—Es consciente de que diferentes investigadores utilizan criterios diferentes para describir a los supuestos neandertales —dijo Brock—. Tempranos, tardíos, intermedios, de diferentes regiones, esbeltos o robustos, tal vez diferentes grupos raciales dentro de la subespecie. A veces las distinciones son tantas que un observador podría confundirse.
—No eran Homo sapiens sapiens . —Mitch se sirvió un vaso de agua y se ofreció a servir más vasos. Luria y la mujer aceptaron. Brock negó con la cabeza.
—Bien, si los encontramos, podremos resolver este problema fácilmente. Siento curiosidad por su opinión sobre la cronología en la evolución humana…
—No soy dogmático —dijo Mitch.
Luria meneó la cabeza, comme ci , comme ça , y revisó algunas páginas de notas.
—Clara, por favor, páseme ese libro grande de ahí. He marcado algunas fotos y planos, de dónde podría haber estado antes de que le encontrasen. ¿Le resulta familiar alguna de éstas?
Mitch agarró el libro y lo sostuvo abierto con torpeza sobre su regazo. Las imágenes eran luminosas, claras, hermosas. La mayoría habían sido tomadas a plena luz del día con el cielo azul. Miró las páginas marcadas y sacudió la cabeza.
—No veo ninguna cascada helada.
—Ningún guía conoce una cascada helada por las cercanías del serac, ni tampoco a lo largo de la masa principal del glaciar. Tal vez pueda darnos alguna otra pista…
Mitch meneó la cabeza.
—Lo haría si pudiese, Professor .
Luria guardó los papeles con decisión.
—Creo que es usted un joven sincero, tal vez incluso un buen científico. Le diré algo, si no va contándoselo a los periódicos o a la televisión, ¿de acuerdo?
—No tengo ningún motivo para dirigirme a ellos.
—La niña nació muerta o gravemente herida. La parte posterior de su cabeza está destrozada, tal vez por el impacto de un palo afilado endurecido al fuego.
Niña. El bebé había sido una niña. Por algún motivo, eso le conmovió profundamente. Bebió otro sorbo de agua. Toda la emoción de su situación actual, la muerte de Tilde y Franco… la tristeza de esa antigua historia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, a punto de desbordarse.
—Lo siento —dijo, y se secó la humedad con la manga del pijama.
Luria le observó comprensivo.
—Eso le confiere a su historia cierta credibilidad, ¿no? Pero… —El profesor levantó la mano y apuntó al techo, concluyendo—: Aún así es difícil de creer.
—La niña no es, definitivamente, un Homo sapiens neandertalensis —dijo Brock—. Tiene rasgos interesantes, pero es moderna en todos sus detalles. Sin embargo, no es específicamente europea, más bien anatolia o incluso turca, pero eso es sólo una suposición por ahora. Y no conozco ningún espécimen tan reciente de esa clase. Sería increíble.
—Debo de haberlo soñado —dijo Mitch, apartando la mirada.
Luria se encogió de hombros.
—Cuando se encuentre bien, ¿le gustaría acompañarnos al glaciar y buscar de nuevo la cueva?
Mitch no lo dudó.
—Por supuesto —dijo.
—Intentaré arreglarlo. Pero por ahora… —Luria miró la pierna de Mitch.
—Al menos cuatro meses —dijo Mitch.
—No será un buen momento para escalar, dentro de cuatro meses. A finales de la primavera, entonces, el año que viene. —Luria se puso en pie y la mujer, Clara, recogió los vasos y los colocó sobre la bandeja de Mitch.
—Gracias —dijo Brock—. Espero que tenga usted razón doctor Rafelson. Sería un hallazgo maravilloso.
Al salir, se inclinaron ligeramente, con formalidad.
12
Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, Atlanta
SEPTIEMBRE
—Las vírgenes no pillan nuestra gripe —dijo Dicken, levantando la vista de los papeles y gráficas que estaban sobre la mesa—. ¿Es eso lo que me estás diciendo? —Arqueó las oscuras cejas hasta que su frente se llenó de arrugas.
