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Rosa Montero: Lágrimas en la lluvia

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Rosa Montero Lágrimas en la lluvia

Lágrimas en la lluvia: краткое содержание, описание и аннотация

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad. Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución. Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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La mujer puso el bocadillo delante de Bruna; luego se inclinó hacia delante, desparramando sus ubérrimos senos sobre el mostrador, y bajó la voz.

– La gente tiene miedo. He oído que puede haber muchos muertos.

– ¿Qué pasa, ha entrado una partida de memas adulteradas?

– No sé. Pero dicen que esto no ha hecho más que empezar.

Bruna sintió un escalofrío. Era un tema desagradable, un asunto que le inquietaba especialmente. Y no sólo porque todavía no había logrado quitarse de la cabeza el turbador incidente con su vecina, sino también porque siempre le había repugnado todo lo que tuviera que ver con la memoria. Hablar de la memoria con un rep era como mentar algo oscuro y sucio, algo indecible que, cuando salía a la luz, resultaba casi pornográfico.

– ¿Sabes quién está pasando el material defectuoso? -preguntó, intrigada a su pesar.

Oli se encogió de hombros.

– Ni idea, Husky… ¿Te interesa el tema? Tal vez pueda preguntar por ahí…

Bruna reflexionó un instante. Ni siquiera tenía un cliente que le pagara las facturas y no podía permitirse perder el tiempo husmeando en un asunto que no le iba a reportar ningún beneficio.

– No, en realidad no me interesa nada.

– Pues cómete el bocadillo. Se te está enfriando.

Era verdad. Estaba bueno, con las algas bien fritas, nada aceitosas y crujientes. A Merlín le encantaban los bocadillos de algas con piñones. El rostro del rep, un rostro deformado por la enfermedad, flotó por un instante en su memoria y Bruna sintió que el estómago se le retorcía. Respiró hondo, intentando deshacer el nudo de sus tripas y empujar de nuevo el recuerdo de Merlín a los abismos. Si por lo menos pudiera rememorarlo sano y feliz, y no siempre atrapado por el dolor. Dio un mordisco furioso al emparedado y regresó a sus problemas de trabajo. Decidió poner las cartas boca arriba.

– Oli, estoy en paro -farfulló con la boca llena-. ¿Has oído de algo que pudiera venirme bien?

– ¿Como qué?

– Pues ya sabes… alguien que quiera encontrar algo… o a alguien. O al revés, alguien que no quiera que lo encuentren… O alguien que quiera saber algo… o que quiera que investigue a alguien. O alguien que quiera reunir pruebas contra alguien… o que quiera saber si hay pruebas en su contra…

Oli había interrumpido sus lentas y majestuosas tareas tras la barra y estaba mirando fijamente a Bruna con su oscuro rostro imperturbable.

– Si eso es tu trabajo, es un maldito lío.

Bruna sonrió de medio lado. No sonreía muy a menudo, pero la gorda Oli le hacía gracia.

– Lío o no, si me consigues un cliente te daré una comisión.

– Vaya, Bruna, justamente yo traigo un encargo para ti. Y no tienes que pagarme nada.

La androide se volvió y encaró al recién llegado. Era Yiannis. Como casi siempre le sucedía con él, experimentó una sensación contradictoria. Yiannis era el único amigo que Bruna tenía, y ese peso emocional a veces le resultaba un poco asfixiante.

– Hola, Yiannis, ¿qué tal?

– Viejo y cansado.

Lo decía de verdad y lo parecía. Viejo como antes, viejo como siempre, viejo como los autorretratos del Rembrandt viejo que Yiannis le había enseñado a admirar en las maravillosas holografías del Museo de Arte. Había poca gente que, como Yiannis, prescindiera por completo de los innumerables tratamientos que el mercado ofrecía contra la vejez, desde la cirugía plástica o biónica a los rayos gamma o la terapia celular. Algunos se negaban a tratarse por puro inmovilismo, porque eran unos retrógrados recalcitrantes, nostálgicos de un luminoso pasado que jamás existió, pero la mayoría de los que no usaban estas terapias lo hacían porque no podían costeárselo. Dado que, por lo general, la gente prefería ponerse un tratamiento antes que pagar un aire limpio, tener arrugas se había convertido en un claro indicio de pobreza extrema. El caso de Yiannis, sin embargo, era un poco diferente. No era pobre y tampoco era un reaccionario, aunque estuviera algo chapado a la antigua y fuera un anacrónico caballero del siglo XXI. Si no usaba la terapia rejuvenecedora era sobre todo por una cuestión de estética; no le gustaban los estragos de la vejez, pero le parecían aún más feos los arreglos artificiales, y Bruna le entendía muy bien. Lo que hubiera dado ella por poder envejecer.

