Greg Bear - La fragua de Dios

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La fragua de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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Sólo se había cruzado con otras tres personas en el sendero aquella mañana, una descendiendo, las otras dos subiendo detrás de Edward. Había otra que no había visto, una mujer de cabello rubio con una parka color tostado y pantalones cortos azul oscuro que llevaba una enorme y cara mochila azul. Se detuvo en el lado opuesto del bloque de granito, contemplando el lago Esmeralda, la gran cuenca donde el agua que la cascada Nevada arrojaba desde ciento ochenta metros de altura descansaba un tiempo antes de deslizarse por la cascada Vernal, más corta. Debía haber acampado por allí aquella noche, o quizás estaba siguiendo el tramo matutino de una larga excursión en torno al borde del valle.

La mujer se volvió y Edward vio que era sorprendentemente hermosa, alta y nórdica, con un largo rostro dotado de una nariz perfectamente perfilada, unos claros ojos azules, y unos labios a la vez sensuales y ligeramente desaprobadores. Apartó rápidamente la vista, consciente con demasiada intensidad de que estaba fuera de su alcance. Hacía mucho que había aprendido que las mujeres poseedoras de aquella belleza prestaban poca atención a los hombres con su aspecto suave y su posición social.

De todos modos, parecía estar sola.

Alcanzó aquella alta y dolorosa sensación interior que siempre experimentaba cuando se hallaba en presencia de mujeres deseables e inaccesibles, no deseo, sino casi anhelo religioso. No era una sensación que deseara ahora; no quería verse seducido más allá de la adoración a la tierra, a la Tierra, para enfocarse en una sola mujer, y menos aún a una que posiblemente no podría conseguir. La mujer o mujeres que había imaginado la noche anterior no evocaban aquel tipo de respuesta; eran seguras, no exigentes, no inquietantes. Rápidamente, sin apenas más que una sonrisa educada y una inclinación de cabeza, pasó junto a la mujer allá donde estaba de pie junto al puente y prosiguió su camino.

En la rocosa pradera superior salpicada de árboles , más allá del lago Esmeralda, encontró un banco natural de granito y se acomodo para prepararse su comida de dos bocadillos de queso preparado y frutos secos, muy parecida a la que comía en sus excursiones por el valle cuando niño. Mirando la blanca pluma de la cascada Nevada, aún a unos cientos de metros de distancia, masticó las medias lunas de unos cuantos orejones y calentó un poco de té en un pequeño hornillo portátil.

Alguien llegó a sus espaldas, tan suavemente que ni siquiera se dio cuenta de su aproximación.

—Disculpe.

Se volvió y contempló a la mujer rubia. Ella le sonrió. Medía al menos metro ochenta de altura.

—¿Sí? —dijo, tragando un orejón a medio masticar.

—¿Ha visto usted por aquí a un hombre, un poco más alto que yo, con una barba negra muy poblada y vestido con una parka roja? — Señaló la altura del hombre manteniendo una mano un poco por encima de su propia cabeza.

Edward no lo había visto, pero la expresión preocupada de la mujer sugería que quizá fuera mejor detenerse a considerar su respuesta.

—No, creo que no —dijo finalmente—. Hoy no hay mucha gente por aquí.

—Llevo aguardando dos días —murmuró ella, suspirando—. Se suponía que teníamos que encontrarnos aquí, en realidad en el lago Esmeralda.

—Lo siento.

—¿No ha visto a nadie de esta descripción abajo en el valle? Porque usted viene de allí, ¿verdad?

—Sí, pero no recuerdo a ningún hombre con una barba negra y una parka roja. O nadie con una barba negra, incluso sin parka…, a menos que sea un ciclista.

—Oh, no. —La mujer agitó la cabeza y se volvió, luego se dio de nuevo la vuelta—. Gracias.

—De nada. ¿Puedo ofrecerle un poco de té, algunos frutos secos?

—No, gracias. Ya he comido. Llevaba comida para los dos.

Edward la contempló con una sonrisa azarada. Parecía insegura acerca de qué hacer a continuación. Casi deseó que se fuera; su atracción hacia ella era casi dolorosa.

