Y por un instante se vio junto a la osa, flotando las dos en el azul del tiempo, de la misma manera que Bruna había flotado en la noche y la lluvia, casi dos años atrás, junto al moribundo Merlín, subidos a esa cama que era un pecio en mitad del naufragio. Todo lo cual era muy doloroso pero también muy bello. Y la belleza era la eternidad.
– ¡Tú eres Husky! ¿Noooo? ¡Tú eres Bruna Husky!
Alguien tironeaba de su brazo, sacándola del azul interminable. Se volvió. Tres adolescentes humanos, dos chicos y una chica, parecían excitadísimos de verla.
– ¡Eres Husky! ¡Qué suerte! ¿Podemos hacernos un videorrep contigo?
Los chavales dirigían sus móviles hacia ella, grabándola desde todas partes.
– Pero ¡qué hacéis! ¡Quietos! ¡Dejadme en paz! -gruñó.
Bruna estaba acostumbrada a producir temor en los humanos incluso si sonreía, y a despertar pavor si se enfadaba. Pero ahora, pese a sus bufidos, los chicos seguían saltando en torno a ella tan campantes. Tuvo que salir literalmente huyendo para poder librarse de su entusiasmo; y cuando cruzó las puertas exteriores del Pabellón del Oso y alcanzó la avenida, ya vio en una pantalla pública la grabación que los adolescentes le acababan de hacer.
– ¡Por todas las malditas especies!
Echó a andar calle arriba, fijándose en las pantallas, y en muchas de ellas se encontró a sí misma. Algunas de las imágenes ya se habían emitido días atrás, cuando la buscaban como asesina: ella como Annie Heart, ella como Bruna, entrando en el Majestic o en el PSH. Pero había muchas más. Incluso vio el fondo documental de su chapa civil. Y ahora no la acusaban de nada, antes al contrario; ahora las pantallas públicas desgranaban una delirante historia de heroísmo. Con grave riesgo de su vida, la tecnohumana Bruna Husky había conseguido desmontar ella sola una peligrosísima conjura. Los tecnohumanos eran muy buenos. Los supremacistas eran muy malos. Y también eran malísimos los cósmicos y los labáricos, siempre conspirando en las alturas para tomar el poder en la Tierra. Atónita, conectó su móvil con las noticias, por lo general un poco más fiables, sólo un poco, que las pantallas públicas. El complot estaba desmoronándose como un castillo de naipes. Habían sido detenidos diversos cargos policiales, una horda de matones extremistas, varios abogados, un juez, dos responsables del Archivo Central. El presidente provisional de la Región, Chem Conés, declaraba enfáticamente que, con la ayuda inestimable de los tecnohumanos, leales compañeros de Gobierno y de planeta, iría hasta el final en la investigación de esa repugnante trama supremacista. Asqueaba escuchar toda esa palabrería falsa, ese cuento mentiroso de un mundo feliz, trompeteado con tanto descaro por uno de los más feroces especistas. Conés iba a salvar el cuello y el cargo, como tantos otros fanáticos. Desde luego el descabezamiento del complot no acababa con el supremacismo, con la tensión entre especies, con los tortuosos movimientos subterráneos de Cosmos y Labari, siempre ansiosos de desestabilizar los Estados Unidos de la Tierra y de aumentar su poder e influencia sobre el planeta. Pero por lo menos, suspiró Bruna, era una batalla que se había ganado. Un alivio. Un respiro.
Las noticias eran tan excitantes que la rep sintió el impulso de llamar a Lizard para comentar con él lo que estaba pasando, pero se contuvo: él tampoco se había puesto en contacto con ella. Al pensar en el inspector, una pequeña nuez de desazón se instaló en su pecho. Lizard se había despertado muy tarde, tuvo que irse corriendo, no habían quedado en nada, ni siquiera sabía con seguridad si volverían a verse. Y además, ¿no era ella una osa? El animal solitario, como dijo el psicoguía; el que no vivía en manada ni en pareja.
– Mejor así -dijo en voz alta-. Menos posibilidad de confundirse y de hacer el ridículo.
