Sand hizo una mueca y agitó la cabeza.
—Esto me hará más pesado…, puede afectar los resultados. —Samshow depositó la bandeja a su lado y contempló los gravímetros, espaciados formando un triángulo en dos esquinas y en el centro de la mampara opuesta.
—No quisiera arruinar una tarde increíble —murmuró Sand. Pulsó intensamente unas cuantas teclas, hizo un gesto con la cabeza a la pantalla, y clavó el tenedor en la remolacha.
—¿Tan buena es?
—Casi malditamente perfecta —dijo Sand—. Comeré, y luego puede reemplazarme dentro de una hora.
—Se te van a caer los ojos al suelo —advirtió Samshow.
—Soy joven —respondió Sand—. Me crecerá otro par.
Samshow sonrió, regresó a la escalerilla y ascendió por el laberinto de corredores y compuertas hasta cubierta. El Pacífico se extendía alrededor del barco tan denso y lento como jarabe, ondulando iridiscente plata y negro terciopelo. El aire era sorprendentemente seco y claro. El cielo estaba lleno de estrellas de horizonte a horizonte, hasta unos pocos grados de distancia de una luna que era apenas una astilla, una cosa delgada perdida en el bostezo de la noche. Samshow descansó los pies en la cadena del ancla cerca de la proa y suspiró satisfecho. El trabajo de la semana había sido largo y se sentía cansado de una forma agradable, contento, sumido en la melosidad de los resultados satisfactorios.
Miró su navegador de bolsillo, unido a una señal Navstar. La primera aproximación del display luminoso decía: ›E142°32'10'' N30°45'20''‹, lo cual situaba al Descubridor a unos 130 kilómetros al este de la isla Toru. En otras cuatro horas podrían dar de nuevo la vuelta para efectuar otra pasada.
Eructó contento y empezó a silbar «Collar de perlas».
Samshow había sobrevivido a una esposa tras treinta años de tormentoso y bendito matrimonio, el auténtico amor de su vida, y ahora tenía dos espléndidas mujeres que se ocupaban de él cuando estaba en tierra, unos siete meses al año. Una estaba en La Jolla, una viuda rica y regordeta, y la otra en Manila, una filipina de pelo negro treinta años más joven que él, lejanamente emparentada con el hacía mucho tiempo desaparecido y lamentado presidente Magsaysay.
Era una noche cálida y extrañamente seca, tranquila y silenciosa, una noche para los pensamientos profundos y los viejos recuerdos. Sintió un repentino asalto de lasitud; al infierno con la ciencia, al infierno con los perfectos resultados y los más menos dos miligales. Preferiría estar paseando por alguna playa, observando las rompientes estallar en fosforescencias. La sensación pasó pero dejó su huella; era una de las pocas maneras en que su cuerpo le decía que se estaba haciendo viejo. Se volvió y pasó por encima de la cadena del ancla, y luego se inmovilizó al captar algo extraño en la mitad superior de su visión.
Echó hacia atrás la cabeza. Un pequeño punto de luz trazaba un rápido arco desde el norte: un satélite, pensó…, o un meteoro. Ahora apenas podía verlo. El punto casi se había perdido entre las estrellas cuando de pronto brilló con intensidad, como una antorcha, arrojando dos claras llamaradas al menos tres grados hacia el sur. Las llamaradas iluminaron todo el mar como fantasmagórico peltre, y luego se apagaron. El objeto, mucho menos brillante ahora, pasó directamente sobre su cabeza. Tomó nota mental de la posición —aproximadamente la altura de las cuatro—, y estaba deduciendo por qué constelación había aparecido cuando el objeto brilló de nuevo a unos veinte grados más al sur, mucho más pequeño, apenas una cabeza de alfiler. Nunca había visto un meteoro así…, algo realmente extraordinario, una bola de fuego intermitente.
—¡Hey, en el puente! —gritó—. ¡Mirad arriba! ¡Hey, todo el mundo, observad esto!
