanna, mientras se desvestía.

—Tampoco a mí —convino Walter—. Es frío como un témpano. Pero no va a estar en el cargo a perpetuidad.

—Mejor así, porque de lo contrario las mujeres no conseguirán entrar nunca. ¿Cuándo hay elecciones?

—Inmediatamente después del primero de año.

—¿En qué trabaja?

—En la empresa «Burnham-Massey», de la ruta Nueve. Lo mismo que Claude.

—Ah, oye, ¿cómo es el apellido?

—¿De Claude? Axhelm.

Kim empezó a llorar. Ardía de fiebre, y ellos estuvieron en pie hasta pasadas las tres, tomándole la temperatura (cuarenta grados y unas líneas, al principio), leyendo un manual de medicina casera, llamando al doctor Verry y dándole baños casi fríos y friegas con alcohol.

Bobbie encontró una viva.

—…Por lo menos en comparación con las otras posmas —graznó su voz desde el teléfono—. Se llama Charmaine Wimperis, y si la miras un poco de soslayo se convierte en Raquel Welch. Viven en la cuesta de Burgess Ridge, en una ultramoderna de doscientos mil dólares; y ella tiene criada, jardinero y, además, pon atención, pista de tenis.

¿En serio?

—Ya sabía yo que esto iba a hacerte salir del sótano. Estás invitada a jugar y también a almorzar. Pasaré a buscarte alrededor de las once y media.

—¿Hoy? ¡No puedo! Kim todavía no sale. —¿Todavía?

—¿Podríamos aplazarlo hasta el miércoles? O el jueves, para mayor seguridad.

—El miércoles. Lo consultaré con ella y volveré a llamarte.

¡Pim! ¡Pum! ¡Paam! Charmaine era buena jugadora. ¡Caracoles si era buena! Mandaba la pelota zumbando, directa y dura, primero a un lado de la cancha, después al otro; la tuvo corriendo de lado a lado todo el tiempo, y luego la obligó a correr hasta el fondo de la cancha, con un tiro largo que Joanna apenas alcanzó a atajar. Salió corriendo detrás de la pelota, pero Charmaine la bajó con un smash que la proyectó hacia el ángulo interior izquierdo de la red, y ganó el juego y el set por seis a tres; luego de haber ganado el primero por seis a dos.

—¡Oh, Dios! ¡Cómo me la dieron! —exclamó Joanna—. ¡Qué papelón! ¡Qué paliza!

—¡Uno más! —gritó Charmaine, retrocediendo hasta la línea de saque—. ¡Vamos, uno más!

—¡No puedo! Con esto me alcanza para no poder andar mañana. —Recogió la pelota—. ¡Ven, Bobbie, juega tú!

Bobbie, sentada en el césped con las piernas cruzadas, al otro lado de la verja de tela metálica, ofrecía la cara en bandeja sobre una lámpara de sol.

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