Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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Le cambiaba la cara, se convertía otra vez en un crisol de todas las emociones humanas. Antes de que el cambio fuera completo, Howard Anson se inclinó sobre ella, dispuesto a volver a hablarle. Rob levantó la mano, oponiéndose.

—No continúes, Howard —lo interrumpió—. ¿No has visto su cara? Sufre muchísimo cuando entra en esa parte de su pasado.

—Lo sé, Rob —los gestos de Anson eran adustos, sin rastros de las poses del hombre frívolo—. A mí tampoco me hace gracia. Pero debemos averiguar qué es para poder destruirlo. Ahora no digas nada o podríamos hacerle perder el hilo. —Había vuelto a inclinarse sobre ella—. Senta, otra vez. Repite esos nombres conmigo. Morel, Merlin, Duendes, Caliban, Sycorax. ¿Me oyes? Repítelos, Senta.

Incluso antes de que él terminara de hablar, la reacción había comenzado. Era evidente que no necesitaba otro estímulo. Sus rasgos comenzaron a retorcerse y contorsionarse, a ser una caricatura de su belleza: el rostro deformado por expresiones grotescas, las venas del cuello hinchadas. Finalmente su cara mostraba un horror creciente. Por un instante, abrió la boca y la cerró sin decir una palabra.

—¿Los has matado? —dijo por fin. Comenzó a mecerse adelante y atrás en el sofá, con las manos apretadas sobre la falda—. No lo creo. No puede ser verdad. No hablas en serio. —Hubo un silencio, luego agregó—: Dios mío, es cierto. Estás loco, tienes que estar loco. No comprendes lo que has hecho, ¿verdad? Y todos esos inocentes. Has matado a todos esos inocentes. ¿Por qué lo has hecho?

Se hizo un silencio más largo, mientras Rob Merlin y Howard Anson se miraban serios. La expresión de Howard indicaba que oía esas palabras por primera vez.

—No me importa qué estaban haciendo —continuó Senta Plessey—. No cambia nada. Nada puede justificar que los hayas matado. Gregor Merlin era amigo tuyo, ¿no? Hace años que lo conocías. Mucho tiempo.

Anson dirigió a Rob una mirada de intensa satisfacción y compasión a la vez, mientras Senta volvía a caer prisionera de las voces interiores. Pocos segundos después, comenzaron a deslizarse lágrimas por debajo de la venda. Sacudía la cabeza.

—Es inútil que me digas eso, Joseph —dijo—. Sé que me mientes. No intentes engañarme. He visto la información que se ha grabado para Caliban. Oí las órdenes que le diste, pero no sabía qué querían decir. Dijiste que quemara el edificio y pusiera la bomba. —Quedó en silencio por un momento, y luego volvió a murmurar algo, pero casi no se la oía—. «Quema el edificio y pon la bomba.» Pero, ¿por qué? ¿Por qué? Nada podía justificarlo, nada. Dijo que ya estaban muertos cuando llegaron allí, así que no pudieron haberles dicho nada, ni a él ni a su esposa. No sé qué eran esos «Duendes», pero eso no cambia las cosas.

Volvió a quedar en silencio, y luego negó con la cabeza con firmeza.

—No, no lo haré. Si no me dices la verdad, Joseph, lo averiguaré yo sola. Iré a Christchurch, y visitaré los laboratorios. Alguien sabrá algo.

Después se inclinó hacia adelante, escuchando otra vez con atención. Se hizo un silencio tan largo que Rob estaba seguro de que Senta había pasado a otra fase del trance. Miró a Howard e iba a decir algo cuando el otro hombre le hizo callar con un ademán. Senta se había sacudido con una nueva emoción, y se había llevado las manos a los ojos.

—Que Dios se apiade de ti. No te das cuenta de lo que me estás diciendo. Es inhumano. Si me estás diciendo la verdad, no puedo quedarme aquí. Tengo que irme, tengo que salir de aquí —sollozaba abiertamente, y se le quebraba la voz—. No puedo quedarme. Tienes que ir a decírselo, explicar lo que has estado haciendo. Diles que ha sido una locura, que no eras consciente de lo que suponía. Alguien debe decir la verdad. Te das cuenta, ¿no? No podré perdonártelo nunca.

Una vez más guardó silencio, sólo se oía el terrible sonido de sus ahogados sollozos. Mientras Rob Merlin y Howard Anson esperaban, mirándose, el tono cambió. Poco a poco se convirtió en una tos ronca, profunda.

