Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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– Vosotros me habéis drogado… Vosotros me habéis envenenado… -gimió la mujer.

Y se echó a llorar con desconsuelo infinito.

– ¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros?

– Vosotros… los tecnohumanos… los reps… Me habéis secuestrado… Me habéis infectado… Me habéis implantado vuestras sucias cosas para convertirme en uno de vosotros. ¿Por qué me habéis hecho esto? ¿Qué mal os había hecho yo?

El diapasón de sus gemidos había ido subiendo y ahora chillaba como una posesa. Seguro que los vecinos vuelven a quejarse, pensó Bruna con fastidio. Frunció el ceño.

– ¿A qué vienen esas estupideces? ¿Estás loca, o te lo haces? Tú también eres una replicante… Mírate al espejo… ¡Mírate a los ojos! Eres tan tecnohumana como yo. Y acabas de intentar estrangularme.

La mujer se había puesto a temblar violentamente y parecía estar sufriendo un ataque de pánico.

– ¡No me hagas daño! Por favor, ¡no me hagas daño! ¡Socorro! ¡Por favor!

Su evidente terror resultaba insoportable. Bruna aflojó un poco su presa.

– Tranquila… No te voy a hacer nada… ¿Ves? Te estoy soltando… Si te quedas tranquila y quietecita, te suelto.

Liberó a la mujer poco a poco, con la misma cautela con la que liberaría a una serpiente, y luego se echó hacia atrás, fuera del alcance de sus manos. Gimoteante, la androide se arrastró medio metro hasta apoyar la espalda en la pared. Aunque parecía algo más calmada, Bruna lamentó no llevar encima su pequeña pistola de plasma. Pero la tenía escondida detrás del horno y, para sacarla de ahí, necesitaría dejar de vigilar a la mujer durante unos momentos. Verdaderamente era una completa estupidez guardar tan bien un arma que después no había modo de usarla. Miró a la intrusa, que jadeaba anhelosamente en su rincón.

– ¿Qué te has tomado? Estás hecha polvo.

– Soy humana… ¡Soy humana y tengo un hijo!

– Ya. Voy a llamar a la policía para que vengan a por ti. Has intentado matarme.

– ¡Soy humana!

– Lo que eres es un maldito peligro.

La androide contempló a Bruna con ofuscada fijeza. Una mirada fiera y desafiante.

– No conseguiréis confundirme. No conseguiréis engañarme. Os he descubierto. Esto es lo que hago con vuestros asquerosos implantes.

Dicho lo cual, torció un poco la cabeza, hundió sus dedos veloz y violentamente en la órbita ocular y se arrancó un ojo. Hubo un ruido blando y húmedo, un ahogado jadeo, unos hilos de sangre. Hubo un instante de angustiosa, petrificada locura. Luego Bruna recobró el movimiento y se abalanzó sobre la mujer, que se había colapsado entre convulsiones.

– ¡Por el gran Morlay! ¿Qué has hecho, desgraciada? ¡Malditas sean todas las especies! ¡Emergencias! ¡Casa, llama a Emergencias!

Estaba tan alterada que el ordenador no reconoció su voz. Tuvo que respirar hondo, hacer un esfuerzo y probar de nuevo.

– Casa, llama a Emergencias… ¡Llama de una vez, maldita sea!

Era una conexión de alta velocidad, sólo de audio. Se escuchó la voz de un hombre:

– Emergencias.

– Una mujer se acaba de… Una mujer acaba de perder un ojo.

– Número del seguro, por favor.

Bruna levantó las mangas del traje de la vecina y descubrió dos muñecas huesudas y desnudas: no llevaba ordenador móvil. Rebuscó entonces en sus bolsillos en busca de la chapa civil e incluso miró en el cuello, por si llevaba el chip de identificación colgando de una cadena, como muchos hacían. No encontró nada.

– No lo sé, ¿no podemos dejar eso para luego? El ojo está en el suelo, se lo ha vaciado…

– Muy triste, pero si no está asegurada y al corriente de pago no podemos hacer nada.

