Greg Bear - La fragua de Dios

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La fragua de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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62

27 de marzo

Durante sus últimas horas, Trevor Hicks permaneció sentado delante de su ordenador, examinando y organizando registros genéticos enviados desde fuentes mormonas en Salt Lake City. Residía en casa de un contratista aeroespacial llamado Jenkins, trabajando en una amplia sala de estar con ventanas sin cortinas que dominaba Seattle y la bahía. El trabajo no era excitante pero era útil, y se sentía en paz, ocurriera lo que ocurriese. Pese a su reputación de ecuanimidad, Trevor Hicks nunca había sido una persona particularmente pacífica y dueña de sí misma. Los buenos modales y las apariencias, según la más pura tradición inglesa, enmascaraban su auténtico yo, que siempre había visualizado como congelado —con una memoria extra y logros periféricos— en algún lugar en torno a sus veintidós años, entusiasta, impresionable, impulsivo.

Apartó su silla de la mesa y saludó a la señora Jenkins —Abigail— cuando entró por la puerta delantera con dos bolsas de plástico llenas de comida. Abigail no estaba poseída. Todo lo que sabía era que su esposo y Trevor estaban trabajando en algo importante y secreto. Habían estado trabajando sin interrupción durante todo el día y toda la noche, durmiendo muy poco, y les traía provisiones para mantenerlos razonablemente cómodos y bien alimentados.

No era una mala cocinera.

Cenaron a las siete: bistecs, ensalada, y una espléndida botella de chianti. A las siete y media, Jenkins y Hicks volvieron al trabajo.

Sentirse en paz, pensó Hicks, le preocupaba un poco… No confiaba en aquellas llanas y lisas emociones. Prefería un poco de turbulencias subterráneas; le mantenían despierto.

La alarma sonó en el cerebro de Trevor Hicks como una lanza de acero al rojo. Miró su reloj —las pilas se habían agotado sin que él se diera cuenta, pero era tarde— y dejó caer el disco que había estado examinando. Echó la silla hacia atrás y se situó de pie delante de la ventana de la sala de estar. A sus espaldas, Jenkins alzó la vista de un montón de formularios de petición de suministros médicos, sorprendido por el comportamiento de Hicks.

—¿Qué ocurre?

—¿No lo sientes? —preguntó Hicks, tirando del cordón para abrir las cortinas.

—¿Sentir qué?

—Algo va mal. Estoy oyendo algo de… —Intentó situar la fuente de la alarma, pero ya no estaba en la red—. Creo que era Shanghai.

Jenkins se puso en pie del sillón y llamó a su esposa.

—¿Está empezando? —preguntó a Hicks.

—Oh, Señor, no lo sé —exclamó Hicks, sintiendo otra lanzada. La red estaba siendo dañada , algunos eslabones estaban siendo rotos…, eso era todo lo que podía decir.

La ventana ofrecía una espléndida vista nocturna de la miríada de luces del centro de Seattle desde Queen Anne Hill. El cielo estaba cubierto, pero no había habido predicciones de tormentas. Sin embargo… La capa de nubes estaba iluminada por brillantes destellos desde arriba. Uno, dos…, una larga pausa, y en el momento en que la señora Jenkins entraba en la sala de estar, una tercera pulsación lechosa de luz.

La señora Jenkins miró a Hicks con cierta alarma.

—Sólo son relámpagos, ¿verdad, Jenks? —preguntó a su esposo.

—No son relámpagos —dijo Hicks. La red estaba enviando ahora impulsos contradictorios de información. Si había algún Jefe en línea, Hicks no podía captar su voz en medio de la barahúnda.

Luego, de una forma clara y apremiante, los mensajes llegaron simultáneamente a Hicks y Jenkins.

Su emplazamiento y la nave en las profundidades están siendo atacados.

—¿Atacados? —exclamó Jenkins en voz alta—. ¿Están empezando ahora?

—El puerto de Shanghai era uno de los emplazamientos del arca —dijo Hicks, con la voz llena de asombro—. Ha sido desconectado de la red. Nadie puede alcanzar Shanghai.

