Durante más de veinte años, en sus sueños, aquél había sido el lugar de su mayor felicidad, su paz. En ningún otro lugar se había sentido nunca tan tranquilo, pensó; y sus regresos casi mensuales, en sueños, a aquel valle, aquellos monolitos, no dejaban de recordarle lo que había perdido.
Su padre, al que había perdido —y que también le había perdido a él—, y su madre, que le había ignorado. La paz y la tranquilidad de la ignorancia infantil, o quizá fuera la iluminación; no le importaba.
A las cinco y media, Edward había trasladado todo su equipo del aparcamiento de Curry Village a la cabina de lona que había reservado (innecesariamente) con tres semanas de antelación. Revisó la cabina, una plataforma elevada de madera cubierta con una remendada lona blanca, aislada en medio de los árboles cerca del talud de Punta Glaciar. La única bombilla de la cabina proporcionaba luz suficiente, aunque no fuera brillante, y las dos camas de armazón metálico con mantas del ejército estaban en buen estado y eran confortables.
Siguió la carretera más allá de las tiendas de Curry Village y por encima de un puente de piedra y luego cruzó el prado. Un mirlo de alas rojas posado en un arbusto cercano puso objeciones a su presencia. Sonrió e intentó imitar su canto de un modo amistoso, pero el ave no aceptó sus avances. No importaba; sabía que él pertenecía allí tanto como el pájaro.
Desde el centro de un prado, rodeado por montecillos de hierba, giró sobre sí mismo para examinar su nuevo mundo. El valle estaba oscuro y tranquilo; el intenso cielo azul profundo del anochecer colgaba inmóvil sobre él. Oyó los distantes ecos de gente riendo y hablando, sus voces resonando en las paredes de granito de Punta Glaciar, Roca Centinela y los Arcos Reales al otro lado del valle. En la base de los Arcos Reales pudo divisar las luces del hotel de turismo Ahwanee. A unos cuantos cientos de metros a la izquierda, varios fuegos de campaña y luces eléctricas revelaban el emplazamiento de Yosemite Village.
Él y sus padres se habían alojado la última noche de su viaje en el Ahwanee, tras pasar una semana en las cabinas de lona. Estaba dudando aún de si hacer lo mismo cuando se acercara el final.
Una sublime paz.
¿Cómo podía viajar la gente del mundo si podían pasar sus vidas en aquel tipo de belleza? ¿Si los humanos eran tan raros que casi cualquier encuentro era precioso?
Encendió su linterna e iluminó con ella su camino mientras regresaba a las cabinas de lona. Sobre un peñasco de granito plano en la parte baja de la ladera que conducía a su cabina depositó el hornillo Coleman y un pote de agua y se preparó una cena rápida a base de sopa, a la que echó una cebolla y una salchicha junto con los fideos.
Se dirigió en la oscuridad a las duchas, vestido sólo con una bata de tela de toalla blanca que le llegaba hasta las rodillas y con los útiles de afeitar en la mano. Un arrendajo dio unos pequeños saltos a sus espaldas, buscando migas caídas.
—Ya es de noche —le dijo al pájaro—. Vete a dormir. Ya he cenado. ¿Dónde estabas? Ya no queda nada de comida. —El ave insistió, sin embargo; sabía que los humanos eran mentirosos.
Las duchas comunales —un largo edificio revestido de madera, las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha— estaban prácticamente vacías. Un empleado en el mostrador del jabón y las toallas permanecía reclinado en su taburete, y sólo se enderezó cuando Edward se le acercó.
—Escoja usted mismo —dijo el joven, entregándole con un floreo una pequeña pastilla de jabón y una toalla—. No tiene que esperar.
Edward sonrió.
—Debe ser aburrido.
—Es maravilloso —dijo el empleado.
—¿Hay mucha gente por aquí?
—¿En todo el valle? Quizá dos, trescientas personas. En Camp Curry, no más de treinta. Perfectamente pacífico.
