Greg Bear - La fragua de Dios

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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Papá:

Sigo trabajando de firme aquí y en otras partes. Pienso mucho en ti. Cuídate.

Reuben

y la echó en el buzón delante de la cafetería.

Llegó a Cleveland a las ocho. Caía una suave lluvia cuando se registró en un hotel cerca de la terminal de autobuses. Aparcó el LeBaron en un aparcamiento público, incómodamente consciente de que no iba a conducirlo hasta su destino final. Alguien lo tomaría y se lo llevaría de allí.

No estaba a más de unos tres kilómetros del lago Erie, y era allí —o al menos eso le había dicho la red— donde debería estar a primera hora de la mañana.

Reuben se contempló a sí mismo en el picado espejo del cuarto de baño. Vio a un chico grande con una barba rala y unos rasgos fuertes y regulares. Saludó al chico grande —y a la red— y se fue a la cama, pero no durmió mucho.

Estaba asustado. Mañana iba a conocer a otra gente de la red…, alguna de la gente detrás de las voces. Eso no le preocupaba. Pero…

Algo le aguardaba en el lago.

¿Hasta dónde debía confiar en los Amos Secretos?

¿Importaba algo?

Estaba junto a la orilla del lago, en la Terminal de Excursiones de los Hermanos Toland, a las seis de la mañana, recién afeitado y duchado, y vestido con el nuevo traje que se había comprado en Richmond para aquella ocasión.

56

Trevor Hicks bajó del coche de alquiler bajo un gran caballete de hierro y se protegió los ojos contra el sol. Vio a Arthur Gordon cruzar la calle. Gordon le saludó con la mano. Hicks, cansado de conducir y aún nervioso, hizo un débil gesto de reconocimiento. Nunca se había acostumbrado a conducir en los Estados Unidos. Incapaz de encontrar una ruta rápida por las calles, había tomado la autopista para llegar a los muelles de Seattle, luego había conducido en círculos debajo del puente durante diez minutos, estando a punto de chocar dos veces con otros coches en las estrechas callejuelas. Finalmente había conseguido aparcar justo debajo de los largos escalones de cemento del Pike Pace Market. Al otro lado de la calle, almacenes convertidos en restaurantes y tiendas rivalizaban con los nuevos edificios en sus vistas sobre la bahía. Las gaviotas trazaban círculos y chillaban en torno a una hamburguesa medio comida en mitad de la calle, alzándose sobre sus alas extendidas para eludir los coches que pasaban.

Gordon se acercó, y se estrecharon torpemente la mano. Pese a haberse comunicado recientemente por la red, no se habían visto el uno al otro desde su primer encuentro en el Furnace Creek Inn.

—Mi esposa y mi hijo están en el acuario —dijo Gordon, señalando calle abajo—. Eso los mantendrá ocupados durante un par de horas.

—¿Lo saben ellos? —preguntó Hicks.

—Se lo dije —respondió Arthur—. Vamos a permanecer juntos, vayamos donde vayamos. Tenemos que ir a San Francisco la semana próxima.

Hicks asintió.

—Yo me quedo aquí. He oído que va a haber actividad pronto. —Hizo una mueca—. Si puede llamarse «actividad» a algo.

—¿Alguna idea de qué tipo de actividad? —preguntó Arthur.

Hicks agitó la cabeza.

—Algo importante. En San Francisco también.

—Esa es la impresión que tuve.

—Lamento lo de su amigo —dijo Hicks.

Arthur le miró, desconcertado.

—¿Lamenta qué?

—Lo del señor Feinman. Estaba en la prensa ayer por la mañana.

Arthur no había pensado mucho en Harry desde que habían abandonado Oregón.

—No he leído los periódicos. ¿Él…?

—El lunes —dijo Hicks.

—Cristo. Yo… Probablemente Ithaca llamó, y nosotros nos habíamos ido. —Alzó la cabeza—. También le conté lo de la red.

—¿Le creyó?

—Supongo que sí.

—Entonces quizá eso ayudó… No, supongo que es una estupidez.

