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Rosa Montero: Lágrimas en la lluvia

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Rosa Montero Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad. Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución. Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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Se volvió a mirar al joven forense. Se le veía sudoroso y muy sofocado, probablemente a causa del conflicto emocional de tener que obedecer a alguien por miedo, cosa que solía provocar, sobre todo en machos jóvenes, un cortocircuito de ira reprimida y humillación, un revoltijo hormonal de testosterona y adrenalina. Ahora se odiaba a sí mismo por haber sido cobarde, y eso haría que no la denunciara. Además, ¿qué podría denunciar? Ella no le había hecho nada. Bruna empujó los dos billetes de cien sobre la mesa y sonrió.

– Muchas gracias, muy amable. Esto es todo lo que quería saber. Dale recuerdos a Gándara de mi parte.

En el enrojecido rostro del médico, los implantes estéticos de silicona resaltaban en un tono blanquecino. Bruna casi sintió un pellizco de compasión hacia él, un conato de debilidad superado enseguida. Nunca le hubiera roto la nariz, naturalmente, nunca le hubiera tocado ni un pelo de la cabeza, pero eso el pobre tipo no lo sabía. Era una de las pocas ventajas que tenía el hecho de ser distinta: era despreciada por ello, pero también temida.

Tres días más tarde murió otro replicante en parecidas circunstancias, con el agravante de que en esa ocasión asesinó antes a dos tecnos. El asalto tuvo lugar en un tranvía aéreo, de manera que el incidente fue grabado por las cámaras de seguridad de la compañía de transportes. Bruna vio el vídeo en las noticias: era un androide de exploración, de cuerpo pequeño y huesudo, pero dominó con facilidad a dos personas más corpulentas que él. El agresor estaba sentado en la parte de atrás del tram; de pronto se levantaba, se dirigía con paso rápido hacia las primeras filas y, agarrando del pelo a un rep, echaba su cabeza hacia atrás mientras con la otra mano lo degollaba limpiamente. Como el arma utilizada tenía una hoja tan fina y estrecha que casi resultaba invisible, el efecto era desconcertante, más incomprensible que violento: de repente saltaba un chorro de sangre y uno no acababa de entender por qué. El cuerpo de la víctima aún seguía erguido en el asiento y los vecinos todavía no habían terminado de abrir las bocas para gritar, cuando el asesino sujetaba de la misma manera a una mujer que estaba al otro lado del pasillo y también le rebanaba el gaznate. A continuación, el pequeño tecno se clavaba el cuchillo o punzón en un ojo y se desplomaba. Toda la escena duraba menos de un minuto; era una matanza asombrosamente rápida, una carnicería espectacular, con tantísima sangre en tan poco tiempo. Bruna pensó: es muy difícil cortar una garganta con esa velocidad y esa destreza, la carne es inesperadamente dura, los músculos se tensan, el cuerpo se retrae defensivamente, la tráquea es un obstáculo tenaz. Y, sin embargo, los cuellos estaban casi seccionados, las cabezas quedaban grotescamente caídas hacia atrás mostrando la risa obscena del gran tajo, eso no era fácil ni con un bisturí de cirujano, tal vez con un cuchillo láser, pero parecía una hoja normal. Y también pensó: a mí no me podría haber agarrado de los cabellos. Por eso muchos replicantes de combate se rapaban. Para no dar ventajas al enemigo. La diferencia era que, al contrario que otros, ella había continuado afeitándose el cráneo después de licenciarse de la milicia. A fin de cuentas, seguía teniendo un trabajo de riesgo.

Un trabajo, además, en números rojos. Hacía casi dos semanas que Bruna había terminado su anterior encargo y no tenía demasiados ahorros de los que tirar. Los EUT arrastraban una perpetua crisis económica desde la Unificación, pero últimamente parecía que había una crisis dentro de la crisis y todos los negocios estaban muy parados. Le urgía encontrar algún cliente, de modo que decidió salir y hacer lo que ella llamaba «una ronda informativa»: dar un par de vueltas e intentar hablar con sus contactos habituales, a ver qué se cocía por ahí y si había alguien a quien poder ofrecer sus servicios. Miró el reloj: las 23:10. Podía acercarse al garito de Oli Oliar y de paso comer algo. Pese al frenesí de sangre y degüello que acababa de ver, estaba hambrienta. O quizá estaba hambrienta justamente por eso. Nada abría tanto el apetito como el espectáculo de la muerte de los otros. Cuatro años, tres meses y veinticuatro días.

