James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—Ahora mismo son las tres de la madrugada en Manhattan —dijo Flume—, pero si empezamos a llamar hacia la hora de la cena podremos ponernos en contacto con las agencias de talentos pertinentes.
—¿De verdad creéis que el actor medio de Nueva York dejará lo que este haciendo para coger el primer avión a Oslo? —preguntó Oliver.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque para el actor medio de Nueva York —dijo Flume, tragando Rheingold—, que le paguen un sueldo de la escala salarial para imitar a Bing Crosby en una isla recóndita del océano Ártico es lo más cerca que ha estado de un trabajo en muchos años.
27 de agosto.
En la entrada que hice el 14 de julio, te expliqué lo que oí, vi y sentí la primera vez que puse los ojos en nuestro cargamento. Para mi regocijo más absoluto, Popeye, no fue nada comparado con mi segunda epifanía.
A las 0900 estaba fuera de la timonera, con los prismáticos alzados, viendo a los amotinados echados por las calles de su ciudad de chabolas. Hasta aquel momento, no me había dado cuenta de lo mucho que importan nuestras débiles raciones. Nosotros, al menos, nos podemos mover.
Una fragancia fuerte pasó flotando por el ala del puente. Entonces: un tamborileo bajo y profundo. Me giré hacia la playa.
Y ahí estaba, el promontorio glorioso de la nariz de Dios, alzándose a lo lejos como el mismo Monte del Sinaí. Mi migraña se desvaneció. El corazón me dio un vuelco. El tamborileo continuaba, el bum-bum-bum constante de las olas chocando contra Las axilas.
Si este cambio asombroso se debe básicamente a rachas de vientos aislados, a corrientes poco convencionales, a la teoría del caos o a una forma póstuma de intervención divina es algo que, la verdad, no sé.
Sólo sé que Él ha vuelto.
Después de un examen de conciencia considerable y de mucha agonía mental, Thomas decidió empezar por el pecho. Dada su inmensidad, argumentó, mutilar este rasgo constituiría una violación menor que un asalto igual en la frente o en las mejillas. Incluso así, no estaba en paz consigo mismo. La ética situacional siempre le había dado que pensar. Si el Valparaíso no se hubiera quedado sin comunicación con el mundo exterior, no había duda de que Thomas habría enviado un fax a Roma, solicitando las opiniones oficiales de los cardenales sobre la deofagia.
El capitán y las ocho personas que le eran leales hicieron la travesía en la Juan Fernández y, tras maniobrar junto a las costillas de estribor, desembarcaron en el muelle inflable. Se echaron las mochilas y petates diversos al hombro, subieron como pudieron la escalera de Jacob y, con Van Horne a la cabeza, empezaron la caminata mareante hacia el este, a través de la clavícula, y hacia el sur, a lo largo del esternón. De los cinturones de los leales colgaban cacharros como si fueran llaves gigantes de calabozo; su sonido metálico hacía de contrapunto al estruendo que salía retumbando de las axilas.
Al fin llegaron al borde de la areola, un prado rojo y carnoso sobre el que predominaba la forma alta y como un pilar del pezón. Thomas se detuvo, se giro, se quitó el panamá. Le pidió a los fieles que se sentaran. Todos obedecieron, incluso Van Horne, aunque el capitán guardó las distancias, y se recluyó a la sombra de un lunar.
Thomas abrió su mochila y sacó el equipo sagrado: candelabros, cáliz, copón, bandeja de plata, frontal (la joya de su colección, de seda pura, impreso con el Vía Crucis). Los fieles esperaban el sacramento ansiosa pero respetuosamente, todos excepto Van Horne y Cassie Fowler, a quienes se les veía muy fastidiados. «Ocho comulgantes», pensó Thomas con una sonrisa irónica, lo máximo que había tenido en una misa en el Valparaíso, tanto antes como después de que la muerte de Dios se conociera a bordo del petrolero.
