Greg Bear - La radio de Darwin

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La
es una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, además de un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los origenes del ser humano y su posible destino.
Tres hechos, que al principio parecen no estar relacionados, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos.
Kaye Lang, una biológa molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de inteligencia de Epidemias, temen que algo ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años haya empezdo a despertar. Ellos dos junto al antropólogo Mictch Rafaelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo.
El premio Nebula, el equivalente en ciencia ficción al Oscar cinematográfico, avala el interés de esta obra, el más sugestivo thriller sobre la investigación genética y el futuro de la especie humana. Cinco premios Nebula, dos premios Hugo, el premio Apollo de Francia y el premio Ignotus en España garantizan la alta calidad e interés de la obra del brillante autor de
y
.
Premio Nebula 2000.
Novela Finalista del Premio Hugo 2000.

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Abrió las ventanas de la habitación y el ruido del tráfico, diez pisos más abajo, aumentó. La brisa hacía ondular los visillos blancos.

Dicken insistió, tratando de defender su argumento, consciente al mismo tiempo de que su declaración era deplorablemente inadecuada.

—Hay una importante posibilidad de que Herodes haga algo más que provocar abortos. Parece surgir en poblaciones relativamente aisladas. Ha estado activo al menos desde la década de los sesenta. La respuesta política ha sido en ocasiones extrema. Nadie arrasaría todo un pueblo o mataría a docenas de madres y padres y a sus hijos aún no nacidos sólo por un aumento local de abortos.

Augustine se encogió de hombros.

—Demasiado vago —dijo, contemplando la calle abajo.

—Suficiente para una investigación —sugirió Dicken.

Augustine frunció el ceño.

—Estamos hablando de vientres vacíos, Christopher —dijo con calma—. Tenemos que jugar con una idea aterradora, no con rumores y ciencia ficción.

10

Long Island, Nueva York

Kaye oyó pasos subiendo las escaleras, se sentó en la cama y se apartó el pelo de los ojos a tiempo de ver a Saul. Se adentró de puntillas en el dormitorio, caminando sobre la alfombra, llevando un pequeño paquete envuelto en papel de regalo rojo y atado con un lazo, y un ramo de rosas y clavellinas.

—Maldición —dijo, al ver que estaba despierta. Dejó las rosas a un lado con un movimiento elegante y se inclinó para besarla. Entreabrió los labios, ligeramente húmedos sin resultar agresivos. Ésa era su señal para indicar que anteponía los deseos de ella, pero que él estaba interesado, mucho.

—Bienvenida a casa. Te he echado de menos, Mädchen .

—Gracias. Me alegro de estar aquí.

Saul se sentó en el borde de la cama, contemplando las rosas.

—Estoy de buen humor. Mi dama está en casa. —Sonrió ampliamente y se tendió junto a ella, alzando las piernas y colocando los pies con calcetines sobre la cama. Kaye podía oler las rosas, el aroma intenso y dulce, casi demasiado para esa hora de la mañana. Él le ofreció el regalo.

—Para mi brillante amiga.

Kaye se sentó mientras Saul le ahuecaba la almohada para que se apoyase. Ver a Saul en buena forma le provocaba el mismo efecto de siempre: esperanza y alegría de estar en casa, y la sensación de encontrarse un poco más centrada. Le pasó los brazos sobre los hombros, abrazándole con torpeza y escondiendo la cabeza en su cuello.

—Ah —dijo—, abre la caja.

Ella alzó las cejas, frunció los labios y deshizo el lazo.

—¿Qué he hecho para merecer esto? —preguntó.

—Nunca has comprendido realmente lo valiosa y maravillosa que eres —dijo Saul—. Tal vez es sólo porque te quiero. Tal vez es para celebrar que has vuelto. O… tal vez estamos celebrando otra cosa.

—¿Qué?

—Ábrelo.

Fue dándose cuenta, con creciente intensidad, de que llevaba semanas fuera. Apartó el papel rojo y le besó la mano despacio, con los ojos fijos en su rostro. Bajó la mirada hacia la caja. Dentro había un gran medallón con el conocido perfil de un famoso fabricante de municiones. Era un premio Nobel, hecho con chocolate.

Kaye se rió en alto.

—¿De dónde… lo has sacado?

—Stan me prestó el suyo e hice un molde —dijo Saul.

—¿Y no vas a decirme qué es lo que sucede? —preguntó Kaye, acariciándole la cadera.

—No durante un rato —dijo Saul. Bajó las rosas, se quitó el jersey y ella empezó a desabrocharle la camisa.

