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Hal Clement: Aclimatación

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El sol de nuestro sistema es el Castor C, una estrella enana roja de sistema binario, de la que ya conocemos bastante, y otra estrella destellante, que forma pareja con la anterior (para que haya más variación). Medea es un satélite, básicamente igual que la Tierra, de astro superjupiteriano inventado por mí. La rotación cerrada hace que una cara sea calentada por Argo, el superjupiteriano, y otra cara sea calentada alternativamente por los soles Castor C. Una órbita inclinada genera zonas permanentes y alternantes de luz y oscuridad, como las regiones ártica y antártica de la Tierra.

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Inmediatamente llegó a un compromiso: Beedee había prometido no repetir la ofensa.

¿Cortesía? ¿Simpatía? Faivonen lo ignoraba, pero tampoco podía dejar de considerar al objeto como una persona, lo mismo que siempre había hecho su mujer.

Naturalmente, una persona está viva, y las cosas vivas no emanan de simples fuentes de energía. Las cosas vivas, cuando desaparece su fuente de energía y dejan de actuar, no vuelven a empezar hasta después de períodos de tiempo indefinidamente largos.

Beedee había estado «muerta» dos años entre la muerte de Ruta y el descubrimiento de su cadáver por parte de Faivonen. Él (¿?), había estado «muerto» durante dos mil millones de años entre el tiempo en que él (?) se había hundido con un barco en su mundo semejante a la Tierra, y el tiempo en que él (?) había sido descubierto por la abuela de Ruta en un planeta falto de aire, que sobrevivía bajo un gigantesco sol rojo, en un montón de óxido de calcio que había sido el depósito de la caliza marina.

Sólo las máquinas pueden desconectarse y conectarse, por lo que Beedee debía de serlo, y no un él o una ella. Y la experiencia de Faivonen insistía en esto.

¡Elisha! Hay un enorme animal detrás del arbusto… a treinta metros de las dos en punto. ¿Tienes hambre? ¡Pues prepárate!

Se hallaban a dos kilómetros de la bahía, y el hombre estaba más hambriento que al iniciar el viaje. Tenía el arco inclinado, y una flecha saltó antes de que el diamante terminase de hablar. En silencio, evitando el ruido que ahuyentaría a la presa, Faivonen avanzó hacia el arbusto. Todavía se hallaba a una docena de metros de distancia, cuando un animal del tamaño de una ternera, con seis patas, saltó al aire, dispuesto a huir. Faivonen le clavó una flecha en el lomo, entre el primero y el segundo par de patas. Si era como los animales que ya conocía en el ecuador, no poseía un corazón centralizado, sino una aorta mayor que corría por su cuerpo por debajo del espinazo.

Cortar el vaso sanguíneo o el nervio principal resultaría igual de eficaz. Lo demostró la caída del animal cuando efectuó su segundo salto.

Faivonen ejecutó una combinación de carnicería y disección anatómica, mientras Beedee anotaba los datos. Luego, recogió combustible, formó una hoguera con pirita y acero y cocinó la comida. No le gustó demasiado; ni la carne de Medea ni el «queso» eran especialmente sabrosos, pero el hambre no reparaba en tales minucias.

Cortó un par de kilos de carne en tiras para sus próximas comidas, extrajo los trozos restantes de «queso» maduro del tanque incubador y los metió en la cámara almacén; llenó de nuevo el tanque con la savia de las plantas cheddar que ya había reconocido, y reemprendió el viaje, después de preguntarle a Beedee si su batería debía recargarse.

— Oh, no, todavía funciona… Oh, eres muy gracioso… Perdóname.

Ya había sucedido antes. Los procesos calculadores del diamante, si así podía llamársele, actuaban a velocidad electrónica; y por eso sabia que él bromeaba antes aún de que terminase de pronunciar la primera palabra. Sin embargo, había imitado un toma y daca humano, de acuerdo con su humor. Faivonen ignoraba si el diamante sentía algo que correspondiera a la extraña sensación con que el sistema nervioso humano responde a la incongruencia. Si lo sentía o no era otra cuestión a dilucidar.

