Hal Clement - Aclimatación

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El sol de nuestro sistema es el Castor C, una estrella enana roja de sistema binario, de la que ya conocemos bastante, y otra estrella destellante, que forma pareja con la anterior (para que haya más variación). Medea es un satélite, básicamente igual que la Tierra, de astro superjupiteriano inventado por mí. La rotación cerrada hace que una cara sea calentada por Argo, el superjupiteriano, y otra cara sea calentada alternativamente por los soles Castor C. Una órbita inclinada genera zonas permanentes y alternantes de luz y oscuridad, como las regiones ártica y antártica de la Tierra.

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Hal Clement

Aclimatación

Del nº 9 de la revista Isaac Asimov’s Picazo Editores Nov. 1980

Traducción Miguel Gimenez Sales

Escaneado por Diaspar en abril de 1998

El viento procedente de la costa había amainado, aunque aún soplaba con fuerza suficiente para hacer que los arbustos se inclinasen hacia tierra. La pequeña chalupa podía hacerle frente, pero Faivonen tenía que andar despierto. El Fahamu era su único lazo con el resto de la humanidad de Medea, numéricamente escasa, pero la única que al presente contaba para él. Los millones de habitantes de la Tierra ya no formaban parte de su existencia.

Sullivan le había prometido regresar a mediados del verano, treinta días medeanos a partir de ahora. Faivonen confiaba en él, puesto que la gente maleante había sido apartada del mando de la colonia, pero cualquier compromiso en el nuevo mundo llevaba consigo una calificación inédita. «Todavía vivo», era todo.

A pesar de los numerosos niños que había en el satélite, apenas habían aumentado en número los terrestres que habían llegado dos décadas antes.

Aprender lo más y lo antes posible respecto al nuevo mundo era una necesidad admitida por toda la colonia, pero había resultado algo difícil para algunos de sus miembros.

Faivonen, aunque había perdido su carácter extrovertido y alegre en la muerte de Ruta, no era, sin embargo, un misántropo, y nunca renunciaba completamente a la compañía de sus amigos. Aun con la compañía de Beedee, tendría mucha soledad durante las dos mil horas siguientes.

La chalupa no era demasiado visible. La luz era tenue, lo suficiente como para haberle obligado a abandonar la vigilancia treinta años antes. pero el ojo humano sabe adaptarse, y la memoria humana te trae oportunamente los datos que necesitas. Castor A y B se hallaban ya casi en lo alto. Juntos, proporcionaban menos luz que la luna llena en la Tierra, pero era suficiente.

Llegarán a la bahía en la próxima travesía.

La voz se filtraba ligeramente en la oreja izquierda de Faivonen: hubiese sonado completamente humana para cualquiera que no conociese al ser que hablaba.

Faivonen, sin mirar siquiera, asintió.

Esto es lo que supongo. ¿Se trata de una extrapolación lineal o permitirá cambios de viento?

El viento decrecerá durante unas horas. Lo he permitido yo — había cierta indignación en la voz —. No poseo información segura respecto a las corrientes, pero como no afluye ninguna a esta bahía, deben ser sencillas. ¿Vas a vigilar la embarcación sin poder ver? Esto te hará perder unas horas muy valiosas.

Vigilaré algún rato. De nada sirve empezar hasta que salgan los soles verdaderos, y antes de irnos no tengo nada que comprobar. Tu no me dejas olvidar lo importante y, aunque no lo hicieras, no sería posible enmendar nada.

La voz no respondió; su dueño ya sabía que había logrado ahuyentar hasta cierto punto las ideas del hombre, relativas a sus compañeros que estaban fuera de vista. Faivonen, no obstante, tenía muy poco en qué pensar por el momento. Ya había planeado con todo detalle la tarea a realizar, que consistía en seguir vivo y aprender cuanto pudiese de la zona a registrar. Si no lograba conservar la vida, lo que aprendiese aún podría serle útil siempre y cuando hallasen su cuerpo y a Beedee. Era lo que por el momento absorbía sus pensamientos, el recuerdo que siempre evocaba. Había hallado a Beedee en el esqueleto de Ruta. La había registrado contra el mejor de los consejos; y el éxito casi le había convertido en algo inútil para sí mismo, para sus hijos y para la colonia.

