—¿Y si no lo conseguimos? —preguntó Harry. ¿Tenían sus ojos un color más claro? Parecían menos castaños que pardos ahora, casi como si se hubieran desteñido.
Arthur sólo pudo encogerse de hombros.
—¿Cómo te sientes?
—No tan mal como aparenta mi aspecto.
—Eso es bueno —dijo Arthur, intentando relajar aquel anónimo algo en su garganta. Sonrió tensamente a Harry.
—Gracias —dijo Harry—. Tengo una excusa, al menos. ¿Hay alguien más por ahí con el aspecto de extra de una película de vampiros?
—¿Cuánto pesas ahora? —preguntó Arthur. El coche salió a una acuosa luz solar. Había amenaza de nieve.
—He vuelto a los pesos pluma. Peso lo que pesaba en la escuela secundaria. El día de la graduación.
—¿Cuál es el diagnóstico?
Harry cruzó los brazos.
—Seguimos luchando.
Arthur le miró, frunció los labios y preguntó:
—¿Eso es una peluca?
—Lo adivinaste —dijo Harry—. Pero ya basta de toda esa mierda. Háblame de Ormandy.
Las grandes dobles puertas de la Oficina Oval se abrieron, y salieron tres hombres. Schwartz les hizo una inclinación de cabeza. Arthur reconoció al presidente de la Comisión de Valores y Divisas y al secretario del Tesoro.
—Una reunión de emergencia —murmuró Schwartz después que hubieron pasado. Hicks alzó una ceja interrogativa—. Están pensando en poner en ejecución la Sección 4 de la Ley Bancaria de Emergencia y la Sección 19-A de la Ley de Valores y Divisas.
—¿Y cuáles son ésas?
—El cierre temporal de los bancos y las bolsas —dijo Schwartz—. Si el presidente pronuncia su discurso.
La secretaria del presidente, Nancy Congdon, apareció en la puerta y sonrió a los cuatro hombres.
—Sólo unos minutos, Irwin —dijo, cerrando silenciosamente.
—¿Necesita una silla? —preguntó Schwartz a Harry. Harry negó suavemente con la cabeza. Ya estaba acostumbrado a que la gente se mostrara solícita. Lo toma con algo que va más allá de la dignidad…, con aplomo.
La secretaria abrió las puertas y les invitó a entrar.
La señora Hampton había redecorado la oficina del presidente, colgando en las tres ventanas detrás del enorme y muy ornamentado escritorio del presidente unas cortinas blancas y encargando una nueva alfombra ovalada verde con el sello presidencial. La habitación parecía llena de luz, verdeante y primaveral pese al gris cielo invernal de fuera. A través de las ventanas, Arthur captó un atisbo del Jardín de Rosas medio cubierto de nieve. Hacía un año y medio desde que había pisado por última vez la Oficina Oval.
Crockerman estaba sentado detrás de su escritorio Victoriano, mirándoles por encima de un montón de documentos metidos en carpetas marrones. Algunas de las carpetas, observó Arthur, estaban etiquetadas DIRNSA: procedían de la Dirección de la Agencia Nacional de Seguridad. Otras venían de las oficinas del secretario del Tesoro y la Comisión de Valores y Divisas. No va a ser atrapado en falso. Se está preparando, y cree profundamente en lo que está haciendo. No ha dejado de actuar presidencialmente.
—Hola, Irwin, Arthur… —Crockerman se puso en pie y se inclinó por encima del escritorio para estrechar sus manos—. Trevor, Harry. —Señaló a las cuatro sillas de asiento de piel y respaldo de bejuco dispuestas delante del escritorio. Dirigiéndose a Hicks en particular, dijo—: Sarah mencionó que podía tener una entrevista con usted.
—Creo que todos estamos uniendo nuestras fuerzas, señor presidente —dijo Schwartz.
—¿Se encuentra usted lo bastante bien para esto, Harry? —preguntó Crockerman, educadamente solícito.
—Sí, señor presidente —respondió con suavidad Harry—. No me necesitan de vuelta con los ratones y los monos hasta pasado mañana.
—Le necesitamos a usted aquí, Harry —dijo ansiosamente el presidente—. No podemos permitirnos perderlo ahora.
