—¿Sabe lo que va a ocurrir si el presidente lo hace público? Incluso nosotros empezaremos a pensar como crédulos idiotas.
—¿Ha pensado usted alguna vez en lo que puede estar ocurriendo? —insistió Rotterjack—. Si ellos «fabricaron» el Huésped, ¿no pueden hacer también robots que parezcan humanos, lo suficientemente humanos como para ser tomados como tales?
—Estoy más asustado de lo que puede hacernos esta idea que del hecho de que pueda llegar a ser cierta —dijo Arthur.
—Oh, bien, de acuerdo —dijo Rotterjack—. Tómela por lo que vale. Alguien ahí fuera está pensando en ello.
—Nos haría pedazos —murmuró Schwartz—. Sólo me pregunto qué es lo que quieren . Cristo, no sé lo que estoy diciendo.
—Quizá lo mejor sería que lo hiciéramos todo público —dijo Arthur—. No hemos conseguido nada manteniéndolo en secreto.
—No de la forma en que él lo ha hecho —dijo Rotterjack—. ¿Qué piensa hacer si McClennan fracasa… de nuevo? —preguntó a Schwartz.
—Después de las elecciones puedo dimitir —dijo Schwartz con un tono llano, neutro—. De todos modos, puede que él desee formar un Gabinete de guerra.
—¿Lo haría? ¿Dimitiría usted?
Schwartz contempló con aire ausente la moqueta azul. Arthur siguió su mirada, pensó en la miríada de privilegios que sugería aquel lujoso color, tan difícil de mantener limpio. Una miríada de atractivos capaces de mantener a hombres como Schwartz y Rotterjack en sus puestos.
—No —dijo Schwartz—. Soy demasiado malditamente leal. Si me hace esto…, si nos hace esto a todos, le odiaré malditamente. Pero él seguirá siendo el presidente.
—Hay un buen número de congresistas y senadores que lucharán por cambiar eso, si lo hace público —dijo Rotterjack.
—No lo sé.
—Ellos serán los auténticos patriotas, ¿sabe?, no usted y yo.
El rostro de Schwartz se llenó con un dolorido resentimiento y un franco reconocimiento. Asintió a medias, agitó a medias la cabeza y se puso en pie del escritorio.
—De acuerdo, David. Pero de alguna forma tenemos que mantener la Casa Blanca unida. ¿Qué otra cosa hay? ¿Quién ocupará su lugar? ¿El vicepresidente?
Rotterjack rió con ironía.
—De acuerdo —dijo Schwartz—. Arthur, si consigo una entrevista…, si consigo colársela al presidente aunque sea a la fuerza, ¿puede hacer que venga Feinman, y pueden usted, Hicks y Feinman hacer todo lo posible para… ya sabe? ¿Conseguir lo que nosotros no podemos?
—Si puede ser dentro de uno o dos días como máximo, y si no hay retrasos.
—¿Feinman está tan enfermo como eso? —preguntó Rotterjack.
—Se halla bajo tratamiento. Es difícil.
—¿Por qué no pudo buscar usted…? Oh, no importa —dijo Rotterjack.
— Feinman es el mejor —respondió Arthur a la medio formulada pregunta.
Rotterjack asintió sombríamente.
—Lo intentaremos —dijo Arthur.
Arthur caminó por entre las multitudes vespertinas del Dulles, las manos en los bolsillos, sabiendo que el traje le colgaba por todos lados. Sabía también que su aspecto era el de un espantapájaros. Había perdido casi cinco kilos en las últimas dos semanas, y eso era algo que no podía permitirse, pero simplemente no tenía hambre.
Contempló la pantalla de llegadas y salidas de las American Airlines, vio que tenía media hora hasta que aterrizara el avión de Harry. Podía elegir entre intentar engullir un bocadillo o llamar a Francine y Marty.
Arthur seguía intentando recordar el rostro de su esposa. Podía dibujar su nariz, sus ojos, sus labios, su frente, la forma de sus manos, sus pechos, sus genitales, el liso y cálido estómago blanco y los pechos del color de la bruma a última hora de la mañana, la textura de su espeso pelo negro. Podía recordar su olor, cálido e intenso y como el pan, y el sonido de su voz. Pero no su rostro.
