Hicks negó con la cabeza.
—Es muy conocido en los círculos religiosos americanos. Es muy inteligente, como suelen serlo ese tipo de hombres. Ha mantenido su rostro fuera de la política, y fuera de las noticias, durante los últimos años. Todos los demás estúpidos —prácticamente escupió la palabra— se han convertido en payasos ante el ojo de cíclope de los medios de comunicación, pero no Oliver Ormandy. Conoció por primera vez a mi esposo durante la campaña, en una cena celebrada en la Universidad Robert James. ¿Conoce ese lugar?
—¿Es donde pidieron permiso para armar a sus guardias de seguridad con metralletas?
—Sí.
—¿Está Ormandy a cargo de eso?
—No. Deja esas cosas a uno de los payasos aullantes. Él da la bienvenida a los políticos entre bastidores. Ormandy es completamente sincero, ¿sabe? ¿Más café?
Hicks extendió su taza, y ella le sirvió más.
—Bill ha visto a Ormandy varias veces esta semana pasada. Le he preguntado a Nancy, la secretaria ejecutiva del presidente, de qué hablaron. Al principio se mostró reacia a decírmelo, pero… Estaba preocupada. Solamente estuvo en la habitación durante unos pocos minutos en la segunda reunión. Dijo que hablaron del fin del mundo. —El rostro de la señora Crockerman parecía esculpido en yeso, con una rígida irritación—. Estaban hablando de los planes de Dios hacia esta nación. Nancy dijo que el señor Ormandy parecía exuberante.
Hicks miró la mesa. ¿Qué podía decir? Crockerman era el presidente. Podía ver a quien quisiera.
—No me gusta esto, señor Hicks. ¿Y a usted?
—En absoluto, señora Crockerman.
—¿Qué es lo que sugiere?
—Como usted muy bien dice, él ya no me escucha.
—Él ya no escucha ni a Carl ni a David ni a Irwin…, ni a mí. Está obsesionado. Ha estado leyendo la Biblia. Las partes locas de la Biblia, señor Hicks. El libro de las Revelaciones. Mi esposo no era así hace unas semanas. Ha cambiado.
—Lo siento mucho.
—Ha convocado reuniones del Gabinete. Están examinando el impacto económico. Hablando acerca de efectuar un anuncio después de las elecciones. ¿No hay nada que usted pueda decirle…? —preguntó—. Parecía haber depositado gran confianza en usted al principio. Quizás incluso ahora. ¿Cómo llegó a confiar de este modo en usted? Hablaba de usted muy a menudo.
—Fueron unos momentos difíciles para él —dijo Hicks—. Me conoció después de su encuentro con el Huésped. Había leído mi libro. Nunca estuve de acuerdo con su afirmación…
—Castigo. En nuestro dormitorio, ésta es ahora la palabra clave. Casi sonríe cuando habla acerca de la utilización de la palabra por parte de Ormandy. Castigo. Qué trillada suena. Mi esposo nunca fue trillado, y nunca un partidario de los fanáticos religiosos, políticos o de cualquier otra clase.
—Esto nos ha cambiado a todos —dijo suavemente Hicks.
—No deseo la ruina de mi esposo. Ese Huésped descubrió su debilidad, cosa que nadie en tres décadas de política, y yo he estado con él todo el tiempo, había conseguido. El Huésped lo abrió en canal, y Ormandy se arrastró por la herida. Ormandy puede destruir al presidente.
—Comprendo. —Podría hacer algo peor que eso, pensó Hicks.
—Por favor, ¿hará algo? Intente hablar de nuevo con mi esposo. Le conseguiré una cita. El hará eso por mí, estoy segura. —La señora Crockerman contempló con añoranza las ventanas panorámicas, como si pudieran ser una escapatoria—. Incluso ha puesto tensión a nuestro matrimonio. Estaré con él la víspera de las elecciones, sonriendo y saludando con la mano. Pero ahora estoy pensando en este momento. No puedo resistirlo, señor Hicks. No puedo quedarme mirando cómo mi esposo se destruye a sí mismo.
