Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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—¿Qué ocurre? —preguntó Anson. Había levantado el brazo desnudo de Senta y apoyaba un inyector de vapor contra él—. No estaba prestando atención. ¿Qué le ha dicho Corrie a Rob?

—Lo que no te ha dicho es lo que me sorprende. —Permitió que Anson la llevara hacia la cama—. Rob, hay cosas que no ves, tan absorto estás en tu trabajo. Regulo y yo vivimos juntos más de cinco años. ¿Qué supones que estuvimos haciendo durante ese tiempo? ¿Diseñar cohetes? Cuando veas a Cornelia esta noche, mírala bien. Mírale los ojos, y la forma de la cabeza. Es hija mía y usa mi nombre, pero es hija de Darius también. Yo la crié, pero no pude mantenerla en la Tierra. Apenas tuvo la edad suficiente, se fue a Atlantis. ¿No te contó nada de eso?

Rob la miraba azorado.

—Ni una palabra. Tal vez le pareció tan evidente que no creyó necesario aclarármelo, y ahora me doy cuenta, ahora que me lo dices. Corrie me comentó que había visto las leyendas en el escritorio de Regulo durante años y años, la primera vez que hablamos. Me pareció extraño, porque ella parece muy joven, pero no pensé más en el tema. Y me confesó que nunca te había visto utilizando la taliza. Howard me dijo que hace doce años que eres adicta. Eso significa que Corrie tendría apenas catorce años. No entendía por qué nunca te había visto, a menos que se hubiera ido a Atlantis antes, y no podía haberse ido tan joven a trabajar. Pero todo tiene sentido si se fue a vivir con su padre. He sido un tonto, claro.

Senta asentía con la cabeza; pero mientras Rob hablaba, los ojos de ella habían comenzado a perder foco. Cuando la inyección le hizo efecto, Howard Anson la recostó con delicadeza contra la almohada.

—Algún día, Rob —dijo con pena—, dentro de muy poco, descubriré quiénes fueron los hijos de puta que convirtieron a Senta en una adicta a la taliza. Nunca estuve seguro de que lo hubiera hecho por voluntad propia, y ahora estoy convencido de que pretendían provocarle amnesia; pero les ha salido el tiro por la culata: recuerda exactamente lo que ellos quisieran que olvidara, pero que tan arraigado quedó. Debemos averiguar quién lo hizo. Te darás cuenta de que yo también tengo mis obsesiones.

—¿Vas a intentarlo otra vez, a ver qué recuerda Senta?

—No lo sé. Es obvio que aún no lo sabemos todo, pero no podemos usar una dosis tan fuerte muy a menudo, los efectos posteriores son terribles. Seguiré investigando el pasado de Morel; tú busca alguna prueba mientras estés en Atlantis. Pero sigue el consejo de Senta. Ten cuidado. La he oído hablar de Joseph Morel, y le tiene terror. Que él no sospeche lo que quieres hacer.

—Tal vez sea algo tarde ya —Rob se puso de pie—. Ya sospechó algo la última vez. Tendré cuidado. Pero debemos continuar. Debo saber quién mató a mis padres y por qué lo hizo. Hay otra cosa que quiero que averigües mientras estoy ausente. Investiga informes sobre cualquier cosa que pueda ser un Duende; en la Tierra o fuera de ella.

Howard Anson sacudió la cabeza.

—Lo intentaré, Rob, pero no sé por dónde empezar. ¿Qué es un Duende? No tienes idea de todas las referencias que hay en los archivos sobre la «gente pequeña». Ni siquiera sabemos si los Duendes son pequeños. Deberé hurgar entre montañas de material sobre enanos, elfos, y todo otro tipo real o imaginario de seres casi humanos.

—Lo sé. Si no tuviera una fe extraordinaria en tu talento, Howard, ni te lo mencionaría. Pero creo que ya sabemos que los Duendes son pequeños. Senta ha dicho que había dos Duendes en una caja de medicinas; esas cajas, por lo general, son de menos de un metro de largo. Supongo que ya habrás comenzado a buscar datos sobre los Expes, el nombre que habías oído otras veces.

—Hace ya mucho tiempo. No encontré la menor alusión. Pero volveré a intentarlo. Me llevará bastante tiempo y costará mucho.

