—Ninguno de nosotros tiene la menor fe en Ormandy —dijo Schwartz.
Crockerman se sintió claramente irritado ante aquello, pero mantuvo la calma.
—Ormandy no espera el respaldo de los científicos. Él, y yo, creemos que los asuntos han ido más allá del control de nuestros médicos brujos particulares. No quiero mostrar ninguna falta de respeto hacia su trabajo y sus habilidades. Tanto él como yo comprendemos que hay un trabajo que hacer aquí, y que nosotros somos los únicos capaces de hacerlo.
—¿Cuál será exactamente su trabajo, señor presidente? —preguntó Arthur.
—No un trabajo fácil, se lo aseguro. Nuestro país no cree en renunciar sin luchar. Lo reconozco. Pero no podemos luchar contra eso. Como tampoco podemos avanzar hacia nuestro destino ignorantes de lo que ocurre. Tenemos que enfrentarnos valerosamente a la música. Ése es mi trabajo…, ayudar a mi país a enfrentarse valientemente al final.
El rostro de Crockerman estaba pálido y sus manos, aún aferradas al borde del escritorio, temblaban ligeramente. Parecía al borde de las lágrimas.
No se dijo nada durante varios largos segundos. Arthur tenía la impresión de que el shock, como una manta, le iba envolviendo lentamente. El microcosmos de lo que sentirá el país. El mundo. No es un mensaje que deseemos oír.
—Hay otras alternativas, señor presidente. Podemos emprender alguna acción contra los aparecidos, tanto en Australia como en el Valle de la Muerte —dijo Harry.
—Están aislados —señaló Schwartz—. Las repercusiones políticas… serán casi nulas. Aunque fracasemos.
—No podemos limitarnos simplemente a no hacer nada —indicó Arthur.
—Ciertamente, no podemos hacer nada efectivo —admitió Crockerman—. Creo que sería cruel levantar falsas esperanzas.
—Más cruel será barrer todas las esperanzas, señor presidente —dijo Schwartz—. ¿Piensa cerrar los bancos y los mercados de valores?
—Es algo que ha sido considerado seriamente.
—¿Para qué? ¿Para preservar la economía? ¿Con el fin del mundo a la vista?
—Para conservar la calma, para mantener la dignidad. Para hacer que la gente siga en sus trabajos y en sus hogares.
Ahora el rostro de Hicks estaba enrojecido.
—Esto es una locura, señor presidente —dijo—. No soy ciudadano de los Estados Unidos, pero no puedo imaginar a un hombre en su cargo…, con su poder y su responsabilidad… —Agitó desesperanzado las manos y se puso en pie—. Puedo asegurarle que los británicos no reaccionarán tan blandamente.
Todos atacándole, pensó Arthur. Y todavía no consigo ver el rostro de Francine.
Crockerman tomó una carpeta marcada DIRNSA. Extrajo un grupo de fotografías envueltas en mylar y las esparció sobre la mesa.
—No creo que hayan visto lo último que nos ha llegado —dijo—. Nuestra gente de Seguridad ha estado muy atareada. La Oficina de Reconocimiento Nacional ha comparado las fotografías de los satélites terrestres de los últimos dieciocho meses de casi todas las zonas del globo. Creo que fue usted quien inició esa búsqueda, Arthur.
—Sí, señor.
—Han localizado una anomalía en la República Popular de Mongolia. Algo que no estaba allí hace un año. Parece como un enorme peñasco. —Empujó suavemente las fotografías a Schwartz, que las examinó y las pasó a Arthur. Arthur comparó tres fotofrafías, hermosas abstracciones realzadas por ordenador en gris azulado, marrón, rojo y marfil. Un círculo blanco de aproximadamente dos centímetros y medio rodeaba un punto negro con forma de guisante en una de las fotografías. En las dos anteriores, por lo demás prácticamente idénticas, el punto negro estaba ausente.
—Esto forma una tríada —dijo Crockerman—. Todas en zonas remotas.
—¿Han hablado los alienígenas con los mongoles, los rusos? —preguntó Arthur. La República Popular de Mongolia, pese a una ficción de autonomía, estaba controlada por los rusos.
—Nadie lo sabe todavía —dijo el presidente—. Si hay tres, es muy fácil que haya más.
