A Kaye no le importaba. Eso era la ciencia, demasiado humana y era mejor que fuese así. Pero entonces había surgido la pelea personal de Saul con el editor de Cell , torpedeando cualquier posibilidad que pudiese haber tenido de publicar allí. En vez de eso, había acudido a Virology , una buena revista, pero un peldaño más abajo. Nunca había conseguido llegar hasta Science o Nature . Había ascendido un buen tramo, y luego se había atascado.
Ahora, al parecer, docenas de laboratorios y centros de investigación estaban deseosos de mostrarle los resultados del trabajo que habían realizado para confirmar sus especulaciones. Para su tranquilidad mental decidió aceptar invitaciones de aquellas facultades, centros y laboratorios que la habían alentado de alguna forma en los últimos años, y en particular, el Carl Rose Center for Domain Research, de Cambridge, Massachussets.
El Rose Center estaba en medio de cuarenta hectáreas de pinos plantados en los años cincuenta: un espeso bosque rodeando un edificio de laboratorios de forma cúbica; el cubo no se asentaba plano sobre el terreno sino que se elevaba por uno de los lados. Dos plantas de laboratorios quedaban bajo tierra, directamente por debajo y hacia el este de la parte elevada. Financiado en su mayor parte por las aportaciones de la inmensamente rica familia Van Buskirk de Boston, el Rose Center llevaba treinta años investigando en biología molecular.
A tres científicos del Rose les habían concedido becas del Proyecto Genoma Humano, el ambicioso y fuertemente subvencionado esfuerzo multilateral para secuenciar y entender la genética humana en su totalidad; para analizar arcaicos fragmentos genéticos, hallados en las denominadas regiones basura de los genes humanos, llamados intrones. La científica al frente de esta investigación era Judith Kushner, que había sido la directora de la tesis de Kaye en Stanford.
Judith Kushner medía aproximadamente un metro y sesenta y cinco centímetros, tenía el pelo negro rizado, una cara redonda y soñadora, que parecía estar siempre al borde de una sonrisa, y unos ojos oscuros pequeños y ligeramente saltones. Se la consideraba internacionalmente una verdadera experta, alguien capaz de diseñar cualquier experimento y conseguir que cualquier aparato hiciese lo que se suponía que debía hacer, en otras palabras, de realizar los experimentos reiterados necesarios para conseguir que la ciencia fuese realmente efectiva.
El que actualmente se pasase la mayor parte del tiempo rellenando papeles y aconsejando a estudiantes licenciados y posdoctorados era simplemente un indicativo de cómo funcionaba la ciencia moderna.
La asistente y secretaria de Kushner, una joven pelirroja dolorosamente delgada llamada Fiona Bierce, guió a Kaye a través del laberinto de laboratorios hasta el ascensor principal que las conduciría abajo.
El despacho de Kushner estaba en la planta cero, bajo tierra pero por encima del sótano: paredes sin ventanas, de cemento, pintadas de un agradable beige pálido. Las paredes estaban cubiertas de libros bien ordenados y revistas especializadas. Se oía el murmullo de fondo de los cuatro ordenadores situados en una esquina, incluido un superordenador de simulación donado por Mind Design, de Seattle.
—¡Kaye Lang, me siento tan orgullosa! —Al entrar Kaye, Kushner se levantó de la silla, radiante, y extendió los brazos para abrazarla. Canturreó y llevó a su antigua estudiante bailando por la habitación, sonriendo con júbilo profesoral—. Dime, ¿quién te dio la noticia?, ¿Lynn?, ¿el viejo en persona?
—Lynn me llamó ayer —dijo Kaye, ruborizándose.
Kushner le agarró las manos y se las levantó hacia el techo como un contendiente celebrando una victoria.
—¡Es fantástico!
—Realmente es demasiado —dijo Kaye y, ante la indicación de Kushner, se sentó junto a la gran pantalla plana del ordenador de simulación.
— Carpe diem! ¡Disfrútalo! —le aconsejó Kushner con vehemencia—. Te lo has ganado, cariño. Te he visto tres veces en el televisor. Jackie Oniama en la Triple C Network intentando hablar de ciencia, ¡muy divertido! ¿En persona se parece tanto a una muñeca?
