—¿Puede conseguir usted que cambie de opinión? —preguntó Hicks, menos ansiosamente de lo que hubiera podido sentirse.
—Lo dudo. Recuerde que fue él quien me llamó, no a la inversa. Es por eso por lo que digo que me siento fuera de mi elemento. No soy tan orgulloso como para no poder admitir eso.
—¿Le ha hablado usted de sus recelos?
—No. No hemos vuelto a vernos desde que yo… empecé a sentirme inseguro.
—¿Tiene usted la fijación de una interpretación teológica?
—Emocionalmente, según todo lo que me han transmitido mis padres y maestros, debo creer que Dios interviene en todos nuestros asuntos.
—¿Está diciendo usted, señor Ormandy, que cuando se produzca el empuje final, y el fin del mundo aparezca rápidamente, ya no seguirá anhelando el apocalipsis?
Ormandy no respondió nada, pero su ceño se intensificó. Alzó sus manos suplicantes, de una forma ambigua, su opinión no fijada ni hacia un lado ni hacia otro.
—¿Puede hablar usted de nuevo con el presidente, y al menos intentar conseguir que cambie de opinión? —preguntó Hicks.
—Me gustaría no haberme dejado implicar nunca en esto —murmuró Ormandy. Echó la cabeza hacia atrás y se masajeó los músculos de la nuca con ambas manos—. Pero lo intentaré.
5 de noviembre
Arthur participaba en una conferencia en Washington a última hora de la noche con una serie de astrónomos, examinando la aparición de los objetos de hielo y su posible conexión con Europa, cuando llegó la noticia de que William D. Crockerman estaba ganando las elecciones para la próxima presidencia de los Estados Unidos. Nadie se sorprendió. Beryl Cooper lo confirmó a la una de la madrugada, mientras aún seguía la conferencia.
Los astrónomos no llegaron a ninguna conclusión en su reunión. Si las masas de hielo procedían de Europa, lo cual parecía innegable dadas sus trayectorias y composición, entonces sus actuales órbitas, casi en línea recta, tenían que ser artificiales, y en consecuencia cabía suponer alguna conexión con los extraterrestres. Los hechos eran suficientemente claros: ambas masas estaban constituidas por agua casi pura, helada; la más pequeña de las dos, de apenas 180 kilómetros de diámetro, viajaba a una velocidad de unos 20 kilómetros por segundo, y golpearía Marte el 21 de diciembre de 1996; la mayor, de unos 250 kilómetros de diámetro, estaba viajando a unos 37 kilómetros por segundo y golpearía Venus el 4 de febrero de 1997. Fuera lo que fuese lo que había causado la destrucción de Europa, no había calentado sustancialmente las cosas, quizá debido a que el desgaste superficial del hielo había retenido la mayor parte del calor. Ambos objetos eran muy fríos, y perderían poco de su masa por vaporización a causa de la energía del sol. En consecuencia, ninguno mostraría una cabellera cometaria, y ambos serían visibles tan sólo a los observadores atentos con telescopios o binoculares de alto poder.
Arthur abandonó Washington al día siguiente, convencido de que su equipo poseía ahora unas pruebas sólidas que permitían trazar una conexión. Tenía tiempo suficiente, pensó, para preparar un caso y presentárselo a Crockerman, demostrando que todos aquellos acontecimientos estaban relacionados, y que había que elaborar alguna estrategia a gran escala.
De todos modos, no conseguía convencerse a sí mismo de que el presidente iba a escucharle.
10 de noviembre
La mayor Mary Rigby, la última de su serie de oficiales de servicio, les llamó a todos a las seis y media de la mañana para que escucharan la radio. Shaw apiló sus almohadas y se sentó en la cama mientras sonaba el «Hall to the Chief» —un auténtico toque Crockerman— y el presidente de la Cámara escuchaba gravemente el anuncio de la aparición del presidente de los Estados Unidos.
