—Entonces, ¿qué convierte a este virus en algo tan importante, si no mata y sus síntomas son tan suaves?
—Es el primer HERV, retrovirus endógeno humano, que se vuelve activo, el primero que escapa de los cromosomas humanos y se transmite lateralmente.
—¿Qué significa se transmite lateralmente?
—Significa que es infeccioso. Puede pasar de un humano a otro. Durante millones de años se ha transmitido verticalmente, pasando de padres a hijos a través de sus genes.
—¿Existen en nuestras células otros virus antiguos?
—Las estimaciones más recientes son que al menos un tercio de nuestro genoma podría consistir en retrovirus endógenos. En ocasiones forman partículas en el interior de las células, como si estuviesen tratando de salir de nuevo, pero ninguna de esas partículas había sido eficaz… hasta ahora.
—¿Es razonable decir que esos virus remanentes fueron domesticados o neutralizados hace mucho tiempo?
—Es algo complejo, pero podría decirse así.
—¿Cómo se introdujeron en nuestros genes?
—En algún momento de nuestro pasado, un retrovirus infectó células germinales, células sexuales como los óvulos o espermatozoides. No sabemos qué síntomas podría haber causado la enfermedad en aquel momento. De algún modo, a lo largo del tiempo, el provirus, la representación vírica enterrada en nuestro ADN, se fragmentó o mutó o simplemente se desactivó. Supuestamente, en la actualidad esas secuencias de ADN retrovírico son tan sólo chatarra. Pero hace tres años planteé que los fragmentos de provirus situados en diferentes cromosomas humanos podían representar en su conjunto un retrovirus activo. Todas las proteínas y el ARN necesarios que se encuentran flotando en el interior de la célula podrían combinarse para formar una partícula completa e infecciosa.
—Y así ha resultado ser. La ciencia especulativa marchando valientemente por delante de la ciencia real…
Mitch apenas oía lo que decía el periodista, en lugar de eso se fijaba en los ojos de Lang: grandes, todavía preocupados, pero sin perder detalle. Mirada intensa. Los ojos de una superviviente.
Apagó el televisor y se recostó para descansar, para olvidar. Le dolía la pierna dentro de la escayola.
Kaye Lang estaba a punto de conseguir una medalla de bronce, ganando una partida importante en el juego de la ciencia. Mitch, en cambio, había tenido en las manos la medalla de oro… y la había dejado caer, arrojándola al hielo, perdiéndola para siempre.
Una hora después le despertó un golpe autoritario en la puerta.
—Adelante —dijo, y se aclaró la garganta.
Un enfermero vestido de verde almidonado acompañaba a tres hombres y a una mujer, todos de mediana edad, todos con indumentaria conservadora. Entraron y ojearon la habitación como si estuviesen buscando posibles vías de huida. El más bajo de los tres hombres avanzó y se presentó. Le tendió la mano.
—Soy Emiliano Luria, del Instituto para Estudios Humanos. Estos son mis colegas de la Universidad de Innsbruck, Herr Professor Friedrich Brock…
Nombres que Mitch olvidó casi de inmediato. El enfermero trajo dos sillas más del pasillo y luego se quedó junto a la puerta en posición de descanso, con los brazos cruzados y elevando la nariz como un guarda de palacio.
Luria le dio la vuelta a la silla, el respaldo hacia delante, y se sentó. Los gruesos cristales redondos de sus gafas lanzaron destellos bajo la luz grisácea que se filtraba por las cortinas de la ventana.
Se fijó en Mitch con atención, emitió un débil hum y miró al enfermero.
—Estaremos bien solos —dijo—. Déjenos, por favor. ¡Nada de historias para los periódicos ni de malditas cacerías de cuerpos por los glaciares!
El enfermero asintió amablemente y salió de la habitación.
Luria le pidió a la mujer, delgada, de mediana edad, seria, con facciones fuertes y abundante pelo gris recogido en un moño, que se asegurase que el enfermero no estaba escuchando. Ella se acercó a la puerta y miró fuera.
