James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—Ya está hecha —dijo Cassie Fowler, furiosa—. Ya está hecha, joder.

—Paciencia —gruñó Miriam.

—Me cago en la hostia marina…

Pasaron sesenta segundos. Thomas cogió la espátula y le dio la vuelta al filete. Una cuestión de equilibrio: debía cocerlo el tiempo suficiente para matar los agentes patógenos, pero no tanto como para destruir las proteínas valiosísimas que sus cuerpos pedían a gritos.

—¿Qué toca ahora? —preguntó Van Horne con un bufido.

—El fragmento de la Hostia —respondió Miriam.

—A la mierda —le espetó él.

—A la mierda tú —le contestó ella.

Thomas deslizó la espátula por debajo de la carne y la pasó a la bandeja de plata. Respiró y, encendiendo el cuchillo de trinchar, dividió el gran bistec en nueve porciones iguales, cada una del tamaño de un pastelillo.

Haec commixtio —dijo, cortando un pedacito de su parte— corporis et sanguinis Dei. —Hizo la Señal de la Cruz con la partícula encima del cáliz y la dejo caer dentro—. Fiat accipientibus nobis. —«Esta conmixtión del Cuerpo y de la sangre de Dios sea para los que vamos a recibirla»—. Amén.

—Deje de alargarlo —balbuceó Fowler, con la voz entrecortada.

—Esto es sádico —gimió Van Horne.

—Si no os gusta —dijo Miriam—, encontrad otra iglesia.

Apretando su porción entre el pulgar y el índice, sintiendo como el calor pegajoso le corría por la palma de la mano, Thomas se la llevó a los labios. Abrió la boca.

Perceptio corporis Tui, Domine, quod ego indignus sumere praesumo, non mihi proveniat in condemnationen.

«La participación de vuestro Cuerpo, oh Señor, que yo indigno me atrevo a recibir, no sea para mí motivo de condenación». Hundió los dientes en la carne. Masticó despacio y engulló. El sabor le dejó estupefacto. Esperaba algo manifiestamente elegante y valioso —carne asada al estilo de Londres, quizá, o ternera alimentada con leche—, pero en cambio evocaba la versión de Follingsbee del Big Mac.

Entonces el sacerdote pensó: claro. Dios había existido para todos, ¿no? Había pertenecido a las multitudes de la comida rápida, a todas aquellas madres obesas que Thomas siempre veía en el McDonald’s de la avenida Bronxdale, pidiendo Happy Meals para su prole gordinflona.

Corpus Tuum, Domine, quod sumpsit, adhaereat visceribus meis —dijo. «Vuestro Cuerpo, Señor, que he recibido, permanezca estrechamente unido a mis entrañas». Sintió un arranque súbito y eléctrico, aunque no sabía si se debía a la carne en sí o a la Idea de la Carne—. Amén.

Una miríada de sensaciones retozaron entre sus papilas gustativas cuando, con la bandeja de plata en la mano, se acercó a Follingsbee. Más allá del gusto de hamburguesa había algo que no era distinto al Pollo Frito de Kentucky y más allá había indicios de una Triple de Wendy’s.

—Padre, esto me sabe mal.

—Estoy seguro de que podrías haberlo cocinado mejor. No se lo digas al sindicato de cocineros.

Follingsbee se estremeció.

—Yo fui monaguillo, ¿recuerda?

—No hay ningún problema, Sam.

—¿Lo promete? Parece pecaminoso.

—Lo prometo.

—¿Está bien? ¿Seguro?

—Abre la boca.

El chef separó los labios.

Corpus Dei custodiat corpus tuum —dijo Thomas, introduciendo la porción de Follingsbee. «El Cuerpo de Dios guarde tu cuerpo»—. Come despacio —le advirtió— o te pondrás enfermo.

Mientras Follingsbee masticaba, Thomas siguió por la cola, Rafferty, O’Connor, Chickering, Bliss, Fowler, Van Horne, la hermana Miriam, colocando una porción en cada lengua.

Corpus Dei custodiat corpus tuum —les decía—. No demasiado rápido —advertía.