Esta vez, había logrado una promesa firme de Sullivan: si Faivonen no volvía al barco, alguien iría en busca de Beedee y de la información correspondiente, aunque no lo haría ninguno de sus hijos ni de Ruta. No importaba que cuando llegasen a la edad conveniente fuesen exploradores (tal edad la habían casi alcanzado), pero por el momento tal cosa no era posible. Los chicos no podían…

Vigila al barco, si lo deseas, pero aparta de ti esos pensamientos — la voz de Beedee se inmiscuyó en sus ideas —. Si no tienes nada más constructivo que meditar amargamente, insisto en que empecemos. Los soles ya han salido prácticamente.

Esta vez, Faivonen miró al objeto unido a su muñeca izquierda. Sabía que Beedee no podía leer en las mentes. Sin embargo, desde los veinticuatro años que hacía que había conocido a Ruta él sabía leer la mente de cualquiera. Durante los primeros veinte años de matrimonio, y hasta que encontró y heredó el diamante negro, había tenido muchas oportunidades de comprobarlo.

— No estás en situación de insistir en nada — indicó, como era su costumbre, cuando la discusión llegaba a este punto.

— Verdad — replicó Beedee, también según su costumbre —, pero sabes que tengo razón.

Ya hay luz suficiente para la inspección. Recoge el resto de tu equipo y empecemos.

— Tengo hambre.

— Sí, sólo has comido “queso» desde que emprendimos la marcha. Mataste un poco el apetito al cabo de una hora de haber desembarcado y nada más.

— De acuerdo. Acceder es más fácil que discutir.

Faivonen ató el cuchillo, la pala, la cantimplora, el incubador de quesos, la mochila, el arco y el carcaj a diversas partes de su cuerpo. Luego echó una última ojeada al Fahamu que destacaba sobre el rojo horizonte por donde Argo se había puesto unas horas antes, le volvió la espalda a la bahía, y echó a andar por el valle.

Desde el mar, le había parecido un producto de la glaciación. No le sorprendió puesto que conducía hacia el hemisferio frío. Sin embargo, no había el menor signo de arroyo o río que desembocase en la bahía, pese a la intensa vegetación que se divisaba desde la chalupa. La vida vegetal resultaba un poco asombrosa para aquella latitud (ochenta y seis grados al norte del ecuador), donde Castor C ayudaba muy poco a Argo en el recalentamiento del mundo. Un cuidadoso registro de aquellos parajes no ofreció ni siquiera un rastro de riego estacional. Elisha Kent Faivonen se cuidó de corroborar esta observación.

Algunos hechos ya habían quedado comprobados antes de que zarpase la embarcación. Había animales que podían servir de alimento, y multitud de plantas cuya savia servía para el cultivo de los «quesos». Se trataba de la mezcla de bacterias engendradoras de genes que producían media docena de aminoácidos, necesarios para los seres humanos e inexistentes en los medios vitales de Medea. Era uno de los pocos productos de la avanzada tecnología terrestre que los colonizadores habían conservado. No deseaban depender de nada que tuviese que ser sustituido desde la Tierra, pero en esto apenas habían tenido elección. Las plantas terrestres todavía luchaban por acomodarse al satélite, y hasta que creciesen verdaderas cosechas, la gente tendría que alimentarse con la comida nativa y el «queso».

Faivonen caminó pegado al lado izquierdo del valle mientras se alejaba de la bahía. De este modo obtendría mejor luz cuando los soles se elevasen un poco más. Tenía que examinarlo todo: las plantas, los animales, el suelo, las rocas, los vientos, el clima. El viento había soplado en la costa y en el valle días antes de que el Fahaniu anclase en la bahía. Era ésta otra peculiaridad por explicar, aunque la explicación podía ser tan trivial como solía serlo la del clima local. Beedee había manifestado un interés especial, y le pedía constantemente a Faivonen que se mantuviese lo más alto posible para que sus delicados sentidos pudieran registrar las corrientes atmosféricas con un mínimo de perturbación.

Faivonen no presentó ninguna objeción, como de costumbre. El diamante negro sólo pesaba tres cuartos de kilo, una fracción pequeñísima en comparación con el equipo que transportaba. Que la cosa hubiera ser llamada equipo u objeto personal era otra cuestión, claro; Faivonen sabía que era de origen artificial, pero no podía considerarlo como una simple computadora. Decía demasiadas cosas que velaban una personalidad. Entre el entramado de átomos que formaban la estructura básica de aquello existía una programada tendencia aprendida o generada, a imitar el lenguaje humano, así como las voces y los giros. Cuando lo encontró el cadáver de Ruta le había hablado con la voz de su esposa.

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