—La verdad es que todos fueron muy amables. Pero estoy agotada de intentar explicar cosas.
—Hay mucho que explicar. ¿Cómo está Saul? —preguntó Kushner, ocultando cierta aprensión.
—Se encuentra bien. Todavía estamos intentando precisar si nos asociaremos con los georgianos.
—Si no se asocian con vosotros después de esto, es que todavía les queda mucho camino por recorrer para convertirse en capitalistas —dijo Kushner, y se sentó junto a Kaye.
Fiona Bierce parecía contenta limitándose a escuchar. Sonreía ampliamente.
—Bien… —dijo Kushner, mirando fijamente a Kaye—. No ha sido un camino muy largo, ¿verdad?
Kaye se rió.
—¡Me siento tan joven!
—Yo me siento muy envidiosa. Ninguna de mis estrafalarias teorías ha recibido ni de lejos tanta atención.
—Sólo chorros de dinero —dijo Kaye.
—Chorros y chorros. ¿Necesitas un poco?
Kaye sonrió.
—No querría comprometer nuestra posición profesional.
—Ah, el nuevo mundo de la biología rentable, tan importante, secreto y pagado de sí mismo. Recuerda, cariño, se supone que las mujeres hacen ciencia de forma diferente. Escuchamos y nos esforzamos y escuchamos y nos esforzamos, exactamente como la pobre Rosalind Franklin. Nada que ver con esos chicos alocados. Y todo ello por motivos de la más alta pureza ética. En fin… ¿cuándo pensáis salir a bolsa tú y Saul? Mi hijo intenta rentabilizar mi fondo de pensiones.
—Probablemente nunca —dijo Kaye—. Saul odiaría tener que dar cuentas a los accionistas. Además, antes debemos tener éxito, ganar algo de dinero, y todavía falta mucho para eso.
—Basta de trivialidades —dijo Kushner con firmeza—. Tengo algo interesante que enseñarte. Fiona, ¿podrías ejecutar nuestra pequeña simulación?
Kaye apartó la silla hacia un lado. Bierce se sentó junto al teclado del ordenador de simulación y flexionó los dedos como una pianista.
—Judith lleva tres meses trabajando como una esclava en este proyecto —dijo—. Se ha basado en gran parte en tus artículos, y el resto en datos de tres proyectos diferentes del genoma, y cuando se dio la alarma estábamos preparados.
—Fuimos directos a tus marcadores y encontramos las rutinas de ensamblaje —dijo Kushner—. La cubierta del SHEVA y su sistema universal de reparto humano. Esto es la simulación de una infección, basada en resultados del laboratorio de la quinta planta, el grupo de John Dawson. Infectaron hepatocitos en un cultivo de tejidos densos. Esto es lo que sucedió.
Kaye observó mientras Bierce volvía a iniciar la secuencia de ensamblaje simulada. Las partículas del SHEVA entraban en los hepatocitos, células de hígado en una placa de cultivo de laboratorio, y cortaban ciertas funciones celulares, colaboraban con otras, transcribían su ARN en ADN y lo integraban en el ADN de la célula; luego comenzaban a replicarse.
En brillantes colores simulados, nuevas partículas del virus se formaban a partir del citosol, el fluido interno de la célula. Los virus migraban a la membrana exterior de la célula y la atravesaban saliendo al mundo exterior, cada una de las partículas envuelta cuidadosamente en un pedacito de la propia piel de la célula.
—Consumen parte de la membrana, pero es todo bastante suave y controlado. Los virus provocan tensiones en las células, pero no las matan. Y al parecer, aproximadamente una de cada veinte partículas del virus es viable, cinco veces más que en el caso del VIH.
Repentinamente, la simulación cambió, ampliando la imagen y centrándose en las moléculas creadas junto con los virus, envueltas en embalajes de transporte celular llamados vesículas y liberadas junto a las nuevas partículas infecciosas. Llevaban comentarios en naranja brillante: «¿PGA?» y «¿PGE?».
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