James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—Hablando de yeguas —dijo Flume cuando Hope y Crosby le dieron la bienvenida a Frances Langford al escenario—, ¿sabías que nuestros submarinos solían llevar cubos de entrañas de caballo en sus misiones?
Oliver no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Cubos de…?
—Entrañas de caballo. A veces entrañas de oveja. De ese modo, siempre que los nazis lanzaban sus cargas de profundidad, el comandante del submarino mandaba las cosas ésas a la superficie ¡y el enemigo creía que había dado en el blanco!
—Qué guerra tan alucinante —dijo Pembroke, suspirando de admiración.
— I’m in the mood for love —cantaba Frances Langford.
—¡Has venido al sitio adecuado, nena! —gritó un marinero cachondo.
— Simply because you’re near me…
La puerta de la entrada se abrió de golpe y un pequeño vendaval atravesó la Cantina del Sol de Medianoche. Amoratado de frío, el curtido intérprete de Wade McClusky entró dando grandes zancadas y se dirigió a la mesa de Oliver. Cristales de hielo relucían en su cazadora de aviador. Tenía nieve en los hombros como si fuera un caso prodigioso de caspa.
—¡Qué contento estoy de verte! —gritó Oliver, dándole una palmada en la espalda al líder del grupo—. ¿Ha habido suerte?
Sonriendo, tirando besos, Frances Langford se puso a cantar la melodía que la identificaba, Embraceable You.
—Dame un minuto, joder. —McClusky se sacó un paquete de caramelos de menta verde Wrigley de la cazadora, luego se metió una barrita en la boca como un médico introduciendo un depresor—. ¡Eh, monada! —llamó a la cabaretera pelirroja, que seguía bebiendo Coca-Cola con el marinero macizo—. ¡Tráenos una cerveza Frydenlund!
— Embrace me, my sweet embraceable you —cantaba Frances Langford—. Embrace me, my irreplaceable you… [5] Abrazame, cariño, tú que estás hecho para que te abracen, abrázame, tú que eres insustituible. (N. de la T.)
—¿Sabes?, existe una historia maravillosa relacionada con ese número —dijo Pembroke—. La señorita Langford estaba visitando un hospital de campaña en el desierto africano. Había habido una gran batalla de tanques unos días antes esa semana y a algunos de los chicos les habían disparado y estaban bastante mal.
—Hope sugirió que les cantara algo —dijo Flume—, así que, por supuesto, Frances salió con Embraceable You. Y cuando miró hacia la cama más cercana… nunca adivinarías lo que vio.
—¿Encontraste al Valparaíso? —inquirió Oliver—. ¿Encontraste el golem?
—No encontré ni una puta cosa —dijo McClusky, aceptando la cerveza que le daba la cabaretera.
—Vio a un soldado sin brazos —dijo Pembroke—. Se le habían quemado los dos. ¿No es una historia maravillosa?
La brisa del final de la tarde levantaba motas de óxido de las dunas, las lanzaba sobre las amuradas de estribor y las esparcía por la cubierta de barlovento como perdigones. Anthony se puso las gafas de espejo y, mirando con dificultad a través de la tormenta de arena, estudió la procesión que se acercaba. Su estómago, lleno, ronroneaba de satisfacción. Como portadores de un féretro transportando un ataúd pequeño pero de una gran carga emocional —el ataúd de una mascota, de un niño, de un enano querido—, Ockham y la hermana Miriam llevaban un cajón de aluminio por la pasarela. Al bajar a cubierta, colocaron la caja a los pies de Anthony. La abrieron.
Empaquetados en papel de cera, había sesenta sandwiches en categorías, filas y capas ordenadas. Cerrando los ojos, Anthony inhaló la fuerte fragancia. El gran avance de Follingsbee había ocurrido poco menos de una hora después de la Eucaristía invertida, cuando había descubierto que la epidermis de su cargamento se podía chafar hasta obtener una pasta que poseía todas las cualidades positivas de la masa del pan. Mientras Rafferty y Chickering habían freído las hamburguesas, Follingsbee había hecho los panecillos. Según la opinión de Anthony, el hecho de que le iba a dar a su tripulación no sólo carne sino una imitación de su cocina favorita casi garantizaba el final del motín.