Los comulgantes hacían trabajar las mandíbulas y tragaban.

Domine, non sum dignus —recitó Miriam, lamiéndose los labios. «Señor, yo no soy digno».

Domine, non sum dignus —dijo Follingsbee, con los ojos cerrados, saboreando su salvación.

Domine… non… sum… dignus —murmuró Bliss con voz quejumbrosa, temblando de asco hacia sí misma. Para una vegetariana comprometida como Lianne Bliss, aquello era obviamente un suplicio terrible.

Domine, non sum dignus —dijeron Rafferty, O’Connor y Chickering al unísono. Sólo Van Horne y Fowler permanecieron callados.

Dominus vobiscum —Thomas le dijo a los fieles, pisando la areola.

Bajo la dirección del capitán los leales sacaron sus machetes, estiletes y navajas suizas y se pusieron manos a la obra, agrandando de forma sistemática la hendidura original a medida que trinchaban más filetes para sus camaradas de la ciudad de las chabolas y, una hora después, habían desollado el cuerpo lo bastante para llenar todas las cazuelas y sartenes.

—Huele a maduro —comentó Van Horne, apretándose la nariz al unirse a Thomas en la areola.

—Cuando no a podrido —reconoció el sacerdote, viendo cómo Miriam embutía un filete sangriento en el copón.

—Sabe, es probable que crea en Él más fervientemente ahora mismo que cuando estaba vivo. —El capitán dejó caer la mano y abrió los orificios nasales—. Es un puro milagro, ¿no cree?

—No sé qué es. —Abanicándose con el panamá, Thomas se volvió hacia los comulgantes.

—Eso o su cuerpo quedó atrapado en la cresta de la corriente de las Canarias, entró en la corriente del Atlántico Norte…

Ite —Thomas anunció en una voz fuerte y clara.

—… y luego volvió al punto de partida.

—Missa est.

—¿Y usted qué cree, padre? ¿Un milagro o la corriente del Atlántico Norte?

—Creo que todo es la misma cosa —dijo el sacerdote aturdido, exhausto y saciado.

Festín

Aplausos frenéticos y vítores delirantes le dieron la bienvenida a Bob Hope cuando éste, vestido con un uniforme verde y ancho de faena y una gorra blanca de golf, salió al escenario de la Cantina del Sol de Medianoche. El foco le alcanzó la nariz famosa y compleja, pintando su contorno adorado.

—Os aseguro que me lo estoy pasando de fábula aquí en la isla de Jan Mayen —empezó el humorista, saludando con la mano a su público: ciento treinta y dos pilotos y artilleros de la Marina, la mayoría de ellos con cazadoras de aviador marrón oscuro con cuellos de piel negra, más doscientos diez marineros con lepantos blancos y pañuelos azules atados al cuello—. Todos sabéis qué es Jan Mayen. —Dio unos golpecitos al micrófono de la pista, produciendo un toc amplificado—. ¡El paraíso terrenal con carámbanos!

Los militares aullaron para mostrar su acuerdo. Risotadas de alegría.

Oliver, sentado solo, no se rió. Se pulió su segunda cerveza Frydenlund de la noche, eructó y se arrellanó aún más en la silla. Una tragedia terrible, estaba seguro, les había ocurrido a Cassandra y al Valparaíso. Un tifón, una vorágine, un tsunami, o quizá la fuerza era humana, ya que sin duda había otras instituciones además de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste que deseaban quitar de en medio a la carcasa de Dios; instituciones que no vacilarían en hundir un superpetrolero o dos para conseguirlo.

Albert Flume y su compañero se acercaron tranquilamente a la mesa de Oliver.

—¿Te importa si nos sentamos aquí?

—Adelante.

—¿Otra cerveza? —preguntó Sidney Pembroke, señalando el par de botellas vacías.

—Sí, ¿por qué no?

—Anoche dormí en el cuartel con los muchachos —dijo Bob Hope. Con las manos en los bolsillos, se inclinó hacia el micrófono—. Ya sabéis qué es el cuartel. Dos mil catres separados por juegos de dados individuales.

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