—El inspector Haas de Viena me ha asegurado que no tienen mayor interés en este asunto —le dijo Luria a Mitch, después de haber cumplido esas formalidades—. Esto es entre usted y nosotros, y trabajaré con los italianos y suizos, si es preciso cruzar alguna frontera. —Sacó un gran mapa desplegable del bolsillo, y el doctor Block o Brock o como se llamase alargó una caja que contenía varias fotografías tomadas en los Alpes.
—Bien, joven —dijo Luria, con los ojos borrosos tras las gruesas lentes—, ayúdenos a reparar el daño que ha causado a la ciencia. Esas montañas, donde le encontraron, no nos resultan desconocidas. El verdadero Hombre de los Hielos fue hallado en una cordillera cercana. Han sido montañas muy transitadas durante miles de años, tal vez una ruta comercial, o sendas seguidas por los cazadores.
—No creo que siguiesen ninguna ruta comercial —dijo Mitch—. Creo que estaban huyendo.
Luria ojeó sus notas. La mujer se acercó más a la cama.
—Dos adultos, en muy buenas condiciones físicas, excepto por la herida que tenía la mujer en el abdomen.
—Una herida de lanza —dijo Mitch. La habitación quedó en silencio por un momento.
—He hecho algunas llamadas y he hablado con gente que le conoce. Me han dicho que su padre viene a sacarle del hospital y he hablado con su madre…
—Por favor, Professor , vaya al grano —dijo Mitch.
Luria arqueó las cejas y reordenó los papeles.
—Me han dicho que era usted un científico muy bueno, concienzudo, un experto en organizar y realizar excavaciones meticulosas. Usted encontró el esqueleto conocido como Hombre de Pasco. Cuando los nativos americanos protestaron y reclamaron al Hombre de Pasco como uno de sus antepasados, usted se llevó los huesos de allí.
—Para protegerlos. Habían aparecido en una ribera y estaban en la orilla del río. Los indios querían enterrarlos de nuevo. Los huesos eran demasiado importantes para la ciencia. No podía dejar que sucediese eso.
Luria se inclinó.
—Creo que el Hombre de Pasco murió de una herida de lanza infectada en el muslo, ¿no es así?
—Es posible.
—Parece tener olfato para antiguas tragedias —dijo Luria, rascándose la oreja con un dedo.
—La vida era muy dura entonces.
Luria asintió.
—En Europa, cuando encontramos un esqueleto, no tenemos esos problemas. —Sonrió a sus colegas—. No sentimos respeto por nuestros muertos… los desenterramos, los exponemos, les cobramos a los turistas por verlos. Así que para nosotros, esto no es necesariamente una mancha importante en su carrera, aunque parece haber provocado el fin de la relación con su institución.
—Corrección política —dijo Mitch, intentando no sonar demasiado cáustico.
—Es posible. Estoy encantado de escuchar a alguien con su experiencia… pero, doctor Rafelson, lamentablemente, lo que usted ha descrito es muy improbable. —Luria apuntó a Mitch con el bolígrafo—. ¿Qué parte de su historia es verdadera, y cuál es falsa?
—¿Por qué iba a mentir? —preguntó Mitch—. Mi vida ya se ha ido al infierno.
—¿Tal vez para mantener el contacto con la ciencia? ¿Para no verse apartado repentinamente de la antropología?
Mitch sonrío con tristeza.
—Puede que lo hiciese —dijo—, pero no me inventaría una locura como ésta. El hombre y la mujer de la cueva tenían claras características neandertales.
—¿En qué criterios basa la identificación? —preguntó Brock, interviniendo en la conversación por primera vez.
—El doctor Brock es un experto en neandertales —dijo Luria, respetuosamente.
Mitch describió los cuerpos lenta y cuidadosamente. Podía cerrar los ojos y verlos como si estuviesen flotando sobre la cama.
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