20 de marzo
Un antiguo Chevy Vega con matrícula de Texas cruzó el puente de piedra en dirección opuesta y le lanzó un bocinazo a Edward. Edward se volvió y vio todo un collage de pegatinas cubriendo la parte trasera del coche, incluidos en portamaletas y las esquinas inferiores de la ventanilla posterior. Una de ellas, rosa, muy llamativa, atrajo inmediatamente su atención: MI ESPECIALIDAD SON LAS MUJERES, NO LAS ARMAS DE FUEGO. Un descolorido cuadrado de plástico amarillo colgaba de la esquina superior de la ventanilla: ¡CUIDADO! NIÑO BUCEANDO.
—¡Hey, Edward!
—¡Minelli! —Avanzó hacia la ventanilla y se inclinó para apretar afectuosamente con la mano la nuca de Minelli—. Tipo loco. ¿Es tuyo? —Señaló al Vega con la mano.
—Lo compré hace tres semanas, completo, con toda la decoración. Una belleza, ¿verdad?
—Me alegra de veras verte.
—Me alegra que me vean. Fue duro durante un tiempo después de que nos separáramos. ¿Volviste a Texas?
—Correcto —dijo Edward—. ¿Y tú?
—Hice una escena en la oficina del instituto. Me devolvieron mis papeles y me sacaron a patadas y me dijeron adelante, demándenos. Me volví loco. Me compré esto y he estado conduciendo por ahí desde entonces. Volví a Shoshone y me dejé caer por la tienda de alimentación. Dije hola a todo el mundo. Stella no estaba allí. Estaba fuera en Las Vegas, hablando con los abogados acerca de no sé qué sobre derechos minerales. Bernice estaba allí. Me preguntó por ti. Le dije que estabas bien. ¿Lo estás?
—Estupendamente —dijo Edward—. Aparca y vamos a dar un paseo.
—¿Dónde?
—He oído decir que hay escaladores en El Capitán.
—Huau. Exactamente igual que en Disneylandia.
Minelli aparcó el coche bajo una nube de azules gases de escape. Dio una fuerte palmada al portamaletas antes de abrirlo.
—¿Para qué gastar dinero en algo que no va durar más de uno o dos meses?
—Parece como si fuera a descomponerse en medio de ninguna parte —comentó Edward.
—Hey, yo siempre he confiado en la amabilidad de los desconocidos.
—Con tu sentido del humor, eso puede ser peligroso.
Minelli se encogió de hombros y abrió los brazos al sol.
—Rayos ultravioletas, haced lo que queráis conmigo. Ya no me importa una maldita mierda.
Siguieron la carretera asfaltada durante tres kilómetros, más allá de los Tres Hermanos, luego tomaron un sendero durante otro kilómetro y medio y se detuvieron en el prado de El Capitán, alzando la vista hacia la enorme y antigua pared de granito gris. Una pálida línea quebrada mostraba el lugar donde una lámina de roca se había roto en 1990, revelando la superficie de debajo, no erosionada aún por la intemperie.
—Es magnífico. No venía aquí desde hace diez, doce años —dijo Minelli—. ¿Por qué has venido tú?
—Recuerdos infantiles. Es el mejor lugar de toda la Tierra.
Minelli asintió enérgicamente.
—Cualquier lugar donde esté yo ahora es el mejor lugar de toda la Tierra, pero éste es mejor que la mayoría. No veo a nadie ahí arriba. ¿Dónde están?
Edward extrajo unos binoculares pequeños.
—Busca hormigas llevando cuerdas y mochilas —dijo—. He oído decir que hoy son cinco o seis.
—Cristo —dijo Minelli, protegiéndose los ojos—. Veo un punto negro. No. Es un punto azul. El color de mi saco de dormir. ¿Es eso?
Edward trazó una línea con el dedo desde el pequeño puntito azul.
—Mira un poco más arriba, un par de grados. Ahí. —Tendió a Minelli los binoculares. Minelli barrió con ellos hacia uno y otro lado en arcos descendentes y se detuvo, alzando las cejas sobre los oculares.
—Lo tengo. O la tengo. Cuelga ahí.
—Hay otro encima —dijo Edward—. Deben ser un equipo. Apenas pueden verse las cuerdas entre ellos.
—¿Cuánto tiempo se necesita para llegar hasta arriba?
—Un día, me dijo alguien. Quizá más. A veces pasan la noche ahí arriba, colgados en un saco, o en una cornisa si tienen suerte.