—Es mi esposo —murmuró ella, alzando la vista hacia el Liberty Cap, protegiéndose los ojos contra el brumoso resplandor—. Estamos separados. Nos conocimos en el Yosemite, y pensamos que si volvíamos aquí, antes de… —Su voz murió, y se encogió ligeramente de hombros—. Tal vez pudiéramos seguir juntos. Acordamos reunirnos en el lago Esmeralda.

—Estoy seguro de que tiene que estar en alguna parte. —Hizo un gesto hacia el lago y el sendero y la cascada Nevada.

—Gracias —dijo ella. Esta vez no sonrió, simplemente se dio la vuelta y se alejó hacia la cabecera de la cascada Vernal y el descendente Sendero de las Brumas. Él la contempló alejarse e inspiró profundamente, dando un mordisco a su segundo bocadillo. Lo contempló con disgusto mientras masticaba.

—Debe de ser el pan blanco —murmuró—. No puedo captar una belleza como ésta con algo menos que pan de trigo entero.

A las tres, la pradera y el perímetro del lago, las cascadas y el sendero estaban vacíos. Era el único ser humano en kilómetros a la redonda, o así parecía; incluso podía ser cierto, pensó. Cruzó el puente y se entretuvo entre los árboles al otro lado, con sólo el rugir de las cascadas encima y debajo y retazos del trino de los pájaros. Era capaz de describir todo tipo de rocas, pero sabía muy poco sobre pájaros. Los mirlos de alas rojas y los tordos y los arrendajos eran evidentes; pensó en comprar un libro en el almacén para aprender acerca de los otros, pero luego pensó: ¿de qué sirve aplicarles nombres? Si sus recuerdos iban a verse pronto dispersos como fino polvo por el espacio, la educación era un desperdicio.

Lo importante era hallar su centro, aferrarse a algo concreto, establecer un momento de pureza y consciencia concentrada. No creía que aquello fuera posible con gente a su alrededor; ahora había una posibilidad de intentarlo.

Quizá rezar. Dios no había estado mucho en sus pensamientos últimamente, un vacío revelador; no deseaba ser inconsistente cuando todo el mundo era un pozo de tirador. Pero la coherencia era algo tan inútil como el estudio de la naturaleza, y no tan tentadora.

El valle se hallaba aún bañado por el sol, el Liberty Cap medio en sombras. El humo se había aclarado algo y el cielo era más azul, verdoso en los bordes de la bruma, más real de lo que había sido antes.

—Voy a morir —dijo en voz alta, en un tono normal de voz, experimentando—. Todo lo que soy va a terminar. Mis pensamientos acabarán. No experimentaré nada, ni siquiera el último final. —Rocas alzándose y humo y lava. No; probablemente no así. ¿Dolerá? ¿Habrá tiempo para el dolor?

Muerte en masa; probablemente Dios debía estar ocupado también con las plegarias en masa.

Dios.

No un protector, a menos que se produjeran milagros.

Agitó sus botas en el polvo del sendero.

—¿Qué demonios estoy buscando? ¿Una revelación? —Agitó la cabeza y forzó una carcajada—. Ingenuo hijo de puta. Estás desentrenado; tus músculos de rezar, tus bíceps de la iluminación, están bajos de forma. No puedes elevarte más arriba que tu maldita cabeza.

La amargura en su voz le hizo estremecerse. ¿Deseaba realmente una revelación, una confirmación, la seguridad de la existencia de un significado más allá del final?

—Dios es lo que amas. —Lo dijo suavemente; era embarazoso darse cuenta de lo mucho que creía en ello. Sin embargo, nunca había sido particularmente bueno en el amor, ni en el amor a la gente en todas sus formas ni en los otros tipos de amor, excepto quizás el amor a su trabajo—. Amo la Tierra.

Pero eso era más bien amplio y vago. La Tierra ofrecía solamente obstáculos irreflexivos al amor: tormentas, deslizamientos de rocas, volcanes, terremotos. Accidentes. La Tierra no podía impedir el ser incontinente. Era fácil amar a la gran madre.

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