Jane Salter se acercó y recogió los documentos de nuevo, nerviosa, extendiéndolos con solícita determinación sobre el escritorio. Las paredes de cemento de su despacho del sótano acentuaron el sonido crujiente. Muchas de las oficinas de los pisos inferiores de Edificio 1 del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades habían sido anteriormente laboratorios de experimentación, con animales y jaulas. Terraplenes de cemento sobresalían cerca de las paredes.
En ocasiones, a Dicken le parecía que todavía podía oler el desinfectante y la mierda de mono.
—Es lo más sorprendente que puedo extraer de los datos —confirmó Salter.
Era una de las mejores especialistas en estadística que tenían, un genio con los diversos ordenadores que hacían la mayor parte del seguimiento, desarrollo de modelos y registro de datos.
—Los hombres se contagian a veces, o dan positivo en las pruebas, pero son asintomáticos. Se convierten en vectores para las mujeres, pero probablemente no para otros hombres. Y… —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. No podemos hacer que nadie se infecte a sí mismo.
—Así que el SHEVA es un especialista —dijo Dicken, agitando la cabeza—. ¿Cómo demonios lo sabemos?
—Mira la nota al pie de página, Christopher, y el texto. «Mujeres con relación de pareja estable o aquellas que han mantenido numerosas relaciones sexuales.»
—¿Cuántos casos hasta ahora? ¿Cinco mil?
—Seis mil doscientas mujeres y sólo unos sesenta o setenta hombres, todos ellos parejas de mujeres infectadas. El retrovirus se transmite sólo cuando existe exposición reiterada.
—Eso no es tan raro —dijo Dicken—. En ese caso, es similar al VIH.
—Exacto —dijo Salter; le palpitaba la boca—. Dios les tiene manía a las mujeres. La infección comienza en la mucosa de los conductos nasales y los bronquios, a continuación se desarrolla una inflamación leve de los alvéolos, entra en la corriente sanguínea, ligera inflamación de los ovarios… y desaparece. Molestias, algo de tos, dolor de barriga. Y si la mujer se queda embarazada, hay muchas posibilidades de que sufra un aborto.
—Esa información debería ser suficiente para Mark —dijo Dicken—. Pero vamos a reforzarlo más. Necesita asustar a un grupo de votantes más significativo que el de las mujeres jóvenes. ¿Qué hay de los viejos? —La miró esperanzado.
—Las mujeres de edad avanzada no se contagian —dijo—. Nadie menor de catorce años o mayor de sesenta. Mira la distribución. —Se inclinó y señaló un gráfico circular—. La edad media es treinta y uno.
—Es una locura. Mark pretende que le encuentre algún sentido a todo esto y que refuerce la presentación de la directora de los Servicios de Salud antes de las cuatro de la tarde.
—¿Otra reunión informativa? —preguntó Salter.
—Con el jefe del gabinete y el consejero científico. Esto es válido, y preocupante, pero conozco a Mark. Vamos a echar otro vistazo a los informes… Tal vez encontremos unos cuantos miles de ancianos muertos en el Zaire.
—¿Me estás pidiendo que falsifique los datos?
Dicken sonrió con malicia.
—Pues jódase, señor —dijo Salter suavemente, ladeando la cabeza—. No tenemos más estadísticas de Georgia. Tal vez podrías llamar a Tbilisi —sugirió—. O a Estambul.
—Parece que lleven candados en la boca —dijo Dicken—. No fui capaz de sacarles mucho, y se niegan a admitir que tengan algún caso en este momento. —Miró a Salter directamente.
Ella frunció la nariz.
—Por favor, me basta con un pasajero anciano saliendo de Tbilisi y derritiéndose en el avión —sugirió Dicken.
Salter dejó escapar una explosión de risa. Se quitó las gafas, las limpió y volvió a colocárselas.
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