Minelli le devolvió los binoculares.
—Sólo pensar en ello me hace estremecer.
Edward agitó la cabeza.
—No sé. Yo lo entiendo. Piensa en el logro. Ponerse de pie ahí en la cima, mirar a todo desde arriba. Debe ser como construir un rascacielos y saber que es tuyo.
Minelli hizo una mueca de duda.
—¿Qué más ocurre aquí? El lugar está desierto.
—Prácticamente. Hay un grupo que se reúne en el anfiteatro de Curry Village esta noche. Una banda da un concierto mañana por la noche. Los guardias están realmente aburridos. Se dedican a hacer excursiones por su cuenta los fines de semana.
—Todo el mundo se queda en casa. El señor y la señora Mamipapi acurrucados cerca de su televisión, ¿eh?
Edward asintió, luego alzó los binoculares y descubrió otro escalador.
—¿Les culpas por ello?
—No —dijo suavemente Minelli—. Si yo tuviera una casa o alguien que me cuidara, una mujer, quiero decir…, ahí es donde estaría. Dije adiós a mi hermana y a mi madre. No saben qué demonios está ocurriendo. Son demasiado ignorantes para sentirse asustadas. Mi madre dice: «Dios cuidará de nosotros. Somos sus hijos.» Quizá lo haga. Pero si no lo hace, estoy contigo. No albergaré resentimientos. Todavía puedo admirar las obras maestras del Viejo Tipo.
—A veces es mejor ser ignorante —dijo Edward, bajando los binoculares.
Minelli agitó obstinadamente la cabeza.
—Al final, quiero saber lo que está ocurriendo. No deseo ese… pánico, cuando llegue. Quiero saber y sentarme y mirar tanto de ello como pueda. Quizá éste sea el mejor asiento de la casa —señaló hacia la moteada cara de roca—. Ahí, arriba, en algún sitio.
Puesto que la cabina de lona de Edward tenía dos camastros, le ofreció uno a Minelli, pero éste lo rechazó.
—Mira —dijo—, ni siquiera cobran por ellas ahora. Pregunté abajo en el pueblo, y los tipos me dijeron adelante, duerme en una, la que quieras, simplemente manténla limpia. Deseo a alguien del sexo opuesto conmigo cuando ocurra. ¿Y tú?
—Sería estupendo —admitió Edward.
—De acuerdo entonces. Vamos a ir juntos, y buscaremos mujeres…, mujeres listas, quiero decir, que sepan tanto como nosotros lo que está ocurriendo, y lo celebraremos juntos. Traje algo de comida conmigo, y la tienda del pueblo está llena a rebosar de vino y cerveza y comida congelada. Vamos a pasarlo bien.
Al anochecer, se ducharon y se pusieron ropa limpia, y bajaron al anfiteatro, pasando junto a las cabinas de armazón de madera. Una pareja de mediana edad permanecía sentada en sillas plegables ante la puerta abierta de una de ellas, escuchando una radio portátil con el sonido muy bajo. Se saludaron mutuamente.
—¿No van a ir a la reunión? —preguntó Edward.
El hombre negó con la cabeza.
—Esta noche no —dijo—. Todo está demasiado pacífico.
—De todos modos lo oirán desde aquí —advirtió Minelli.
El hombre y la mujer sonrieron y les despidieron con la mano mientras se alejaban.
—Ya nos lo contarán si hay algo interesante.
—Indiferencia —comentó Minelli a Edward mientras pasaban por delante del edificio de administración y el almacén de Curry Village.
El valle estaba envuelto en frías sombras. Nubes extraviadas oscurecían las cimas del Semidomo y los Arcos Reales. Edward se subió la cremallera de su chaqueta de ante. El anfiteatro —con los bancos dispuestos en curvas ante un escenario elevado de madera— estaba lleno de gente de todas las edades, mientras los técnicos trabajaban en el sistema de sonido. Los altavoces zumbaban y crepitaban; los ecos de la multitud y los ruidos electrónicos regresaban a distintos intervalos desde varias direcciones. Hallaron un banco a medio camino del escenario y se sentaron, observando a los demás, siendo observados a su vez. Un hombre zarrapastroso de canosa barba, de unos sesenta y cinco años, con una chaqueta caqui, les ofreció latas sin abrir de una caja medio vacía de Coors, y aceptaron, tirando de la anilla y dando ligeros sorbos mientras la concurrencia empezaba a ordenarse.
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