—No es eso lo que he estado oyendo, señor presidente —respondió Harry. Crockerman evidenció un cierto desconcierto—. No ha estado usted escuchando a ninguna de las personas en quienes confío y que le rodean, y mucho menos a mí.
—Caballeros —dijo Crockerman, alzando las cejas—. Creo que éste es el momento de hablar abiertamente. Y me disculpo por haber estado inaccesible recientemente. El tiempo se ha convertido en algo precioso.
Schwartz se inclinó hacia delante en su silla, uniendo las manos. Mientras hablaba, alzó lentamente los ojos de sus pies al rostro de Crockerman.
—Señor presidente, no estamos aquí para andarnos con rodeos. Les he dicho a Harry, y a Trevor, y a Arthur, que es preciso emplear alguna poderosa persuasión para que vuelva usted a un camino racional. Han venido preparados para ello.
Crockerman asintió y apoyó ligeramente las manos sobre el borde del escritorio, como si se preparara para echarse hacia atrás en cualquier momento. Su expresión siguió siendo agradable, pero alerta.
—Señor presidente, la primera dama habló realmente conmigo —dijo Hicks.
—En cambio, no habla mucho conmigo —dijo Crockerman llanamente—. O no muy a menudo, al menos. No comparte nuestras convicciones.
—Sí —dijo Hicks—. O mejor dicho, no… Señor presidente, mis colegas… —Lanzó una mirada suplicante a Arthur.
—Suponemos que planea usted comunicarle al público lo del aparecido del Valle de la Muerte —dijo Arthur—, y lo del Huésped.
—La historia se hará pública dentro de poco, de uno u otro modo —dijo Crockerman—. Debe mantenerse en secreto hasta que hayan pasado las elecciones y la investidura, pero luego… —Alzó tres dedos de su presa en el borde del escritorio y se encogió ligeramente de hombros.
—No estamos en absoluto seguros de su énfasis, señor… —Arthur hizo una pausa—. Rendirnos no le hará ningún bien al país.
Crockerman apenas parpadeó.
—Rendirnos. Acomodación. Son feas palabras, ¿no creen? ¿Pero qué otra elección tenemos ante fuerzas sobrehumanas?
—No sabemos si son sobrehumanas, señor —dijo Harry.
—Nos llevaría miles, quizá millones de años rivalizar con su tecnología…, si de hecho podemos llamarla tecnología. Piensen en el poder de destruir todo un satélite y enviar sus fragmentos para que colisionen con otros mundos…
—No sabemos si esos acontecimientos están conectados —señaló Arthur—. Pero creo que podemos emularlos con un par de cientos de años de progreso.
—¿Y qué importan, dos siglos o dos milenios? Pueden seguir destruyendo nuestro mundo.
—Eso es algo que no sabemos —dijo Schwartz.
—Ni siquiera sabemos de quiénes hablamos cuando decimos «ellos» —apuntó Hicks.
—Ángeles, potencias, alienígenas. Sean lo que sean.
—Señor presidente —dijo Hicks—, no nos enfrentamos a la ira de Dios.
—Parece que nos enfrentamos a algo equivalente en fuerza, sea cual sea su fuente definitiva —dijo Crockerman—. ¿Puede ocurrirle algo tan catastrófico a la Tierra sin la aprobación de Dios? Nosotros somos Sus hijos. Sus castigos no son al azar, no cuando se aplican a tan enorme escala.
Hicks observó que el nombre de Dios era pronunciado por el presidente con la reverencia tradicional. ¿Era aquello obra de Ormandy?
—No tenemos ninguna prueba de que la Tierra pueda ser destruida —dijo Harry—. Lo que necesitamos…, necesitamos alguna evidencia, algo que demuestre que disponen realmente del poder que afirman poseer. No tenemos esta evidencia.
—Han revelado sus intenciones con la suficiente claridad —dijo Crockerman—. La autodestrucción de los robots australianos demuestra que ellos traían el falso testimonio. Cuando sus mentiras fueron descubiertas y se vieron enfrentados a ellas, desaparecieron. Su mensaje de esperanza era un engaño. Creo que yo ya lo sabía, lo sentía, antes de que me llegaran las noticias de Australia. Y Ormandy también lo sabía.
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