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Charles Sheffield: La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven. Spider Robinson

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Hacia el sur, volando casi tan alto como el sol del mediodía, había una nave. Robert Merlin no la habría visto aunque hubiera tenido algún motivo para mirar hacia el disco enceguecedor, pues sus antiparras fotocromáticas se habrían oscurecido demasiado y él no habría distinguido más que el mismo sol. El piloto había puesto el control automático mientras ajustaba la lente de aumento electrónica del telescopio. Cuando corrigió el foco, la figura de Rob Merlin, como una hormiguita, apareció de pronto en la pantalla. Estaba inclinado hacia adelante, para equilibrar el peso de la mochila que llevaba a la espalda. Bajo las ropas térmicas, el cuerpo parecía robusto, con amplias espaldas y mucho músculo. La mujer lo observó en silencio mientras él comía su sencillo menú.

—Está en el último tramo —dijo ella por fin—. Lo que falta no es difícil por eso se ha detenido a comer aquí. No creo que se quede mucho tiempo en la cumbre; querrá tener buena luz para descender, sobre todo al atravesar esa grieta seiscientos metros más abajo. ¿Quieres que lo mantenga enfocado?

Hubo un silencio de varios segundos. La voz que por fin se oyó por el altavoz era áspera y grave, como si las cuerdas vocales estuvieran gastadas.

—Sí. Tengo a Caliban en el circuito, y necesita todo, lo auditivo y lo visual. ¿Puedes ampliar más la imagen? Quiero verle mejor la cara.

La mujer asintió. Movió un mando y enfocó la cabeza y los hombros de Rob Merlin. Se oyó un gruñido por el altavoz.

—Ya entiendo lo que querías decir. Se le ve muy tranquilo. Ojalá pudiera verle los ojos.

—A esta altura no. Llevará los anteojos puestos todo el rato. Hay demasiadas radiaciones ultravioleta. Pero te diré cómo son. Igual que la cara: parecen una tela en blanco esperando a que alguien pinte algo en ella.

—Qué poético, pero nada preciso. —La voz sonó burlona, cascada—. Supongo que puedo esperar a que baje a menos de seis mil metros para verlo con mis propios ojos. Ya puedes reducir la imagen.

La mujer asintió. Con dos breves movimientos suyos, la imagen de la pantalla ofreció una toma más lejana de Rob Merlin.

—La dejaré así para Caliban. ¿Alguna idea nueva sobre cómo ponerme en relación con Merlin?

—No. Es asunto tuyo, no mío. Hazlo apenas puedas. Necesito regresar a la base, y no quiero permanecer aquí más de lo necesario.

La mujer se sacudió el pelo castaño de la cara y volvió a escudriñar el visor.

—Lo abordaré lo antes posible, pero no sé cuándo. Habría tenido una razón para acercarme a él si hubiera tenido dificultades en el ascenso, y puedo hacerlo si tiene algún problema en el descenso. De lo contrario, querrá cubrir las partes difíciles solo, de eso estoy segura. Si todo va bien, no nos esperes hasta dentro de, por lo menos, tres días.

—¡Tres días! —La voz cascada sonó impaciente—. ¿Por qué tanto tiempo? Está en la cumbre, ¿no? ¿No era eso lo que quería?

—Sí. —La mujer parecía divertida—. Y querrá bajar solo, también. Si trato de abordarlo ahora lo más probable es que me eche. Ésa es mi opinión. Pregúntale a Caliban, si no me crees.

—Ya lo he hecho. —La voz parecía suavizada—. Pero no hemos entendido el mensaje. Le pediré a Joseph que lo intente otra vez, pero dudo que obtengamos nada nuevo.

Mientras hablaban, Rob Merlin se puso de pie, se ajustó la máscara y emprendió el ascenso hasta la cumbre de K-2. Al llegar se quedó allí apenas un par de minutos, una figura diminuta parada en la cima del mundo. Al volverse para comenzar el trabajoso descenso, toda su atención se centraba en las inclinadas paredes de hielo y las grietas debajo de él. Bajaban y se doblaban en una complejidad que mareaba, hasta llegar al punto donde Rob había planeado descansar, mil doscientos metros más abajo. Era crucial una atención absoluta. A esa altura y a esa presión, el hielo ennegrecido se sublimaría al calor del sol antes de derretirse, a menos que tuviera la fuerza del peso del hombre sobre él. Con ese peso, cada paso era peligroso.

