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Charles Sheffield: La telaraña entre los mundos

Здесь есть возможность читать онлайн «Charles Sheffield: La telaraña entre los mundos» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1989, ISBN: 84-406-1089-0, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Charles Sheffield La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven. Spider Robinson

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El ordenador de a bordo hizo lo que pudo. Milésimas de segundo después de que la presión interna descendiera a menos de un cuarto de atmósfera, se enviaron señales de radio a los Satélites de Búsqueda y Rescate que vigilaban la Tierra constantemente desde una órbita polar baja. Al mismo tiempo, el ordenador estimó el daño causado en la estructura de la nave y decidió que era imposible descender. La bomba puesta en la bodega había destruido por completo el ensamblaje trasero. Tres pasajeros que iban sentados en la parte de atrás fueron arrancados de la nave por la presión aerodinámica. Con ellos se había ido la caja oblonga de Julia Merlin con el cuerpo del Duende dentro. Los pasajeros y la caja cayeron juntos hacia las oscuridades del Océano Antártico.

El ordenador consideró la zona que ocupaban los restantes pasajeros, calculó una probabilidad máxima de supervivencia para el grupo y cerró las puertas traseras de emergencia y las que cruzaban la cabina. Tres tripulantes quedaron atrapados más allá de las puertas.

El oxígeno reservado para casos de emergencia llenó la parte delantera de la cabina. El plástico de las puertas de emergencia se hinchaba bajo la presión, pero resistió. Cuatro segundos después de la explosión, la atmósfera volvió a ser respirable. Mientras los pasajeros restantes aspiraban a bocanadas el oxígeno y se apretaban los oídos intentando aliviar el espantoso dolor producido por los súbitos cambios de presión, el ordenador comenzó la Fase Dos.

Las superficies traseras de control habían desaparecido. El ordenador cortó toda la potencia de vuelo, lanzó la unidad de reactor nuclear una fracción de segundo antes de que pudiera hacerlo el capitán, y envió un lugar estimado de aterrizaje al Sistema de Búsqueda y Rescate.

El paracaídas de freno trasero también se había perdido. La velocidad de impacto, incluso desplegando el freno delantero, sería demasiado alta. El ordenador orientó todos los alerones para disminuir la velocidad de descenso. Se preparó para desplegar el paracaídas de freno delantero y dispuso las bolsas de aire para que se soltaran un instante antes del impacto contra el suelo. La nave caería en tierra, a dos mil metros por encima del nivel del mar, sobre el casquete polar. El Satélite de Búsqueda y Rescate también calculó una trayectoria y envió una confirmación del punto de llegada estimado. Ya se habían dirigido mensajes a los equipos de tierra del Sistema de Búsqueda y Rescate más cercanos, indicándoles el número de pasajeros y tripulantes, edades y estados físicos.

No hubo tiempo de pensar en nada. Julia Merlin y los otros pasajeros yacían recostados en sus asientos, indefensos, mientras la nave caía como una piedra a través del largo día de un noviembre antártico. La caída desde veintisiete mil metros con el freno desplegado duró seis minutos; lo suficiente como para volver a respirar, a desesperarse, y por fin a tener esperanzas.

Casi lo lograron. Si el impacto hubiera sido sobre nieve virgen en vez de sobre hielo duro y compacto, el avión habría quedado intacto. Pero se abrió a lo largo, arrojando a algunos de los pasajeros y artefactos sobre la dura superficie. Las bolsas de aire habían amortiguado bastante el golpe, de modo que los pasajeros más afortunados se encontraron atontados pero ilesos dentro del avión destrozado, que avanzó todavía deslizándose y dando tumbos para detenerse al pie de una escarpada colina de hielo.

Julia Merlin fue uno de los desafortunados. La parte del avión donde estaba recostada se prensó verticalmente cuando el ala derecha cayó y la nave rodó sobre ese costado. Una abrazadera de metal del techo de la cabina cayó sobre ella, la alcanzó en la frente y la arrojó fuera del avión. Su cuerpo se deslizó durante unos cuatrocientos metros hasta que los restos de la nave detuvieron su caída.