El capitán se inclinó sobre la barandilla. El emisario de aquel día de la ciudad de las chabolas era un hombre mayor, con cara de bacalao, desnudo hasta la cintura y que llevaba pantalones de ciclista negros. Estaba sentado inmóvil entre las brumas densas y el remolino de óxido, con los brazos abiertos en un gesto de súplica; las costillas sobresalían de su torso arrugado como las placas de una marimba.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Anthony al hombre hambriento.
—Mungo, señor. —El marinero se puso en pie, y tropezó hacia atrás, y se desplomó contra la hélice tirada del petrolero como un duende crucificado en un trébol gigante—. Marinero preferente Ralph Mungo.
—Encuentra a tus camaradas de barco, Mungo. Diles que se presenten aquí de inmediato.
—A la orden.
—Dales un mensaje.
—¿Qué mensaje?
—Van Horne es el pan de la vida. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—Procuremos no exaltarnos —dijo Ockham, rodeándole el hombro a Anthony con la palma de la mano.
—Repítelo —ordenó Anthony al marinero.
—Van Horne es el pan de la vida. —Mungo se apartó del tornillo de ajuste. Respirando con dificultad, se marchó tambaleándose—. Van Horne es el pan…
Veinte minutos después aparecieron los amotinados, cayéndose y arrastrándose por las dunas neblinosas y pronto todos ellos estaban apiñados alrededor de la hélice. La alegoría le gustó a Anthony. Arriba: él, el capitán Van Horne, patrón del Valparaíso, espléndido en su traje azul de gala y su gorra trenzada. Abajo: ellos, mortales abyectos, prosternados en la mierda. No había salido a atormentarles. No deseaba robarles la voluntad o reclamarles el alma. Sin embargo, aquel era el momento de hacer entrar en vereda de una vez por todas a esos traidores, aquel era el momento de enterrar la Idea del Cadáver en el agujero más profundo y oscuro a este lado de la fosa de las Marianas.
Anthony sacó un paquete del cajón.
—Esta olla es como cualquier otra, marineros. Primero el sermón, después el bocadillo —carraspeó—. «Llegada la tarde, se le acercaron los discípulos, diciéndole: despide, pues, a la muchedumbre para que vayan a las aldeas y se compren alimentos». —Había pasado la guardia de doce a cuatro de la tarde hojeando la Biblia de Jerusalén de Ockham, estudiando los grandes precedentes: el maná del cielo, el agua de la roca, la alimentación de los cinco mil—. «Jesús les dijo: dadles vosotros de comer. Pero ellos le respondieron: no tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.»
Quitándose el panamá, Ockham le apretó la muñeca a Anthony.
—Corta el rollo, ¿vale?
Hasta entonces Follingsbee había sacado cuatro variedades bien diferenciadas. La favorita del cocinero era la hamburguesa básica, mientras que Rafferty encontraba que el Filete de Pescado era inmejorable (el sabor a pescado provenía del tejido de la areola) y Chickering prefería el Cuarto de Libra con Queso (la cuajada cultivada a partir de la linfa divina). A nadie le gustaban demasiado los McNuggets.
—«Partió los panes y se los dio a los discípulos» —insistió Anthony—, «y éstos a la muchedumbre.» —Lanzó el bocadillo por la borda—. «Y comieron todos y se saciaron…»
El Filete de Pescado formó un arco hacia los amotinados. Alargando la mano, el marinero preferente Weisinger lo atrapó. Incrédulo, desenvolvió el papel de cera y se quedó mirando el regalo. Frotó el panecillo. Olió la carne. Lágrimas de gratitud le corrieron por la cara en surcos paralelos. Hizo una bola estrujando el papel, la lanzó a un lado, se llevó el bocadillo a la boca y pasó los labios por las fibras empanadas y jugosas.
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