—Se está recobrando. —Anson se acercó a Senta y le quitó la venda de los ojos—. Necesitará estar sola unos minutos. ¿Te molestaría pasar a la otra habitación? —Vio la mirada de Rob—. Está bien. No es peligroso dejarla sola ahora. No querrá que la veas en este estado cuando regrese al presente. Ve y déjame, que yo haré lo que pueda por ella. Estaré contigo enseguida.

Rob pasó junto a Anson, entró en el dormitorio y cerró la puerta. Se dirigió a la ventana y miró los rosados y amarillos de la vieja ciudad. Era casi el crepúsculo, una hora tranquila, silenciosa. Oía las campanas de las iglesias, allá lejos, por encima de los techos de las casas. En el gran edificio a tres kilómetros al oeste, se estarían celebrando los servicios vespertinos como sucedía desde hacía dos mil años. El aire de la ciudad era claro y tranquilo. Y en algún lugar, en algún lugar lejos de la Tierra, el hombre que había asesinado a sus padres, que había hecho de Senta Plessey una mujer destrozada, que impedía a Rob hallar placer alguno en la escena que se presentaba ante sus ojos, vivía en libertad.

Rob permaneció inmóvil. Pocos minutos después se abrió la puerta a sus espaldas y entró Howard Anson.

—Ya está bien —dijo—. Quiero que se acueste un rato, luego vendrá. —Respiró hondo—. Con razón ha vivido siempre atormentada por ese recuerdo. Esta última sesión ha sido más fructífera de lo que esperaba. Las informaciones que he ido obteniendo mientras investigaba la muerte de tus padres me daban mala espina, pero los recuerdos de Senta superan cualquier sospecha.

Rob seguía de espaldas.

—¿Lo interpretas como yo lo hago? —preguntó en voz baja. Tenía el cuerpo como helado y miraba rígido hacia la ciudad—. Fue asesinato. Los dos fueron asesinados. El incendio en el laboratorio y la bomba en el avión, la bomba que casi me mata a mí también. Cinco minutos más y yo también habría muerto. —Se miró las manos, reviviendo los meses y años de operaciones—. Y, sin embargo, todavía tiene que haber más que no hemos oído.

Anson asintió.

—Mucho más. Para empezar, no tenemos idea de por qué sucedió. No sabemos quiénes son los Duendes, no sabemos qué tienen que ver con Morel y Caliban. Me ha parecido entender que Morel era responsable de la muerte de tus padres, pero no tenemos pruebas, podemos estar interpretando mal las palabras de Senta. A mí me cuesta creer algunas de las cosas que ha dicho. —Se restregó la mandíbula—. Aún no tenemos respuesta para esas preguntas, y en cierto sentido tenemos más dudas que antes. Mi opinión es que debemos seguir investigando.

—Yo creo que ya tienes información suficiente para ayudar a Senta. Sabes que ella se siente indirectamente involucrada en varios asesinatos, no sólo en los de mis padres. Había más gente en el avión. ¿Puedes utilizar lo que sabes para borrarle algunos de sus recuerdos? Deja que yo siga averiguando otras cosas; tienen más que ver conmigo que con Senta. —Rob comenzaba a comprender la relación entre Anson y la mujer atormentada que estaba en la otra habitación. Había una dependencia mutua que hacía de la atracción física algo casi insignificante—. No involucremos más a Senta en esto —prosiguió—. Dime lo que has averiguado sobre Joseph Morel y yo continuaré a partir de ahí.

—Podría aceptar lo que sugieres, por ella. Pero Senta no. —Anson se apartó con brusquedad de la ventana y fue a sentarse en la cama—. Querrá llegar al final, hasta estar segura de haber hecho todo lo posible para aclararlo. Te diré todo lo que he averiguado sobre Morel, pero relacionar mis datos con lo que acabamos de saber por Senta es otra cuestión. Yo no veo la conexión. —Se inclinó hacia atrás, apoyando la cabeza contra la pared y cerró los ojos—. La infancia y los primeros años de la carrera de Morel no ofrecieron dificultad. Hay buena documentación y es un caso que he visto cientos de veces, tenemos archivados muchos casos similares. Un padre de personalidad fuerte que presiona al niño desde que éste tiene un año. La madre en un papel secundario, sin voz ni voto en la educación de Morel. Un prodigio en la escuela, y va a la universidad a los trece años. Allí, apartado de todo lo que no fuera el trabajo, y no es extraño, pues un niño de trece años no puede tener relaciones sociales con chicos cinco o seis años mayores que él. Ningún amigo, ni siquiera tu padre. Sólo eran compañeros de estudio. Como era de esperar, Morel hizo una carrera brillante. Su primer ensayo sobre la longevidad y el rejuvenecimiento fue publicado antes de que cumpliera veinte años, y se convirtió en un clásico.

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