Las cortinas estaban cerradas todavía y la habitación no había recibido su ración de sol matinal. Estaban en la cama, con las sábanas, mantas y edredón revueltos a su alrededor. Kaye veía montañas en los pliegues, y avanzó con cuidado con los dedos sobre un pico floreado. Saul arqueó la espalda, haciendo sonar los cartílagos y aspiró una bocanada de aire.

—Estoy en baja forma —dijo—. Me estoy convirtiendo en un jockey de despacho. Tengo que hacer unas cuantas flexiones más.

Kaye separó el índice y el pulgar un par de centímetros, y luego los abrió y cerró rítmicamente.

—Ejercicios con tubos de ensayo —dijo.

—Cerebro izquierdo, cerebro derecho —se le unió Saul, sujetando sus sienes y moviendo la cabeza de un lado a otro—. Tienes que ponerte al día de tres semanas de chistes sacados de Internet.

—¡Pobre de mí! —dijo Kaye.

—¡El desayuno! —gritó Saul y saltó de la cama—. Abajo, recién hecho, esperando que lo recalentemos.

Kaye le siguió en bata. «Saul ha regresado —trataba de convencerse—. Mi verdadero Saul ha regresado.»

Se había detenido en el supermercado local para comprar unos cruasanes rellenos de jamón y queso. Colocó los platos entre tazas de café y zumo de naranja sobre la mesita de la galería posterior. Brillaba el sol, el aire estaba limpio después de la tormenta y hacía un calorcillo agradable. Iba a ser un día encantador.

Para Kaye, con cada hora del verdadero Saul, la atracción de las montañas se desvanecía como un sueño infantil. No necesitaba alejarse. Saul charló sobre lo que había sucedido en EcoBacter, sobre su viaje a California y Utah y luego a Filadelfia para hablar con sus clientes y laboratorios asociados.

—La FDA nos ha pedido otros cuatro ensayos preclínicos —dijo sarcástico—, pero al menos les hemos demostrado que podemos juntar bacterias antagonistas, en lucha por recursos limitados, y forzarlas a fabricar armas químicas. Hemos demostrado que podemos aislar las bacteriocinas, purificarlas, producirlas en masa en forma neutralizada y a continuación activarlas. Inocuas para las ratas, para los hámsteres y para los monos, efectivas contra cepas resistentes de tres patógenos peligrosos. Estamos tan por delante de Merck y Aventis que ni siquiera pueden escupirnos al culo.

Las bacteriocinas eran sustancias químicas producidas por bacterias, capaces de eliminar a otros tipos de bacterias. Eran armas nuevas y prometedoras en un arsenal de antibióticos que se debilitaba con rapidez.

Kaye escuchaba feliz. Todavía no le había contado las noticias que le había prometido; estaba acercándose a ese momento a su manera, tomándose su tiempo. Kaye lo conocía y no le dio la satisfacción de mostrarse ansiosa.

—Por si eso no fuese suficiente —continuó, con los ojos brillándole—, Mkebe dice que estamos a punto de encontrar una forma de bloquear toda la red de comunicaciones, control y órdenes del Staphylococcus aureus . Atacaremos a los pequeños cabrones desde tres direcciones diferentes a la vez. ¡Bum! —Apartó sus expresivas manos y cruzó los brazos como un niño satisfecho. Luego le cambió el humor—. Bien —dijo, con el rostro repentinamente inexpresivo—, ahora cuéntame claramente lo que ha pasado con Lado y el Eliava.

Kaye le miró durante un momento, con tanta intensidad que casi se le nubla la vista. Después bajó la mirada.

—Creo que se han decidido por otros.

—El señor Bristol-Myers Squibb —dijo Saul, alzando una mano con gesto de rechazo—, estructura corporativa fósil contra sangre nueva y joven. Se equivocan. —Miró al otro lado del jardín, hacia el mar, observando unos veleros que esquivaban las olas en la suave brisa de la mañana. Luego se terminó el zumo de naranja y se lamió los labios teatralmente. Casi se retorció sobre la silla, se inclinó hacia delante, la miró fijamente con sus ojos grises y le agarró las manos.

«Ahora», pensó Kaye.

—Lo lamentarán. En los próximos meses vamos a estar muy ocupados. El CCE ha dado la noticia esta mañana. Han confirmado la existencia del primer retrovirus endógeno humano viable. Han demostrado que puede transmitirse lateralmente entre individuos. Le llaman Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos, SHERVA (Scattered Human Endogenous Retro Virus Activation). Borran la R para darle un efecto dramático. Eso lo deja en SHEVA. Un buen nombre para un virus, ¿no crees?

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