El hombre cortó la conexión. Bruna sintió que en su interior se disparaba la ira, un espasmo de cólera que ella conocía muy bien y que funcionaba con la precisión de un mecanismo automático; en algún recóndito lugar de su cerebro se abrían las compuertas del odio y las venas se le anegaban de ese veneno espeso. «Estás tan llena de furia que terminas siendo fría como el hielo», le dijo un día el viejo Yiannis. Y era verdad: cuanto más colérica estaba, más controlada parecía, más calmosa e impasible, más vacía de emociones salvo ese odio seco y puro que se le condensaba en el pecho como una pesada piedra negra.

– Casa, llama a Samaritanos -silabeó.

– Samaritanos a tu servicio -respondió al instante una voz robótica convencionalmente melodiosa-. Por favor, disculpa nuestro retraso en atenderte, somos la única asociación civil que ofrece prestaciones sanitarias a la población carente de seguros. Si deseas colaborar económicamente con nuestro proyecto, di donaciones. Si es una urgencia médica, por favor, espera.

La mujer se quejaba quedamente entre los brazos de Bruna y el ojo estaba en efecto en el suelo, redondo y mucho más grande de lo que uno podría imaginar, una bola pringosa con un largo penacho de desmayadas hebras, como una medusa muerta o un pólipo marino arrancado de su roca y arrojado por la marea sobre la playa.

– Samaritanos a tu servicio. Por favor, disculpa nuestro retraso en atenderte, somos…

Bruna había visto cosas peores en sus años de milicia. Mucho peores. Sin embargo, el gesto inesperado y feroz de su vecina le había resultado especialmente turbador. El dolor y el desorden irrumpiendo en su casa a media tarde.

– …di donaciones. Si es una urgencia médica, por favor, espera.

Y eso hacían todos, esperar y esperar, porque Samaritanos no daba abasto con las peticiones de los asociales y siempre estaba colapsado. Era posible que la mujer dispusiera de un seguro, pero seguía inconsciente o quizá profundamente enajenada; en cualquier caso no respondía a los zarandeos ni las llamadas de Bruna, y en cierto sentido era mejor así, porque su desvanecimiento la protegía del horror del acto cometido. Tal vez fuera por eso por lo que no recuperaba la conciencia: Bruna lo había visto muchas veces en la milicia, piadosos desmayos para no sentir. La noche había caído y el apartamento estaba casi a oscuras, sólo iluminado por el resplandor de la ciudad y los faros fugaces de los tranvías aéreos.

– Casa, luces.

Las lámparas se encendieron obedientemente, borrando el paisaje urbano al otro lado de la ventana y poniendo un brillo viscoso, húmedo y sangriento en el globo ocular pegado al suelo. Bruna desvió la vista del despojo y su mirada cayó sobre la cara de la mujer y la cuenca vacía. Un agujero tenebroso. De modo que, para tener algo que contemplar, miró la pantalla principal. Tenía quitado el sonido, pero estaban pasando las noticias y se veía a Myriam Chi, la líder del MRR. Debía de estar en un mitin y hablaba desde un estrado con su virulencia habitual. A Bruna no le gustaban Myriam ni su Movimiento Radical Replicante; desconfiaba profundamente de todos los grupos políticos y le repugnaba especialmente esa autocomplacencia victimista, esa mitificación histérica de la identidad rep. En cuanto a Myriam, conocía bien a las personas como ella, seres enterrados en sus emociones como los escarabajos en el estiércol, yonquis de la sentimentalidad más exacerbada y mentirosa.

– Samaritanos, dime.

Por fin.

– Ha habido un accidente en el barrio cinco, avenida Dardanelos, apartamento 2334. Una mujer ha perdido un ojo. Quiero decir que lo ha perdido completamente, se lo ha sacado, el globo ocular está en el suelo.

– ¿Edad de la víctima?

– Treinta años.

Todos los reps tenían alrededor de treinta años. Para ser exactos, entre veinticinco y treinta y cinco.

– ¿Humana o tecnohumana?

Nuevamente la ira, nuevamente la furia.

– Esa pregunta es anticonstitucional y tú lo sabes bien.

Hubo un pequeño silencio al otro lado de la conexión. De todas maneras, pensó Bruna exasperada, con su respuesta ya se había delatado.

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