Cuatro años, tres meses y ocho días.
O tal vez ocho años, tres meses y cuatro días.
Bruna sabía que iba a morir, pero quizá no conociera ya la fecha exacta.
Volvió a llamar a Yiannis. Seguía sin contestar. Había intentado ponerse en contacto con él varias veces desde que salió del calabozo. Nunca respondía. Al principio no insistió demasiado: le suponía escondido, avergonzado, y ella misma estaba un poco encrespada con él por haber sido tan bocazas. Pero ahora la falta de noticias del archivero comenzaba a ser preocupante. Decidió pasarse por su casa.
Atravesó Madrid con incomodidad creciente, porque todo el mundo la miraba y la señalaba. Intentó coger un taxi, pero había una nueva huelga de trams y todos los vehículos iban ocupados. El mundo volvía a estar lleno de reps, parecían haber salido todos a la vez de debajo de las piedras donde se hubieran escondido, y muchos de ellos la saludaban al pasar como si fueran íntimos. Empezó a sentirse de verdad irritada.
En el edificio de Yiannis se trasladaba alguien. Un atareado equipo de robots de mudanzas acarreaba cajas y muebles a un camión. Subió en el ascensor con uno de los robots. Y se pararon en el mismo piso. Bruna tuvo una intuición fatal. Salió al descansillo con la chirriante caja metálica rodando detrás de ella y, en efecto, se encontró con la puerta de Yiannis abierta y la casa medio desmantelada. En la entrada había una humana rubia vestida con mono de trabajo que iba cargando a los robots a medida que llegaban. El que había subido con la rep recibió una pequeña torre de sillas apiladas.
– ¿Qué… qué pasa aquí?
La rubia la miró como si fuera imbécil.
– ¿Tú qué crees? Una empresa de mudanzas, robots de transporte… Y la respuesta a la adivinanza de hoy es… -dijo sardónicamente la mujer, utilizando la frase de un concurso de moda.
– Quiero decir que conozco al inquilino. Yiannis Liberopoulos. No sabía que se estuviera cambiando de casa… ¿Dónde está él?
– Ni idea.
– ¿Adónde tenéis que llevar los muebles?
– A ningún lado. En realidad no es una mudanza. Es una venta. Ha vendido todo el contenido del piso. Lo estamos vaciando.
– ¿Cómo? Pero… no puede ser.
Su consternación debía de ser tan evidente que la rubia se ablandó y se puso a consultar los datos de la operación en su móvil. Cuatro robots se habían ido amontonando delante de ella y esperaban la carga al ralentí con un leve rumor tintineante.
– Aquí está… Sí, Yiannis Liberopoulos. Lo que te he dicho. Venta total del contenido. Qué raro… No viene ninguna dirección, ningún dato suyo… Hay una persona de referencia… Una tal Bruna Husky. Es a la que hay que pagar el dinero de los muebles.
– ¡¿Qué?!
La rep agarró la mano de la mujer y, dando un tirón, miró ella misma la pantalla del móvil.
– ¡Oye! -protestó la rubia.
En efecto, ahí estaba su nombre. La única beneficiaria de la venta. Bruna dio media vuelta y salió disparada. Creía saber dónde estaba Yiannis.
– ¡De nada, tía, de nada! -oyó refunfuñar a la rubia a sus espaldas.
Por el gran Morlay, que llegue a tiempo, por favor, que llegue a tiempo, iba musitando la rep mientras corría. Decidió no subir a las cintas rodantes porque estaban tan llenas que le cortaban el paso y cubrió lo más deprisa que pudo todo el trayecto. Fue una carrera extenuante de cuarenta minutos; cuando entró en el edificio de Finis estaba sin aliento. Enfiló hacia la mesa de recepción situada en medio del vestíbulo, pero antes de llegar localizó a Yiannis. Se encontraba sentado, mustio y pensativo, en uno de los sillones de la zona de espera. Se acercó a él y se dejó caer en el sillón de al lado.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -jadeó.
El archivero dio un respingo y la miró sobresaltado.
– Ah, Bruna… Bueno… Lo siento… En fin… Ya ves.
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