Irwin Schwartz, el rostro largo y la frente pálida, un contraste sorprendente con sus enrojecidas mejillas, permanecía sentado en el borde de su escritorio, con una pierna alzada tanto como su barriga le permitía y la pernera de su pantalón dejando al descubierto un largo calcetín negro y unos cuantos centímetros cuadrados de peluda y blanquecina pantorrilla. Sobre su escritorio había una pequeña televisión de pantalla plana como si fuera un retrato de familia, con el sonido al mínimo de volumen. Una y otra vez, la pantalla reproducía la misma videocinta de la explosión de los emisarios robot australianos. Schwartz se inclinó al fin y apagó la pantalla con un grueso dedo.
A su alrededor, David Rotterjack y Arthur Gordon aguardaban de pie, Arthur con las manos en los bolsillos, Rotterjack frotándose la barbilla.
—El secretario Lehrman y el señor McClennan están en estos momentos con el presidente —dijo Schwartz—. No hay nada más que yo pueda decir. No creo gozar de su confianza.
—Ni yo —dijo Rotterjack.
—¿Qué hay con Hicks? —preguntó Arthur.
Schwartz se encogió de hombros.
—El presidente lo trasladó a un hotel hace una semana, y no le he visto desde entonces. Sarah llamó hace unos minutos. Habló con Hicks esta mañana, y está intentando conseguir una cita para él. Las cosas están muy tensas en estos momentos. Kermit y yo hemos sido echados varias veces. —Kermit Ferman era el secretario de audiencias del presidente.
—¿Y Ormandy?
—Ve al presidente cada día, durante al menos una hora. Fuera de agenda.
Arthur no podía apartar a Marty de sus errantes pensamientos. El sonriente rostro del muchacho se le presentaba detallado y claro en su memoria, aunque estático. Como su sosias. No podía conjurar una imagen completa del rostro de Francine, sólo rasgos individualizados, y eso le preocupaba.
—Carl le dio una última oportunidad —dijo Rotterjack.
—¿Cree que va a proporcionarle el buen viejo discurso «presidencial»? —preguntó Schwartz.
Rotterjack asintió.
Arthur miró entre ellos, desconcertado.
—Va a hablar con el presidente acerca de lo que significa ser presidencial —explicó Schwartz—. Llevar hielo a los esquimales, si me lo pregunta. El hombre sabe todo lo que hay que saber sobre presidenciabilidad.
—El día de las elecciones es pasado mañana. Ya es hora de recordárselo —dijo Rotterjack.
—Usted y yo sabemos que tiene estas elecciones aseguradas, tanto como pueden estar aseguradas unas elecciones. Lo que usted no comprende es lo que pasa por su cabeza —dijo Schwartz.
—Se supone que usted es su amortiguador, su parachoques, maldita sea —exclamó Rotterjack, agitando bruscamente un brazo y casi golpeando a Arthur. Arthur retrocedió unos pocos centímetros, pero ésa fue su única reacción—. Se supone que debe mantener usted a los locos idiotas alejados de él.
—Hemos hecho todo lo posible por salvarle de sí mismo —dijo Schwartz—. McClennan intentó ignorar sus sugerencias acerca de la preparación nacional. Volví a situar las reuniones con los gobernadores en la planificación general, perdí la agenda que había establecido con el presidente, cambié el tema de las reuniones del Gabinete. El presidente se limitó a sonreír y a tolerarnos, y siguió martilleando sobre lo mismo. Al final todo el mundo aceptó aguardar hasta después de las elecciones y la investidura. Pero entre ahora y luego tenemos que soportar a Ormandy.
—Me gustaría hablar con él —dijo Arthur.
—Todos nosotros también. Crockerman no lo prohibe específicamente…, pero Ormandy nunca permanece por aquí el tiempo suficiente como para que alguno de nosotros podamos abordarle. El hombre no es más que una maldita sombra en la Casa Blanca.
Rotterjack agitó la cabeza y sonrió.
—Diría usted que Ormandy es uno de ellos.
—¿De quiénes? —preguntó Schwartz.
—De los invasores.
Schwartz frunció el ceño.
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