—No pienses en el dinero. Tengo bastante. —Rob se detuvo ante la puerta, volviendo la mirada hacia la forma silenciosa que estaba sobre la cama—. Otra pregunta, antes de irme. Me dijiste que Senta le tenía pánico a la pobreza, y que viene de un medio pobre. Ahora parece tener todo el dinero que desee. ¿Sabes de dónde lo obtiene? Si es tuyo, está bien, y no quiero ser indiscreto.

—Sí que lo sé. —El tono de voz de Anson fue más amargo que nunca—. Nunca ha recibido nada de mí, no ha habido necesidad. Tiene crédito ilimitado. Rastreé el código en nuestros archivos, y todo termina en un único número. Todo lo que gasta Senta se carga en la cuenta central de Empresas Regulo.

10

EL NACIMIENTO DE OUROBOUROS

La ciudad de Quito quedaba a menos de cincuenta kilómetros al sureste. Desde el lugar de las excavaciones ya no se veía. Inmensos cúmulos de tierra y piedra rota rodeaban el pozo por completo, ocultando el paisaje de alrededor a cualquiera que estuviera dentro del cráter.

El paisaje se había empobrecido. No crecía nada en las escarpadas laderas de las pilas de roca, ni en el cavernoso interior del pozo con sus paredes de metal. Rob estaba de pie a unos treinta metros del borde, mirando el paisaje pelado de alrededor, muerto.

—Espero que todo esto valga la pena —le dijo al hombre que estaba junto a él—. Desde luego habéis excavado. Sabes que debemos llegar al punto exacto y luego mantenerlo abajo cuando comience a tirar. De lo contrario, perderemos todo.

El otro era un hombre pequeño, de piel oscura, y se sentía a sus anchas en el aire enrarecido de la montaña. La sonrisa que dirigió a Rob fue resplandeciente, y dejó ver los dientes separados.

—No es mi responsabilidad —dijo, con la familiaridad de una larga relación—. Bajarlo hasta el punto exacto es tu trabajo. Yo hago agujeros, nada más. Ven y mira el fondo de éste. Es inmenso, el más grande que he hecho.

Rob se dejó llevar hasta el borde del pozo. Medía poco más de cuatrocientos metros de ancho, y su borde era circular y liso. Los lados eran suavemente verticales. Rob le echó una mirada y dio un paso atrás.

—Me basta, Luis. No me gustan mucho las alturas.

—¡No me digas! —Miró a Rob de modo desafiante—. ¿Intentas que me lo trague, cuando Perrazo me ha contado que escalaste tú solo el Himalaya? ¿Y eso no es alto?

—Es distinto. Tenía la cabeza puesta en subir la montaña y bajarla. Aquí no se ve más que la bajada. Siempre me he preguntado cómo podías sentirte tan cómodo, trabajando en alturas así. —Dio otro paso rápido para mirar desde el borde, y retrocedió con la misma rapidez—. Desde aquí parecen más de cinco kilómetros. Ni siquiera veo el equipo de excavación, y son máquinas grandes.

—Las más grandes que encontré. Terminaremos en un par de meses. —Luis se acercó hasta el borde mismo del pozo y se inclinó. Asintió satisfecho por lo que vio y escupió hacia las profundidades—. Ésta es la parte más fácil, ¿no? Cuando haya entrado y tengamos que volver a colocar la roca, entonces comenzaremos a sudar. Será difícil de amarrar. ¿Estás seguro de que no puedes darme más tiempo? Dos mil millones de toneladas y menos de cinco minutos para llenar el pozo… es mucho pedir. —El tono confiado de la voz desmentía sus palabras mientras seguía inclinado sobre el borde, mirando hacia abajo.

—Lo harás, Luis. —Rob miraba hacia arriba, como por encima de ellos, viendo algo que descendía en los ojos de su imaginación—. Hemos construido un hongo al extremo del Tallo. Se ensancha hasta unos trescientos cincuenta metros en la parte de abajo, de modo que no te será difícil verlo llegar. Viajará a menos de cien kilómetros por hora en el tramo final. Puedes comenzar a meter la roca apenas el extremo final pase el nivel del terreno. Tendrás tiempo suficiente. Pensándolo bien, no sé por qué te pagamos tanto dinero, es como regalarlo.

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