Edward se duchó en una cabina limpia, virtualmente no usada, luego se afeitó con una maquinilla desechable ante un espejo lo bastante largo como para acomodar ante él a quince o veinte hombres. Otro hombre entró en las duchas, sonriendo alegremente. Edward le hizo un saludo cordial con la cabeza, con la sensación de pertenecer a una nobleza privilegiada, guardó sus cosas de afeitar y regresó a su cabina de lona.
A las ocho ya estaba cansado de leer los libros que había comprado en la librería del centro comercial. Apagó la luz y hundió la cabeza en la almohada, y permaneció tendido sin dormir durante una hora, pensando, escuchando.
En algún lugar en el valle, un grupo de niños cantaba canciones folklóricas, y sus jóvenes voces se alzaban muy altas en la estrellada oscuridad. Sonaban como alegres fantasmas.
Estoy en casa.
Reuben cumplió los diecinueve años el 15 de marzo en Alexan-dria, Virginia. Lo celebró comprándose un donut y un cartón de leche en una pequeña pastelería, y luego se detuvo en la calle, atrayendo miradas suspicaces. Se había comprado un nuevo abrigo y un sombrero de fieltro de ala ancha, pero los jóvenes negros, altos y musculosos, ociosamente de pie en medio de la calle, aunque fueran vestidos de una manera no llamativamente inconformista, no eran una atracción que gustara en el distrito turístico. No le importaba. Sabía lo que estaba haciendo.
Con un floreo, arrojó el cartón de leche vacío y el estuche de papel encerado del donut a una papelera pública, se secó delicadamente los labios con el nudillo de su dedo índice, y abrió con la llave la puerta de un deslucido Chrysler LeBaron plateado de 1985. Había comprado el coche en Richmond, pagando en efectivo, y en sólo tres días había recorrido seiscientos kilómetros con él. Era el primer coche que nunca hubiera comprado, y no le preocupaba si era suyo o no. Por el momento tenía su uso exclusivo, y eso era lo que contaba.
El resto de la cartera llena de dinero —aproximadamente diez mil dólares— estaba metido en el portamaletas, debajo de la rueda de repuesto.
—De acuerdo —dijo, escuchando el suave ruido del motor al ralentí—. ¿Dónde ahora?
Frunció unos instantes los ojos. Ahora las órdenes llegaban normalmente a través de gente, y no de la indefinida no voz de aquello a lo que la red llamaba el Jefe. Reuben había llegado incluso a reconocer las «firmas» de algunas personalidades humanas con las que se había comunicado, pero esta vez no le resultaron familiares.
—Cleveland, de acuerdo —dijo. Sacó varios mapas de la guantera y utilizó un rotulador amarillo para marcar su recorrido a lo largo de las carreteras. Había pasado los últimos días robando centenares de libros y discos ópticos en las bibliotecas de Washington y Richmond, y comprando otros centenares en las librerías. Había entregado todo aquello a tres hombres de mediana edad en Richmond, y no tenía una idea muy clara de lo que iban a hacer con ellos; no lo había preguntado. Evidentemente, el Jefe estaba interesado en la literatura.
Con un cierto alivio —no le gustaba robar, aunque fuera para una buena causa—, enfiló carretera adelante.
La primavera estaba llegando rápido. Las colinas que rodeaban el peaje de la autopista de Pensilvania tenían ya un color verde intenso, y los árboles estaban llenos de hojas nuevas que no tendrían tiempo de mudar. No iba a haber verano ni otoño.
Reuben agitó la cabeza, pensando en aquello, con las manos en el volante. Cuando estaba en la carretera, la red raras veces hablaba con él, y eso le daba mucho tiempo —quizá demasiado tiempo— para pensar en cosas.
Llenó el depósito del LeBaron en New Stanton y aparcó frente a una cafetería. Tras una comida rápida de hamburguesa y ensalada, pagó la cuenta y miró un expositor de postales, eligiendo una que mostraba un enorme establo blanco cubierto con los símbolos característicos del dialecto alemán de Pensilvania. Compró unos sellos en una máquina expendedora y escribió en el dorso de la postal:
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