El punto de luz cayó con la suficiente lentitud como para poder ser seguido fácilmente. Al cabo de unos pocos minutos alcanzó el horizonte y desapareció, dejando pequeñas manchas rojas y verdes nadando en su visión.
Allá donde golpeó el océano se elevó una columna de agua y vapor, apenas visible a la luz de la luna, irradiando un halo de nubes hasta unos diez grados por encima del horizonte.
—Jesús —dijo Samshow. Se dirigió hacia el puente para preguntar si alguien más lo había visto. Nadie había respondido a su grito. Estaba a medio camino de subir la escalerilla cuando un horrendo estremecimiento, como un golpe de gong, sacudió todo el barco. Se detuvo, sorprendido, y terminó de subir al puente.
El primer oficial, un vehemente joven chino llamado Chao, miró a Samshow desde los controles. El puente y la mayor parte de los instrumentos estaban iluminados por una suave luz rojiza, para no deteriorar la visión nocturna.
—Se acerca una gran tormenta —dijo Chao, señalando hacia el display de status del barco—. Y rápido. Un tifón, una tromba marina. No sé.
Cuatro hombres saltaron al puente desde tres escotillas distintas, y una serie de voces chillaron por el intercom desde todo el barco.
—Un meteoro —explicó Samshow—. Simplemente cayó, levantando un gran surtidor a unos treinta kilómetros al sur.
El capitán Reed, veinte años más joven que Samshow pero más canoso y curtido que él, apareció en el puente desde su cabina, hizo una seca inclinación de cabeza y lanzó una dubitativa mirada a su alrededor.
—Señor Chao, ¿qué es todo esto?
—Un golpe de viento, capitán —dijo Chao—. Una tormenta malditamente grande. Y acercándose aprisa. —Señaló hacia las brillantes imágenes del radar. Las nubes avanzaban hacia ellos formando una guadaña azul y roja. La tormenta era ya visible a través del cristal delantero.
David Sand apareció desde abajo, jadante, el rostro enrojecido y maldiciendo.
—Walt, fuera lo que fuese esto, lo ha estropeado todo. Tenemos…, ¡Jesucristo! —Se recuperó de la visión del frente que se acercaba y empezó a maldecir de nuevo—. Todo estaba yendo estupendamente, y ahora en los gráficos no hay más que dientes de sierra.
—¿Dientes de sierra? —preguntó el capitán Reed.
—Anomalías de longitud de onda extremadamente corta. Un profundo declive, cero por unos instantes, luego un lento incremento…, ¡todo arruinado! Tendremos que volver a recalibrarlo todo, quizás incluso enviar los tres tubos de vuelta a Maryland.
El capitán ordenó que la nave pusiera proa a la tormenta. Advertencias, toques de silbato, gritos y timbrazos sonaron por todo el barco.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Sand, dejando finalmente que la preocupación reemplazara su irritación.
—Un meteoro —dijo Samshow—. Uno grande.
El frente golpeó siete minutos después de que Samshow viera la bola de fuego caer en el horizonte.
El barco cayó hacia delante en las simas de unas olas como cañones, hundiéndose diez y quince metros entre negras aguas, y luego se alzó de nuevo sobre las crestas, con la proa apuntando ahora al cielo azotado por la lluvia. Samshow y Sand se aferraron fuertemente a las barandillas montadas en las mamparas del puente, sonriendo como estúpidos, mientras la tripulación se afanaba en controlar el barco y el capitán miraba pétreamente hacia delante.
—¡He pasado por cosas peores! —gritó Samshow a su compañero sobre el rugir general.
—¡Yo creo que no! —respondió Sand, también gritando.
—Es apasionante. Algo realmente exótico… ¡una auténtica novedad! Observar un gran meteoro caer en medio del océano, y sus resultados. Será mejor que alertemos a todas las costas.
—¿Quién escribirá el artículo?
—Lo redactaremos juntos.
—Desconecté todos los instrumentos después de la anomalía. Tendremos que efectuar otras mediciones cuando todo se aclare.
Читать дальше