Greg Bear - La fragua de Dios

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La fragua de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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Nadie lo entendió, así que carraspeó.

—Les digo a la gente: «El naufragio del Edmund Fitzgerald». ¿Recuerdan esa canción? El buque cisterna se hundió. Una gran ola o alguna otra cosa partió su quilla, y se hundió sin dejar huella. Pero qué demonios…, los pasmarotes no saben nada acerca de los lagos. Creen que los lagos son como charcos. Esos lagos son malditos océanos, océanos rodeados de tierra. Puedes ocultar cualquier cosa en su fondo, incluso ciudades enteras… —Les miró fijamente para dar mayor énfasis a sus palabras, con una ceja fina como una raya de lápiz alzada—. Así que he estado pensando. No necesito hablar de lo que he estado pensando. Sólo quiero dejar esto claro con ustedes, y con Donovan. Si la maldita araña no me muerde, cooperaré, por supuesto, él es mi socio…, pero digo que al infierno con todo ello, y con todo lo demás.

Se dirigió a proa con la caja y el termo, agitando los hombros. La mujer comió delicadamente su único donut, con el codo apoyado contra el respaldo del banco, mientras lo contemplaba alejarse.

—Bien, ¿qué han estado haciendo ustedes dos? —preguntó, de pronto amistosa y familiar.

Ian se sentó a su lado, sujetando su taza de café, contra el suave bamboleo de la barca, en el hueco de su pierna doblada.

—Yo me he dedicado a entrar a saco en las bibliotecas del estado de Cleveland —dijo—. ¿Y usted?

—Lo mismo en el Oeste —dijo ella—. Yo y otros seis. Dos de ellos hackers experimentados. Metieron un camión en el centro de almacenamiento de datos de la biblioteca principal y metieron cables por todo el edificio, y tomaron todo aquello a lo que pudieron echar mano.

—Yo envié grabaciones de la Librería del Congreso a ese tipo de Virginia —dijo Reuben—. Y otras cosas. Recluté a Trevor Hicks. —Ni Ian ni la mujer sabían quién era Hicks—. ¿Han conocido a algunos de los que están por debajo de los jefes…, los humanos a los que oímos en la red, dando órdenes?

—Yo sí —dijo la mujer—. Uno de ellos es mi esposo. Estábamos separados, preparándonos para el divorcio, cuando ambos fuimos poseídos. He tenido que trabajar con él, y recibir órdenes de él, durante los dos últimos meses. Trabaja para el Departamento de Estado.

Cleveland ya no era visible al sur. No había nada más que un lago azul salpicado de hielo y una bruma que desaparecía aprisa de horizonte a horizonte. Llevaban en el agua más de una hora.

—¿Cree que hay alguien que haya conseguido todo el cuadro de lo que ocurre? —preguntó Ian—. Algún humano, quiero decir.

—Si lo hay, yo no lo conozco —dijo Reuben.

—Mi esposo da órdenes, pero no lo sabe todo.

Ian se chupó los restos de donut y azúcar de los dedos.

—Espero que tengan cuarto de baño en este cascarón —dijo, y se dirigió a popa.

Los motores de la barca se detuvieron con un gruñido gutural. El agua había empezado a agitarse ligeramente y, mientras la barca iniciaba un lento giro, Reuben sintió que se le revolvían las tripas. Voy a lamentar esos donuts.

—Bien —dijo Donovan por el altavoz de la cabina de pilotaje—, se supone que éste es el lugar. ¿Alguien ha recibido algún mensaje?

—Yo no —dijo la mujer, poniéndose en pie y sacudiéndose las migas de donut de su vestido.

—Cristo —comentó secamente Donovan.

Llevaban diez minutos dando lentos giros cuando Ian canturreó:

—¡Por ahí resopla!

Había subido a la cubierta superior, y ahora estaba inclinado sobre la barandilla al lado de la cabina de pilotaje, señalando hacia el este. Reuben y la mujer volvieron a proa y miraron hacia donde señalaba, y vieron como un bloque gris mate, aproximadamente de la forma y tamaño de un remolque, surgir del agua. El piloto puso en marcha los motores y acercó la barca a la protuberancia.