—¿Qué… qué…? —Jenkins no estaba acostumbrado a pensar en aquellas cosas, fuera cual fuese su valor dentro de la red como organizador y enlace local.

—Creo que…

Sus propios pensamientos internos, no los del Jefe, dijeron antes de que pudieran brotar las palabras: Están defendiéndonos, pero no pueden impedir que algo atraviese sus defensas. Nunca nos dijeron esto antes, pero deben haber situado naves o plataformas o algo en órbita para vigilar la Tierra…

—… estamos siendo bombardeados…

La luz penetró por entre las nubes y se expandió.

después de todo esto es una guerra pero no hemos pensado en ella de esta forma no hemos sospechado que podían hacernos esto

Jenks…

Jenkins abrazó a su esposa. Hicks vio el destello rojo y blanco, el repentino alzarse de un muro de agua y rocas, y el impacto de una oscurecedora onda de choque contra las luces de la ciudad y las casas de la colina. La ventana estalló y Hicks cerró los ojos, experimentó un breve instante de dolor y ceguera…

En el último tramo del maratoniano viaje a San Francisco, descendiendo a toda velocidad por una casi desierta 101, muy por encima de la velocidad límite, Arthur sintió un agudo dolor en la nuca. Aferró fuertemente el volante y detuvo el coche a un lado de la carretera, el cuerpo rígido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Francine.

Se volvió en redondo, apoyó los brazos en el respaldo del asiento, y miró por la ventanilla trasera de la camioneta. Un resplandor infernal, azul y púrpura, se extendía hacia el norte, por encima y más allá de Santa Rosa y el país del vino.

—¿Qué ocurre? —repitió Francine.

Se volvió de nuevo para volver a mirar hacia delante, y se inclinó sobre el volante para escrutar el cielo sobre San Francisco y el Área de la Bahía.

—¡Más asteroides, papá! —exclamó Marty—. ¡Más explosiones!

Éstas eran mucho más cercanas y mucho más brillantes, sin embargo, tan intensas como un soplete, y dejó puntos rojos en su vista. El Área de la Bahía estaba todavía a más de treinta kilómetros de distancia, y esos destellos brillaban muy altos en el cielo nocturno. Algún tipo de acción, otra batalla, estaba produciéndose quizás a no más de ciento cincuenta kilómetros encima de San Francisco.

Francine empezó a salir del vehículo, pero él la retuvo. Ella lo miró, el rostro crispado por el miedo y la furia, pero no dijo nada.

Cuatro destellos más, y luego regresó la noche.

Arthur se sintió casi sorprendido al descubrir que estaba llorando. Su furia era algo aterrador.

—Esos bastardos —dijo, puñeando el volante—. Esos malditos sanguinarios jodidos bastardos.

—Papá —lloriqueó Marty.

—Cállate, maldita sea —chilló Arthur, y luego sujetó el brazo de su esposa con su mano izquierda y tendió la derecha hacia Marty en el asiento de atrás. Los sacudió firmemente, repitiendo una y otra vez—: Nunca olvidéis esto. Si sobrevivimos, nunca, nunca, olvidéis esto.

—¿Qué ha ocurrido, Art? —preguntó Francine, intentando mantener la calma. Marty estaba llorando ahora, y Arthur cerró los ojos con dolor y pesar, volviendo la furia contra sí mismo porque había perdido el control. Escuchó unas cuantas de las voces de la red, intentando unir entre sí todas las piezas.

—Seattle ha desaparecido —dijo. Trevor Hicks, todos los demás.

—¿Dónde está Gauge, papá? —preguntó Marty entre lágrimas—. ¿Está vivo Gauge?

—Creo que sí —dijo Arthur, estremeciéndose violentamente. La enormidad—. Están intentando destruir nuestras naves de escape, las arcas. Quieren asegurarse de que no queda ningún humano.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Francine.

—Recuerda —repitió—. Simplemente recuerda esto, si lo conseguimos.

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