No volvió la cabeza hacia la cumbre de la montaña en ningún momento, ni miró hacia el sol y la mota de plata oculta en su luminoso resplandor. Lo emocionante era el ascenso. El descenso, como siempre, sería más peligroso.

A los cinco mil cuatrocientos metros hubo un sutil pero significativo cambio en los alrededores. Aún estaba muy por encima de la línea de vegetación, pero ya la superficie de la montaña era más áspera y más quebrada. Incluso podía escoger entre los caminos que se abrían ante él, cosa que no ocurría cuando el escalador se hallaba por encima de los seis mil metros. Rob se detuvo para desconectar el tubo del oxígeno y se aflojó la máscara. Siguió bajando despacio, intentando pensar en el camino que tenía por delante y no en el placer de la comida y los baños calientes que al cabo de algunos días podría disfrutar.

Sus orejeras le habían impedido oír el ruido producido por la nave. La descubrió ante sus ojos a cien metros de distancia, cuando ésta descendía hacia la ladera, donde permaneció sobre sus columnas de aire. Era un biplaza, y de los caros. Cuando se acercó suavemente a él, Rob vio a la piloto que con toda calma alineaba la puerta de salida con un pedazo de terreno llano formado por guijarros. Se detuvo y esperó a que ella conectara el piloto automático, abriera la puerta y bajara a la superficie pedregosa a veinte metros de él.

—¿Te ahorro el resto del camino? Ya has cubierto la parte difícil.

Iba vestida con un traje acolchado apropiado para la nieve, con la cabeza y los antebrazos descubiertos. El rostro era delgado y oscuro, con ojos vivaces y una boca de labios carnosos y gesto divertido sobre el enérgico mentón. Sus modales eran muy informales, pero Rob estaba seguro de que no se conocían. Recordaría la piel oscura y esos sorprendentes ojos pálidos y animados.

La miró un momento y pensó de pronto en el deleite de un largo y lujurioso baño de inmersión en agua y vapor, consciente de su propia suciedad. Era una oferta tentadora, y ella tenía razón, la parte más difícil había pasado. Después de unos segundos negó con la cabeza.

—Ya que he llegado hasta aquí, quiero terminarlo yo solo. Además, tengo todas mis cosas en Suget Jangal.

—Me coge de paso. Allí también puedes darte un baño caliente.

Parecía leerle el pensamiento; aunque también podría ser que le oliera a cuatro pasos de distancia.

—Supongo que te hace falta un buen baño —continuó ella—. Once días en la montaña es mucho tiempo.

—Demasiado. —La miró con curiosidad—. ¿Controlaste mi partida de Suget?

—Sí. Y no te he quitado los ojos de encima durante los últimos días.

No mostraba ninguna vergüenza por haber invadido lo que él había creído su intimidad. La estudió mejor. Era baja, mediría poco más de un metro cincuenta, y delgada. No tendría más de veinte años, pero se mostraba realmente muy segura de sí misma. Rob se acomodó la mochila, se restregó la barba de once días y contempló la nave que esperaba.

—Y yo creía, inocente de mí, que me hallaba solo aquí arriba. Vaya aislamiento. ¿Por qué no me has esperado en Suget Jangal? Estaré allí dentro de tres días.

—Claro, y rodeado de veinte personas. Por eso no me he quedado allí. ¿Sabías que hay cuatro grupos de empresas en el hotel, el único hotel, esperando el regreso de Rob Merlin? Te escabulliste antes de que pudieran hablar contigo después de tu último contrato. Ahora quieren ser los primeros en hacerte sus ofertas para el próximo.

—No me sorprende. Me empezaron a perseguir antes de que terminara. Por eso me apresuré, para tener un poco de tiempo para mí solo. Supongo que fue muy fácil localizarme. —Rob frunció el ceño. Las líneas que cruzaron su lisa frente lo avejentaban—. Y tú eres una más, supongo, pero querías llegar antes que ellos. Bien, la respuesta sigue siendo no. Voy a terminar el descenso. Deberías haberte informado mejor. De haberlo hecho, sabrías que no trato con intermediarios, y sabrías que no permito que nadie me presione para firmar un contrato antes de tiempo.

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