Eso la hacía aparecer como algo tan alejado, y a él como algo tan aislado. Tenía la impresión de haber pasado eones en oficinas y reuniones. No había ninguna realidad en una oficina, no había ninguna realidad entre un grupo de hombres hablando acerca del destino de la Tierra. Ciertamente, no había ninguna realidad rodeando al presidente.
La realidad estaba en volver junto al río, volver al dormitorio y la cocina de su casa, pero muy especialmente bajo los árboles, con el suave susurro del viento y la murmurante música del agua. Allí estaría siempre en contacto con ellos, podría verse aislado y sin embargo no a solas, fuera de la vista de su esposa e hijo y sin embargo capaz de volver en cualquier momento a ellos. Si debía llegar la muerte, ¿podía Arthur permanecer alejado de ellos, realizando siempre sus tareas de forma separada…?
El aeropuerto, como siempre, estaba atestado. Un enorme grupo de japoneses pasó apiñado junto a él. Sentía una atracción especial hacia los japoneses, más que hacia los extranjeros de su propia raza. Los japoneses estaban tan intensamente interesados y deseosos de relacionarse persona a persona. Rodeó el apiñado grupo, pasó junto a una familia alemana, marido y mujer y dos niñas intentando descifrar sus tarjetas de embarque.
No pudo recordar el rostro de Harry.
La cabina telefónica abierta, con su ineficiente medio huevo de plástico, aceptó su tarjeta de crédito y le dio las gracias con una cálida voz femenina de mediana edad, de aspecto docente y sin embargo menos rígida, impersonalmente interesada. Sintética.
El teléfono sonó seis veces antes de que recordara: Francine le había dicho la noche antes que Marty tenía hora con el dentista por la mañana.
Colgó y cruzó el vestíbulo central en dirección a un snack, donde encargó un bocadillo de pastrami de pavo y una coca cola. Veinticinco minutos. Sentado en un taburete alto junto a una mesa diminuta, se obligó a comer todo el bocadillo.
Pan. Mahonesa. Sabor de pavo bajo el sabor dominante del pastrami. Sólido pero no convincente. Hizo una mueca y se metió el último trozo de pan, ya sin carne, en la boca.
Por un momento, y no más, se sintió deslizar en una zanja espiritual, un pequeño y tranquilo albañal de desesperación. Simplemente abandonar, dejarlo correr todo, abrir los brazos a la oscuridad, arrojar toda la responsabilidad al país, a la esposa e hijo, a sí mismo. Terminar el juego…, eso era todo, ¿no? Retirar su pieza del tablero, observar cómo el tablero quedaba limpio, empezar un nuevo juego. Descansar. Sorprendentemente, saliendo de aquel albañal, tomó fuerzas y valor del pensamiento de que, si realmente iban a ser barridos del tablero, entonces podría descansar, y por fin habría un final a todo. Curioso como funciona la mente.
A las dos y cuarto se detuvo ante la puerta, a un lado de la multitud de amigos y familiares que aguardaban. Las dobles puertas se abrieron y dejaron salir a hombres de negocios y mujeres con bien cortados trajes grises y marrones y aquel extraño tono de azul iridiscente que estaba tan de moda, ojos de pavo real lo llamaba Francine; tres niños pequeños cogidos de la mano y seguidos por una mujer con una falda negra hasta la rodilla y una austera blusa blanca, y luego Harry, sujetando una valija de piel y con un aspecto más delgado, viejo, cansado que nunca.
—Bien —dijo Harry después de abrazarse y estrecharse las manos—. Me tienes a tu disposición durante cuarenta y ocho horas como máximo, y luego el médico me quiere de vuelta para seguir clavándome más agujas. Jesús. Tienes tan mal aspecto como yo.
En el pequeño coche del gobierno, serpenteando por el laberinto del aparcamiento de desnudo cemento, Arthur explicó las circunstancias de su reunión con el presidente.
—Schwartz ha conseguido media hora en la agenda de Crockerman. Las cosas van a ser muy tensas. Se supone que esta tarde ha de estar en New Hampshire para un último acto de la campaña. Hicks, tú y yo estaremos en la Oficina Oval con él, sin que nadie nos moleste, durante esa media hora. Haremos todo lo que podamos para convencerle de que está equivocado.
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