—¿Qué tipo de… mecanismo supone usted que están usando? —preguntó Harry—. Usted y el señor Ormandy.
—No tenemos la menor idea. No podemos adivinar los propósitos de los agentes de un poder supremo. ¿Y usted?
—Estoy dispuesto a intentarlo —dijo Harry.
—¿Disolverá el equipo operativo? —preguntó Arthur.
—No. Me gustaría que siguieran ustedes estudiando, siguieran haciendo preguntas. Todavía soy capaz de admitir que podemos estar equivocados. Ni el señor Ormandy ni yo somos fanáticos. Debemos hablar con los rusos, y los australianos, y promover la cooperación.
—¿Podemos pedirle que posponga su comunicado, señor presidente? —preguntó Schwartz—. ¿Hasta que estemos más seguros de nuestra posición?
—Han tenido ya ustedes casi dos meses. No sé el día exacto en que será hecho público el comunicado, Irwin. Pero una vez tenga claro cuándo debo hablar, no voy a posponerlo. Debo seguir adelante con mis convicciones. En definitiva, para eso ocupo mi cargo.
Los cuatro hombres se detuvieron en el pasillo exterior, una vez finalizada la media hora, con copias del informe de Seguridad Nacional en sus manos.
—Estupendo lo que hemos conseguido ahí dentro —dijo Harry.
—Lo siento, caballeros —murmuró Schwartz.
—Va a resultar muy efectivo en televisión —señaló Hicks—. A mí casi me convenció.
—¿Saben qué es lo peor de todo esto? —dijo Arthur mientras salían por la puerta de atrás, seguidos por Schwartz, hacia sus coches—. Que no está loco.
—Ninguno de nosotros lo estamos —dijo lúgubremente Schwartz.
Una hora después de que abandonaran la Casa Blanca, Hicks, Arthur y Feinman comieron en Yugo's, un restaurante especializado en carnes que se había puesto de moda pese a hallarse en uno de los barrios menos decorativos de Washington. Comieron en silencio. Hicks terminó su plato, mientras Arthur y Harry apenas probaban los suyos. Harry había pedido una ensalada, un marchito error recubierto con queso azul.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido —dijo Arthur. Harry se encogió de hombros.
—¿Y a continuación qué? —preguntó Hicks—. ¿Seguirán adelante con sus científicos?
—Todavía no hemos sido echados —dijo Harry.
—No, sólo han sido ignorados por su jefe ejecutivo —comentó secamente Hicks.
—Usted siempre ha sido el hombre que sobraba aquí, ¿no? —dijo Harry—. Ahora sabe cómo nos sentimos. Pero al menos tenemos un nicho definido que llenar.
—Un papel que representar en la gran comedia —dijo Hicks.
Harry empezó a tensarse, pero Arthur apoyó una mano sobre su brazo.
—Tiene razón.
Harry asintió, reluctante.
—Así que empieza la fase dos —dijo Arthur—. Me gustaría que se uniera usted a nosotros en un esfuerzo mayor. —Miró fijamente a Hicks.
—¿Fuera de la Casa Blanca?
—Sí.
—Tienen ustedes algún plan.
—Mi plan me lleva de vuelta a Los Ángeles, y a ningún otro sitio —dijo Harry.
—Harry debe acudir a su consulta —dijo Arthur—. Las mentes de los presidentes pueden cambiar el número de veces que sean necesarias. Si el enfoque directo no funciona… —Pasó los dedos por encima del sobre de formica de la mesa, con un dibujo que imitaba el granito—. Entonces trabajaremos al nivel de las raíces de la hierba.
—El presidente es un ganador seguro, como ustedes dicen muy bien —recordó Hicks.
—Hay formas de extirpar presidentes. Creo que, una vez haya hecho su declaración…
Harry suspiró.
—¿Te das cuenta del tiempo que tomaría un impeachment y un juicio?
—Una vez haya hecho su declaración —prosiguió Arthur—, todos los que nos hallamos alrededor de esta mesa vamos a vernos en gran demanda en el circuito de los media. Trevor, su libro se va a convertir en la cosa más caliente publicada en los últimos años… Y todos vamos a tener que participar en programas de televisión, entrevistas en los noticiarios, por todo el mundo. Podemos hacer todo lo que podamos…
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