Era el mes de enero, el más fresco del corto y suave invierno, y hacía una noche perfecta para caminar. Utilizando en algunos tramos las cintas rodantes, Bruna tardó veinte minutos en llegar al bar de Oli. Era un local pequeño y rectangular, ocupado casi en su totalidad por una gran barra que, a su vez, estaba casi totalmente ocupada por el enorme corpachón de Oli. Por sus carnes opulentas y su igualmente desmesurada hospitalidad. Oli nunca le hacía ascos a nadie, así fuera un tecno o un bicho o un mutante. Por eso su parroquia era instructivamente variada.

– Hola, Husky, ¿qué te trae por aquí?

– El hambre, Oli. Ponme una cerveza y uno de esos bocadillos de algas y piñones que te salen tan buenos.

La mujer sonrió ante el cumplido con placidez de ballena y se puso a preparar la comanda. Sus movimientos siempre eran asombrosamente lentos, pero de alguna manera inexplicable se las arreglaba para atender ella sola de forma eficiente todo el local. Desde luego era un sitio pequeño, diez taburetes a lo largo del mostrador y otros ocho pegados a la pared de enfrente, junto a una pequeña repisa de apoyo que recorría el muro; pero el lugar tenía su éxito, y en los momentos álgidos llegaban a apretujarse allí hasta una treintena de parroquianos. Ahora, sin embargo, estaba medio vacío. Bruna miró alrededor; sólo había una persona a la que ya había visto por allí otras veces. Estaba sentada al otro extremo de la barra y era una mujer-anuncio de Texaco-Repsol. Llevaba un horrible uniforme con los colores corporativos coronado por un ridículo gorrito, y las Pantallas del pecho y la espalda reproducían en un bucle infinito los malditos mensajes publicitarios de la empresa. Normalmente no dejaban entrar a los seres anuncio en los bares porque resultaban muy molestos, pero Oliar tenía un corazón tan grande como sus pechos colosales y permitía que se pusieran al fondo, siempre que bajaran el volumen de la publicidad lo más posible. Lo cual tampoco solía ser mucho, por desgracia, porque las pantallas no podían ser silenciadas ni desconectadas. Hacía falta ser un pobre desgraciado y haber tenido muy mala suerte en la vida para acabar cayendo en un empleo así; los seres anuncio sólo se podían quitar la ropa durante nueve horas al día; el resto de la jornada tenían que estar en lugares públicos, lo que significaba que, como no eran admitidos en ningún local, se pasaban los días vagando por las calles como almas en pena, con los lemas publicitarios atronando de manera constante en sus orejas. Por esa tortura apenas les daban unos cientos de gaias, aunque en este caso, con la Texaco-Repsol, la mujer seguramente tendría también el aire gratis. Lo cual era importante, porque cada día había más gente que no podía seguir pagando el coste de un aire respirable y que tenía que mudarse a alguna de las zonas contaminadas del planeta. En realidad, muchos matarían por conseguir esta porquería de trabajo. Bruna recordó su magra cuenta bancaria y se volvió hacia la dueña del bar.

– ¿Qué hay de nuevo por aquí?

– Nada. Aparte de las muertes de los reps.

Otra cosa que le gustaba a Bruna de la gorda Oli era que no se andaba con remilgados eufemismos. Siempre llamaba reps a los reps, y era mucho más amigable y respetuosa que los que no paraban de hablar de tecnohumanos.

– ¿Y qué se cuenta de eso, Oli? Del tipo del tranvía, digo. ¿Por qué crees que hizo lo que hizo?

– Dicen que se había metido algo. Una droga. Dalamina, quizá. O una memoria artificial.

– La semana pasada hubo un caso parecido, ¿te acuerdas? La tecno que se sacó el ojo. Y sé que llevaba un implante de memoria.

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