La hermana Miriam metió la mano en su petate y sacó el altar: un altar de ética situacional, tuvo que admitir Thomas, ya que en realidad era una cocina Coleman que funcionaba con gas propano. Mientras Miriam desdoblaba las patas de aluminio y las clavaba en la epidermis blanda, Thomas extendió el frontal como una manta para un picnic y sujetó las esquinas con candelabros.
—¿No puede ir más deprisa? —rezongó Fowler.
—Hace lo que puede —dijo Miriam bruscamente.
Cuando Sam Follingsbee le pasó a la monja un cuchillo de trinchar eléctrico, Crock O’Connor le dio una de las motosierras sumergibles que había usado para abrirle los tímpanos a Dios y ella, a su vez, le pasó estos instrumentos a Thomas. Con el fin de ir más rápido, eligió prescindir de los preliminares normales —la incensación de los fieles, el Lavabo, el Orate Fratres, la lectura de los dípticos—, e ir directamente al asunto de la Deconsagración. Pero aquí se quedó encallado. No había ningún antídoto para la transubstanciación en el misal, ningún procedimiento reconocido para volver a convertir el cuerpo divino en pan diario. Quizá bastaría simplemente con invertir las famosas palabras de la Ultima Cena: Accipite et manducate ex hoc omnes, hoc est enim corpus Meum. «Tomad y comed, éste es mi cuerpo». «Muy bien —pensó—. Seguro. ¿Por qué no?»
Thomas se agachó. Tiró de la cuerda de arranque. La motosierra se encendió al instante, zumbando como un avispón de una película de terror. Salían nubes de humo negro de la caja protectora del motor. Gimiendo en voz baja, el sacerdote bajó la sierra, la cogió con más fuerza y la clavó en su Creador.
Apartó la sierra bruscamente.
—¿Qué pasa? —dijo Miriam con la voz entrecortada.
Sencillamente, no estaba bien. ¿Cómo podía estarlo?
—Es mejor morirse de hambre —murmuró.
—Tom, tienes que hacerlo.
—No.
—Tom.
Bajó la sierra otra vez. Los dientes, girando, mordieron la carne, soltaron un chorro de plasma rosado.
Alzó la sierra.
—Deprisa —bramó Lou Chickering.
—Por favor —gimió Marbles Rafferty.
Volvió a meter con cuidado la máquina humeante en la herida. Lánguido, renuente, arrastró la hoja a lo largo de una trayectoria horizontal. Entonces hizo un segundo corte, en ángulo recto con el primero. Un tercer corte. Un cuarto. Pelando la zona de la epidermis, insertó la sierra hasta la caja protectora y empezó la búsqueda de carne de verdad.
— Pleni sunt caeli et terra gloria Tita —recitaba Miriam mientras preparaba el altar. «El cielo y la tierra están llenos de tu gloria». Abrió una caja de cerillas de cocina Diamond, encendió una, protegió con las manos la llama vulnerable y encendió el quemador de la izquierda—. Hosanna in excelsis. —Thomas se dio cuenta de que, por instinto, estaban optando por el modo solemne: una Eucaristía del viejo estilo, en latín y todo.
La niebla silbó al tocar el fuego. Miriam cogió la sartén de hierro de cuarenta y cinco centímetros de Follingsbee y la puso encima del quemador.
— Meum corpus enim est hoc —murmuró Thomas, cortando y haciendo tajadas mientras desacralizaba los tejidos—, omnes hoc ex manducate et acci pite. —Cuando la sangre densa y magenta manó a borbotones hasta la superficie, Miriam cogió el cáliz, se arrodilló y recogió varios litros—. Omnes eo ex bibite et accipite —dijo el sacerdote, filtrando la santidad de la sangre. Siguió trabajando con la sierra, soltando al fin una muestra de carne de tres libras. Tenía que ser así. No existía otra opción. Si no lo hacía él, lo haría Van Horne.
Apagó la hoja vibrante, llevó el filete al altar y lo dejó caer en la sartén. La carne chisporroteó; los jugos rosados salían de lo más profundo de su interior. Surgió una fragancia maravillosa, el aroma dulce de la divinidad dorada a fuego vivo, que hizo que a Thomas se le hiciera la boca agua.
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