Cuando los mellizos Castor C se hallaban a mitad de su carrera hacia la posición de mediodía, unos grados por encima del horizonte sur, Faivonen ya estaba cansado. La verdad era que, no obstante las frecuentes pausas para examinar los datos biológicos o geológicos, habían avanzado más de treinta kilómetros desde la costa. Descansó y comió de nuevo, y luego se metió en su saco de dormir. Sabia que su propio reloj biológico nunca concordaba con las setenta y cinco horas que duraba la rotación de Medea, pero el dormir era tan necesario como la comida. Se colocó los anteojos y se relajó. Beedee vigilaría. Era casi imposible que se acercase algo sin que lo registrase el supersensible sentido del diamante. Podía ser necesario un centinela, pues aunque las alimañas de Medea tal vez no gustasen del alimento humano, nadie lo sabía con certeza.

Esta vez, Faivonen tuvo suerte y no se despertó hasta que lo llamó la voz insistente de Beedee.

— Ocho horas, holgazán — le gritó al oído.

Faivonen se incorporó, se quitó los anteojos y miró a su alrededor. Los soles estaban casi en el sur, justo encima del punto donde Argo había desaparecido. Dos globos flotaban a unos cien metros más arriba. Beedee tal vez no los hubiese oído, pues siempre parecían volar con el viento; pero no importaba. Nadie sabía gran cosa al respecto. Faivonen ni siquiera estaba seguro de que fuesen comestibles; tal vez sólo fuesen un poco de tejido que no valiese la pena cazar; pero, eso sí, eran totalmente inofensivos. Por el momento, no parecían moverse en absoluto, lo cual resultaba interesante.

— Sullivan opina que el viento se torna más débil a cada ciclo — observó Faivonen. Y por lo visto tiene razón.

— Sí — asintió el diamante —. Existía una buena oportunidad de que así fuese cuando lo dijo, pero hay demasiadas variantes desconocidas para una auténtica comprobación.

Ah, empiezo a sospechar que algunas de esas variantes son culpa de la forma de este valle. Tendríamos que ir mucho más tierra adentro para asegurarnos.

— Demasiada tierra adentro comporta que Argo no se levante en absoluto. No quiero llegar hasta la Cara Fría — refutó Faivonen —. Tampoco te gustaría a ti. Es posible que allí haya mucho que aprender, pero sin tu poder no aprenderíamos nada.

— Podrías colocarme una batería. Se me ocurren varias maneras de aprovechar su fuerza, incluso a muy bajas temperaturas.

— El frío es muy intenso, y a ti te gusta tan poco dejar de funcionar como a mí morirme, aunque sea posible volver a ponerte en marcha de nuevo.

— Lo sé. Pero odio perder alguna información. Sin embargo, creo que me gustaría correr el albur; y tú, Sullivan y otras personas siempre decís que el peligro es la salsa de la existencia.

— Creo que decimos «la vida», no la existencia. Y decimos peligro, claro, no suicidio.

— Olvídalo, Beedee; quédate conmigo y nos detendremos muy lejos del frío, aunque este valle desemboque directamente en él. Imagina todo lo que quieras o puedas de estas rocas, de este clima y de la vida de estos contornos, y ya será suficiente.

— Nunca es suficiente. Yo puedo calcular, pero he de comprobar si tengo razón. Y tú deberías tener esto en cuenta. Tu esposa siempre lo hacía.

El silencio de Faivonen fue largo. Un ser humano se habría mostrado cohibido ante aquel paso en falso, pero Beedee no cometía tales equivocaciones. Debía de haber una buena razón, muy buena.

El hombre sabía que probablemente no la adivinaría. La docena de diamantes negros que había traído la expedición Tamniuz no había celado su composición, aunque tal conocimiento no les sirvió de nada a los ingenieros humanos, toda vez que era imposible fabricar uno de los componentes con las técnicas que poseían.

Eran exactamente lo que parecían: diamantes, estructuras de carbono con átomos sustitutivos y cristales defectuosos, construidos deliberadamente en sus entramados de forma que parecieran las operaciones de la humanidad con fichas de sílice como las fichas de circuito se parecían a los cuchillos de pedernal. Unas mil doscientas unidades celulares del entramado del diamante componían una sola unidad de estructura básica de los artefactos. Un cálculo mucho menos exacto, normalmente decía cinco mil unidades, poseían la capacidad de tomar decisiones y recordar cosas de una sola célula del cerebro humanó.

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