Ira Levin - Las poseídas de Stepford

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Las poseídas de Stepford: краткое содержание, описание и аннотация

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En la apacible y bucólica ciudad de Stepford las mujeres están poseídas por algo extraño, dificil de precisar, pero que en todo caso las induce a guardar una conducta sorprendentemente ejemplar. Por su parte, los maridos también observan un comportamiento intachable. Nadie se explica los motivos de unas vidas tan modélicas. Johanna, recién llegada a Stepford con su marido y sus hijos, decide investigar el enigma, sin imaginar que se verá atrapada en una pesadilla escalofriante… Las Poseídas de Stepford es una novela tan original como sobrecogedora, un nuevo hito en la producción del autor de la célebre La Semilla del Diablo.

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—¿Estás bromeando?

Joanna bajó los ojos al diario y leyó: «Betty Friedan, autora de La mística femenina, dirigió la palabra a las socias del «Club de Mujeres» de Stepford, el jueves por la noche, en casa de Mrs. Herbert Sundersen, presidenta de la institución. Más de cincuenta mujeres aplaudieron a Mrs. Friedan cuando se refirió a las injusticias y frustraciones a que está sometida la mujer casada en nuestros tiempos…» Alzó los ojos.

—¿Puedo seguir un rato yo? —pidió Pete.

Walter le tendió el martillo y preguntó a Joanna:

—¿Cuándo fue eso?

Ella miró el diario:

—No lo dice. Es la mitad inferior. Hay una foto de la comisión directiva: «Mrs. Steven Margolies, Mrs. Dale Coba, la escritora Betty Friedan, Mrs. Herbert Sundersen, Mrs. Frank Roddenberry y Mrs. Duane T. Anderson.»

Le tendió la media hoja abierta, y él se acercó y tomó un lado.

—Si esto no es el colmo de lo absurdo… —comentó, observando la fotografía y el artículo.

—Yo hablé con Kit Sundersen, y no me dijo una palabra al respecto. Solamente que no tenía tiempo para una reunión. Como todas las demás.

—Debió ser hace seis o siete años —aventuró Walter, palpando los bordes del papel amarillento.

—O más. La mística apareció cuando yo trabajaba todavía. Andreas me dio el ejemplar que había usado para la reseña. ¿Te acuerdas?

Él asintió y se volvió hacia Pete, que estaba martillando la alacena vigorosamente.

— ¡Eh, cuidado! Vas a dejar marcas. —Se volvió de nuevo al diario—. Bueno, es bastante tiempo, ¿no? Debe haber fracasado, simplemente.

—¿Con cincuenta socias? ¿Más de cincuenta… que aplaudían a la Friedan, no la silbaban?

—Bueno, ya no existe, ¿verdad? —dijo Walter, soltando el papel—. Salvo que hayan tenido la peor encargada de relaciones públicas del mundo. Le preguntaré a Herb lo que pasó la próxima vez que lo vea.

Se acercó nuevamente a Pete:

—Vaya, has hecho un buen trabajo.

Joanna miró el diario y meneó la cabeza:

— ¡No lo puedo creer! ¿Quiénes eran esas cincuenta mujeres? No es posible que todas se hayan mudado a otra parte…

—Vamos, vamos. Tú no has hablado con todas las mujeres del pueblo.

—Pero Bobbie sí, o le faltó muy poco.

Dobló el papel, lo volvió a doblar y lo colocó sobre la caja de su equipo. El pincel estaba en el suelo. Lo recogió.

—¿Necesitas un pincel?

Walter volvió la cabeza:

—No pretenderás que pinte estas cosas.

—No, no. Estaba envuelto en el diario.

—Ah —dijo él, y volvió a la alacena.

Joanna dejó el pincel, se agachó y juntó unas tejas sueltas.

—¿Cómo es posible que no lo mencionara? Era la presidenta…

Apenas Bobbie y Dave entraron en el coche, se lo contó.

—¿Estás segura de que no es uno de esos periódicos que se imprimen en las galerías de tres al cuarto? —dijo Bobbie—. «Fred Smith se acuesta con Elizabeth Taylor», y cosas por el estilo.

—Es la enferma Crónica —afirmó Joanna—.La mitad inferior de la primera hoja. Aquí la tienes, si quieres ver.

La tendió al asiento de atrás, y ellas la desplegaron en medio de las dos. Walter encendió la luz de arriba.

—Podrías haber ganado una hermosa suma, si me hubieras hecho una apuesta y después me la hubieras mostrado —dijo Dave.

—No se me ocurrió.