Arthur permaneció de pie con las manos en los bolsillos, estremecido pese a los meses de preparación. Se sentía vagamente culpable por no haber pensado en Harry; había llamado varias veces antes de abandonar Oregón, y no había conseguido hablar con su amigo. Inspiró profundamente e indicó que tal vez fuera mejor que subieran las escaleras al mercado.

—Deseaba que él supiera que no todo estaba perdido. Espero que ayudara. Es tan difícil tomar decisiones sobre nada.

Cruzaron en silencio por los pasillos casi vacíos, deteniéndose en una pastelería para comprar café y unos bollos y sentándose en una mesa de hierro colado blanca colocada entre las tiendas.

—¿Cómo le han mantenido atareado? —preguntó Arthur.

—He estado visitando bibliotecas, universidades. Localizando a gente… Al parecer así es como resulto más útil. Ayudo a encontrar a gente que la red está buscando: científicos, candidatos.

—Yo todavía no he estado haciendo mucho de nada —dijo Arthur—. ¿Sabe usted… quiénes son los candidatos?

—Realmente no. Hay tantos nombres como lugares. No creo que ninguno de nosotros haga la elección final.

—Terrible, ¿no? —dijo Arthur.

—En cierto sentido.

—¿Ha oído algo sobre los aparecidos? En la red, quiero decir.

—Nada —dijo Hicks.

—¿Cree usted que los hemos frenado algo, que hemos hecho algún bien volándolos?

Hicks sonrió hoscamente.

—No. Hemos sido tan efectivos como Crockerman.

—Pero él no…, al menos, supongo que no tuvo nada que ver con la acción en el Valle de la Muerte.

—Eso es cierto —dijo Hicks—. Él no hizo nada. Para eso están los exaltados. En realidad han elevado un poco nuestra moral…, pero nadie cree que hayan arreglado nada. Los proyectiles siguen girando.

—Entonces, ¿para qué sirven los aparecidos? —preguntó Arthur.

—Usted lo dijo una vez. Eran una distracción, algo para mantenernos ocupados. Concentramos casi toda nuestra atención en ellos.

Arthur parpadeó.

—No creo que fueran simples señuelos.

Hicks agitó la cabeza.

—Yo tampoco.

Arthur apartó a un lado su bollo, desaparecido todo su apetito.

—¿Los dejaron caer ahí para engañarnos, para probarnos, como si fuéramos ratones de laboratorio?

—Ahora yo diría más bien que sí, ¿no cree?

Arthur agitó la cabeza.

—Esto arde.

—Insulto antes del daño —dijo Hicks.

—¿Ha hablado de eso con otros en la red?

—No. Hasta ahora hemos estado demasiado ocupados con otras cosas. Pero la red no ha recibido ninguna instrucción del Jefe relativa a los aparecidos. No hemos recibido instrucciones de reclutar al presidente. ¿Sabe usted que Lehrman es un Poseído?

Arthur asintió.

—El Jefe ha eliminado todo nuestro esfuerzo militar y gubernamental. Eso es evidente. —Hicks se puso en pie y recogió la taza de plástico y el envoltorio de papel encerado del bollo—. Así que me quedo aquí, para ayudar con cualquier esfuerzo que se haga en Seattle. Y usted se va al sur.

Arthur permaneció sentado, absorto. Hubiera debido reunir todos los hechos. Estaba decepcionado consigo mismo al descubrir que aún había albergado algunas ilusiones.

—Lamento haber sido yo quien le ha dicho lo del señor Feinman —dijo Hicks.

Arthur asintió.

—Esta noche voy a reunirme con un grupo que permanece en Queen Anne Hill —dijo Hicks—. Haremos un reconocimiento desde allí. —Tendió una mano—. Buena suerte a usted y su familia.

Arthur se puso en pie y se la estrechó con firmeza.

—Adiós —dijo.

Se miraron el uno al otro, sin expresar en voz alta la única pregunta que resultaba demasiado obvio formular. ¿Es él uno de los elegidos? ¿Lo soy yo?

Hicks regresó a su coche. Unos momentos más tarde, después de examinar los puestos de pescado fresco y verduras del mercado y comprar una libra de salmón ahumado y varias bolsas de fruta, Arthur bajó las escaleras y cruzó el aparcamiento y la calle para reunirse con Francine y Marty en el acuario.

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