—¿Qué es? —exclamó Ian—. ¿Un submarino?

—No lo sé —dijo Reuben, medio echándose a reír. Se sentía excitado y más asustado que nunca. El rostro de la mujer era una rígida máscara, con los ojos muy abiertos y la mirada fija.

La barca llegó a unos pocos metros del bloque gris. Las pequeñas olas producidas por la proa chapotearon en su costado.

Una escotilla cuadrada casi tan alta como Reuben se abrió en la lisa superficie mate al nivel de la cubierta inferior.

—Es un ascensor —dijo la mujer—. No, una escalera. Se supone que tenemos que entrar. Tú, yo, y él —Se señaló a sí misma, a Reuben, y a Ian en la cubierta superior—. Nadie más.

—Lo sé —dijo Reuben. Al menos, no se balancea.

Donovan se situó junto al portalón de babor y lo abrió mientras el piloto acercaba tanto como se atrevía la barca al bloque. Mickey colocó una corta pasarela en el portalón y la empujó hasta la entrada del bloque. Era relativamente segura, pero no más. La mujer cruzó primero, impaciente, azotada por el viento, sujetándose fuertemente a la única barandilla en uno de los lados de la pasarela; luego la siguió Reuben, y finalmente Ian.

La mujer descendía ya por una escalera en espiral en el interior del bloque cuando Reuben se detuvo en la entrada. Miró hacia abajo tras ella. Ian llegó tras él.

—¿Es eso? —preguntó.

—Es eso —afirmó Reuben.

—Entonces será mejor que bajemos.

Bajaron. Sobre sus cabezas, la escotilla se cerró con un suave suspiro.

59

El suelo estaba locamente inclinado, el humo ascendía por entre las planchas y las losas, había vapor y grumos de roca por todas partes, y las paredes parecían estar desmoronándose a su alrededor. Se sintió repentinamente alzado y gritó.

Arthur se sentó bruscamente en la cama y parpadeó a la no familiar habitación. Marty estaba de rodillas en la cama de al lado, gritando histéricamente.

Francine rodeó a Arthur con sus brazos.

—No es nada —murmuró—. No es nada. —Le soltó y se arrastró fuera de las mantas para abrazar a Marty—. Papá ha tenido una pesadilla —dijo—. Todo está bien.

—Estaba ahí —exclamó Arthur—. Lo he sentido. Oh, Dios.

Marty estaba inmóvil ahora. Francine volvió a su cama y se tendió a su lado.

—Pensaba que pretendían ayudarte con tus sueños y todo eso —dijo, un poco amargamente.

—Me hubiera gustado que bloquearan ése —dijo él—. Me hubiera gustado…

—Chissst —dijo suavemente Francine, rodeándole de nuevo con sus brazos. Estaba temblando—. Ya es bastante malo tener que vivir esto. ¿Por qué tenemos que soñarlo también?

—¿Tú también lo has soñado?

Ella agitó negativamente la cabeza.

—Pero lo haré. Sé que lo haré. Todo el mundo lo hará, a medida que se vaya acercando. —Sus estremecimientos se convirtieron en algo más. Sus dientes castañetearon mientras lo abrazaba. Arthur acarició su rostro con los dedos y la abrazó más fuerte, pero eso no la consoló. Se agitó violentamente, sin lágrimas, silenciosa, los músculos de su cuello agarrotados por el esfuerzo de no emitir ningún sonido, para no asustar a Marty.

—Va…vamos a morir —susurró roncamente.

—No digas eso —murmuró él—. No lo digas. Soy yo quien ha tenido la pesadilla.

—Va…vamos a m…morir —repitió ella—. Quie…quiero gritar. N…necesito gritar, Art. —Miró a Marty, aún despierto, escuchando, observándoles desde su cama.

—¿Está bien mamá? —preguntó Marty.

Arthur no respondió.

—¡Mamá! —exclamó Marty.

—E…estoy bien, cariño. —Sus temblores no habían disminuido.

—Tu madre está asustada —dijo Arthur.

—Cállate —pidió Francine, mirándole con ojos furiosos.

—Todos estamos muy asustados —dijo Arthur.

—¿Ya está ocurriendo? —preguntó Marty.

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