—Quizás el viejo estúpido se decida ahora a firmar nuestra salida de aquí —dijo Minelli, con la voz rasposa tras una noche de protestas y gritos. Minelli no lo estaba llevando bien. Aquello enfurecía a Edward. Pero la fría y latente furia había sido su estado mental durante las últimas dos semanas. Esta experiencia iba a dejarles a todos marcados de una u otra forma. Reslaw y Morgan hablaban también muy poco.
—Señor presidente, honorables miembros de la Cámara de Representantes, compañeros ciudadanos —empezó el presidente—, he convocado esta conferencia de emergencia tras semanas de profundas meditaciones y muchas horas de consulta con asesores y expertos de confianza. Tengo un extraordinario anuncio que hacer, y quizás una petición aún más extraordinaria.
»Sin duda han estado siguiendo ustedes con tanto interés como yo los acontecimientos que se han producido en Australia. Esos acontecimientos parecieron al principio traer esperanza a nuestro maltrecho planeta, la esperanza de una intervención divina del exterior, de aquellos que estaban dispuestos a actuar para salvarnos de nosotros mismos. Empezamos a sentir que quizá nuestras dificultades fueran de hecho sólo las de una especie joven, dudando en sus primeros pasos. Ahora esas esperanzas se han visto eliminadas, y nos hallamos sumidos en una confusión aún más profunda.
»Mis simpatías se hallan con el primer ministro Stanley Miller de Australia. La pérdida de los tres mensajeros del espacio exterior, y el misterio que rodea su destrucción, quizá su autodestrucción…, es una profunda impresión para todos nosotros. Pero ya es hora de confesar que ha sido una impresión menor para mí y para un cierto número de mis asesores. Porque nosotros hemos estado siguiendo una serie de acontecimientos similares dentro de nuestro propio país, y que han sido mantenidos en secreto hasta ahora por razones que muy pronto van a quedar aclaradas.
Arthur bajó del puente aéreo en el Aeropuerto Internacional de Los Angeles, camino al Valle de la Muerte y luego a tres días de descanso en Oregón, y entró en la zona de espera para aguardar su taxi y escuchar al presidente. Se sentó ante el televisor a color junto con otros once viajeros, con el rostro ceniciento. Está preparando su arma.
—A finales del pasado septiembre, tres jovenes geólogos descubrieron una colina en el desierto, no lejos del Valle de la Muerte, en California. La colina no estaba en sus mapas. Cerca de aquella colina hallaron a un ser extraterrestre, un individuo enfermo. Llevaron a aquel individuo a una ciudad cercana del desierto y notificaron a las autoridades. El ser extraterrestre…
Trevor Hicks escuchó desde su habitación del hotel en Washington, con los restos de su desayuno esparcidos sobre una bandeja a los pies de la cama. El día anterior había sabido que la señora Crockerman se había trasladado definitivamente a su piso. Más tarde, aquel mismo día, había oído los primeros rumores de la dimisión de David Rotterjack.
La versión del presidente electo de lo que había ocurrido en el laboratorio en Vandenberg fue bastante clara; hasta el momento no pudo hallar ningún fallo.
—… y cuando hablé con aquel ser, aquel visitante de otro mundo, la historia que me contó fue estremecedora. Nunca me he sentido tan profunda y emocionalmente afectado en mi vida. Habló de un viaje a través de los eones, de la muerte de su mundo natal, y del agente de su destrucción…, el mismo vehículo que lo había traído hasta la Tierra, posado ahora en el Valle de la Muerte y camuflado como un cono de escoria volcánica.
Ithaca llamó a Harry al cuarto de baño, donde éste acababa de tomar su ducha. Lo envolvió en una gruesa bata de rizo mientras él permanecía de pie delante de la televisión, sintiendo lo caliente que estaba su piel.
—Grandes y jodidos pájaros aleteando en el aire —jadeó Harry.
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