Su cuerpo, en parte protegido por los restos de la bolsa de aire, quedó boca arriba, sangrando sobre el hielo. Los lóbulos frontal y parietal del cerebro fueron comprimidos hasta convertirse en una pulpa gris supurante a causa del impacto contra la abrazadera de metal. La ropa había sido arrancada al salir disparada de la cabina. Pero no estaba muerta. La parte más primaria de su cerebro aún funcionaba. De alguna manera, el proceso ya comenzado cuando subió al avión continuó. A la pálida luz del sol de medianoche, el ritmo inmemorial del parto se aceleró en el cuerpo inconsciente de Julia Merlin.

Pronto apareció la cabeza, desnuda a la luz del largo día. Para una zona alta en el casco polar, la temperatura era moderada. El recién nacido salía a una atmósfera a treinta grados bajo cero y una brisa que hacía descender la temperatura diez grados más. Los muslos de Julia Merlin ofrecían escasa protección.

El Equipo de Búsqueda y Rescate salió de Porpoise Bay apenas recibida la petición de auxilio. Llegaron a gran velocidad al lugar del accidente, lo sobrevolaron y enseguida encontraron los restos del avión. Primero atendieron a los pasajeros que seguían dentro del avión. Luego el equipo se dispersó por el hielo, en busca de otros supervivientes.

El cuerpo de Julia Merlin fue el último que hallaron. Pero a pesar de eso, estuvieron a punto de llegar a tiempo.

1

«ENSALZA, ALMA MÍA, AL REY DE LOS CIELOS, PÓSTRATE ANTE ÉL CON ALABANZAS»

El sol de la mañana, al elevarse despacio en el cielo, arrojó una amplia faja de luz sobre la cara sudeste de K-2. El rayo de luz trepó por las escarpadas paredes de hielo y roca hasta la diminuta figura que se aferraba como una excrecencia contra la ladera de roca. Cuando la luz llegó a su máscara, la figura se agitó dentro del saco de dormir, buscando los anteojos que le protegerían los ojos de los feroces rayos ultravioleta. Un momento después sacó la cabeza del saco de dormir y miró a su alrededor. El tiempo continuaba estable, sin nubes y con poco viento. Miró hacia arriba. La cumbre no se veía a causa del saliente de la roca, pero debía de estar a menos de seiscientos metros de altura, destacando en el cielo de un azul profundo.

Rob Merlin volvió a meter la cabeza dentro del saco y comenzó su lenta y cuidadosa preparación para el esfuerzo de ese día, tal y como había hecho los once anteriores. Su mente estaba alerta. Ahora debía desentumecer sus manos. Esto le llevó quince minutos de ejercicio rítmico y permanente, hasta que quedó satisfecho con la coordinación. Veinte minutos más tarde soltaba los clavos que sujetaban el traje de escalada a la roca, los guardaba en la mochila y comenzaba un cuidadoso ascenso. A esa altura, la apariencia de la superficie de la roca era engañosa. Cada lugar donde apoyaba una mano debía ser examinado, cada pico que clavaba debía ser probado antes de hacer otro movimiento. Había estudiado la mejor ruta para escalar la montaña durante tanto tiempo que la elección de dirección y movimiento había dejado ya el nivel de sus pensamientos conscientes. Y eso era peligroso. No hay estudio previo que pueda predecir las rocas que se desprenden o la capa de hielo que avanza. Cuando resultaba necesario, cambiaba el camino, yéndose hacia la derecha o hacia la izquierda, pero siempre subiendo.

Para el mediodía ya había llegado al último campo de hielo, de suaves ondulaciones, que llevaba a la cumbre. Se detuvo allí, mirando a su alrededor a la cordillera Karakorum. Gracias al aire claro y transparente podía ver a una distancia de ciento cincuenta kilómetros. Los picos cubiertos de nieve se perdían hacia el infinito, aumentando hacia el sudeste, donde se encontraba el Everest, a más de mil kilómetros. Con los ojos fijos en los escarpados picos se bajó la máscara, aflojó el tubo de oxígeno que desde la mochila llegaba a su boca y comenzó a ingerir una comida fría de concentrados disecados.

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