– ¿Dices que tienes algo para mí?

– Puede ser. Pero no sé si te lo has ganado.

Bruna frunció el ceño y le miró, extrañada.

– No sé de qué hablas.

– ¿No tienes algo que contarme?

La rep sintió que se ponían en marcha en su interior las pequeñas ruedecillas del malhumor, el mecanismo dentado de su irritación. Yiannis siempre le hacía lo mismo, la interrogaba y aguijoneaba, quería saberlo todo sobre ella. Se parecía a su padre. A ese padre inexistente que un asesino inexistente mató cuando ella tenía nueve años. Nueve años también inexistentes. Miró a su amigo: poseía un rostro blando de rasgos imprecisos. De joven había sido bastante guapo, Bruna había visto imágenes de él, pero un guapo sin estridencias, de ojos pequeños y nariz pequeña y boca pequeña. El tiempo había caído sobre él como si alguien hubiera derretido su cara, y el pelo blanco, la piel pálida y los ojos grises se fundían en una monocromía descolorida. El pobre viejo, pensó Bruna, advirtiendo que su enfado se desvanecía. Pero de todas maneras no iba a contarle nada, desde luego.

– Nada especial, que yo recuerde.

– Vaya. ¿Ya te has olvidado de Cata Caín?

Bruna se quedó helada.

– ¿Cómo lo sabes? No se lo he dicho a nadie.

Y, mientras hablaba, pensó: pero di mis datos en Samaritanos, y hablé con la policía y con el conserje del edificio, y me tuve que identificar para entrar en el Instituto Anatómico Forense, y vivimos en una maldita sociedad de cotillas con la información centralizada e instantánea. Empezó a sudar.

– No me digas que he salido en las noticias o en las pantallas públicas…

Yiannis torció la boca hacia abajo. Era, Bruna lo sabía, su manera de sonreír.

– No, no… Me lo ha contado alguien que ha venido buscando mi ayuda. Una persona que me ha pedido que hablara contigo. Tiene un trabajo que ofrecerte. Te paso su tarjeta.

Yiannis tocó el ordenador móvil que llevaba en la muñeca y el móvil de Bruna pitó recibiendo el mensaje. La androide miró la pequeña pantalla: Myriam Chi, la líder del MRR, la esperaba a las 10:00 horas de la mañana siguiente en su despacho.

El coraje es un hábito del alma, decía Cicerón. Yiannis se había agarrado a esa frase de su autor favorito como quien se sujeta a una rama seca cuando está a punto de precipitarse en un abismo. Llevaba años intentando desarrollar y mantener ese hábito, y de alguna manera la rutina del coraje se había ido endureciendo en su interior, formando una especie de esqueleto alternativo que había logrado mantenerlo en pie.

Habían pasado ya cuarenta y nueve años. Casi medio siglo desde la muerte del pequeño Edú, y aún seguía llevando las cicatrices. El tiempo, claro está, había ido amortiguando o más bien embotando la insoportable intensidad de su dolor. Eso era natural, hubiera sido imposible vivir constantemente dentro de ese paroxismo de sufrimiento, Yiannis lo entendía y se lo perdonaba a sí mismo. Se perdonaba seguir respirando, seguir disfrutando de la comida, de la música, de un buen libro, mientras su niño se convertía en polvo bajo la tierra. Además sentía que, de algún modo, una parte de él seguía de duelo. Era como si la desaparición de Edú le hubiera hecho un agujero en el corazón, de manera que desde entonces sólo vivía las cosas a la mitad. Nunca podía concentrarse del todo en su realidad porque al fondo zumbaba la pena de forma constante, como uno de esos pitidos enloquecedores que escuchan ciertos sordos. Algo se le había quebrado definitivamente, y eso a Yiannis le parecía bien. Le parecía justo y necesario, porque no hubiera podido soportar que su vida siguiera igual tras la muerte de su hijo.

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