— ¡Más de cincuenta mujeres! —exclamó Bobbie—. ¿Quiénes diablos eran? ¿Qué pasó con el club?

—Eso es lo que yo quiero saber —dijo Joanna—. Y por qué no me lo mencionó Kit Sundersen. Mañana mismo voy a hablar con ella.

Viajaron hasta Eastbridge y se pusieron en la cola para la función de las nueve: una película inglesa de categoría R. Las parejas de la cola eran bulliciosas y charlatanas: arracimadas en grupitos de cuatro y de seis, reían, miraban hacia el final de la cola, y saludaban con la mano a otras. No parecía haber nadie conocido, excepto un matrimonio de cierta edad, que Bobbie reconoció de la «Sociedad Histórica», y el muchacho de los McCormick con su pareja —dos chicos de diecisiete, solemnemente tomados de la mano para aparentar dieciocho.

La película era «brutalmente buena», convinieron los cuatro, y después que terminó volvieron en automóvil a casa de Bobbie y Dave, que estaba caótica: los chicos no se habían acostado y el perro ovejero brincaba alegremente por todas partes. Cuando Bobbie y Dave consiguieron librarse de la baby sitter, de los chicos y del perro ovejero, se sentaron a tomar café y torta de nata en el living, arrasado por el torbellino.

—Ya sabía yo que no era la única irresistible —dijo Joanna al ver un croquis de Bobbie dibujado por Ike Mazzard, metido en el marco del cuadro que colgaba sobre la estufa.

—Toda muchacha es una muchacha de Ike Mazzard, ¿acaso no lo sabías? —dijo Bobbie, hundiendo el croquis en la esquina interior del marco para que estuviera más seguro, y dejando el cuadro más torcido de lo que ya estaba.

— ¡Corcho! Me gustaría parecer la mitad de hermosa.

—Eres hermosa tal como eres —dijo Dave a su espalda.

—¿No es un amor de muchacho? —le dijo Bobbie a Joanna. Se volvió hacia Dave y le besó en la mejilla—. Todavía es domingo para que te levantes tan temprano.

—Joanna Eberhart —dijo Kit Sundersen, y sonrió—. ¿Cómo le va? ¿Quiere pasar?

—Sí, querida —dijo Joanna—. Siempre que usted disponga de unos minutos.

—Claro que sí. Entre.

Kit, una bonita mujer de pelo negro y hoyuelos en las mejillas, parecía apenas mayor que en la foto poco favorecedora de la Crónica.

Alrededor de los treinta y tres, calculó Joanna, al entrar en el hall. El piso vinílico de color marfil relucía, como si acabara de posarse sobre él uno de esos revestimientos plásticos que se anuncian por TV. Del living llegaban sonidos de un partido de béisbol.

—Herb está dentro, con Gary Claybrook —le informó Kit—. ¿Quiere saludarlos?

Joanna se aproximó al arco del living y asomó la cabeza: Herb y Gary, sentados en un sofá, miraban atentamente un gran televisor en colores, a través de la habitación. Gary tenía medio emparedado en la mano y masticaba. Delante de ellos, sobre una mesita baja, había un plato de sandwiches y dos latas de cerveza. La habitación era beige, marrón y verde; colonial e inmaculada. Joanna aguardó a que un jugador que había salido corriendo atrapara la pelota, y dijo:

— ¡Hola!

Herb y Gary se volvieron y le sonrieron.

—Hola, Joanna —contestaron los dos; a lo que Gary añadió—: ¿Qué tal? —y Herb—: ¿También está Walter aquí?

—Muy bien, gracias. No, Walter no está —dijo ella—. Yo vine a conversar un momento con Kit. ¿Bueno el partido?

Herb desvió los ojos y Gary contestó:

—Muy bueno.

Kit, que estaba detrás de Joanna y olía al perfume de la madre de Walter, cualquiera que fuese, le dijo:

—Venga, vamos a la cocina.

—Que se diviertan —dijo Joanna a los dos hombres.

Gary, que había clavado los dientes en un sandwich, le sonrió con los ojos, a través de los cristales. Herb la miró y contestó:

—Gracias. Eso deseamos.

Joanna siguió los pasos de Kit sobre el vinílico de pseudorrevestimiento plástico.

—¿Le gustaría tomar una taza de café?

—Gracias, no se moleste.

La siguió hasta la cocina, que olía a café. Estaba impecable, naturalmente, o lo habría estado, de no ser por la secadora abierta, y por la pila de ropa limpia y la canasta para ropa que había sobre una mesa, encima de la secadora. El ojo redondo de la lavadora se revolvía, borrascoso. El piso era un nuevo despliegue de plástico.

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