Greg Bear - La radio de Darwin

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La
es una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, además de un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los origenes del ser humano y su posible destino.
Tres hechos, que al principio parecen no estar relacionados, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos.
Kaye Lang, una biológa molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de inteligencia de Epidemias, temen que algo ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años haya empezdo a despertar. Ellos dos junto al antropólogo Mictch Rafaelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo.
El premio Nebula, el equivalente en ciencia ficción al Oscar cinematográfico, avala el interés de esta obra, el más sugestivo thriller sobre la investigación genética y el futuro de la especie humana. Cinco premios Nebula, dos premios Hugo, el premio Apollo de Francia y el premio Ignotus en España garantizan la alta calidad e interés de la obra del brillante autor de
y
.
Premio Nebula 2000.
Novela Finalista del Premio Hugo 2000.

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La naturaleza del brote y su posible extensión eran secretos celosamente guardados por el momento, pero una minoría bien informada del CCE sabía esto: los retrovirus encontrados en los fetos eran genéticamente idénticos a los HERV que habían formado parte del genoma humano desde la bifurcación evolutiva entre los monos del Viejo y del Nuevo Mundo. Todos los seres humanos sobre la Tierra los portaban, pero ya no eran simplemente basura genética o fragmentos abandonados. Algo había estimulado a los segmentos dispersos de HERV para que se expresasen y a continuación combinasen las proteínas y el ARN codificado en su interior, formando una partícula capaz de abandonar el cuerpo e infectar a otro individuo.

Todos los fetos abortados sufrían severas malformaciones.

Estas partículas estaban provocando una enfermedad, probablemente la misma enfermedad que Dicken había estado siguiendo durante los últimos tres años. La enfermedad ya había recibido un apodo doméstico en el CCE: la gripe de Herodes.

Con la combinación de genio y suerte que caracterizaba la mayoría de las grandes carreras científicas, Lang había identificado precisamente la localización de los genes que aparentemente estaban causando la gripe de Herodes. Pero por ahora ella no tenía idea de lo que había sucedido; lo había visto en su mirada en Tbilisi.

Algo más había atraído a Dicken hacia el trabajo de Kaye Lang. Junto a su marido, había escrito artículos sobre la importancia evolutiva de los elementos genéticos móviles, también llamados genes saltadores: transposones, retrotransposones e incluso los HERV. Los elementos móviles podían cambiar en cualquier momento y situación y con la frecuencia con que se expresaban los genes, provocando mutaciones, y en definitiva alterando la naturaleza morfológica de un organismo.

Probablemente, los elementos móviles, retrogenes, habían sido en su momento los precursores de los virus; algunos habían mutado y aprendido cómo salir de la célula, envueltos en cápsides y cubiertas protectoras, el equivalente genético de los trajes espaciales. Unos cuantos habían regresado posteriormente como retrovirus, al igual que hijos pródigos; algunos de ellos, a lo largo de los milenios, habían infectado células germinales, óvulos o esperma o sus precursores, y de algún modo habían perdido su potencia. Éstos se habían convertido en HERV.

En sus viajes, Dicken había escuchado, de fuentes fiables en Ucrania, historias sobre mujeres con niños sutilmente y no tan sutilmente diferentes, sobre niños concebidos inmaculadamente, sobre pueblos enteros arrasados y esterilizados… a raíz de una plaga de abortos.

Eran sólo rumores, pero para Dicken resultaban sugerentes, e incluso convincentes. Cuando perseguía algo, confiaba en su agudo instinto. Las historias guardaban relación con algo en lo que había estado pensando durante casi un año.

Tal vez había habido una conspiración de mutágenos. Tal vez Chernobyl o algún otro desastre radiactivo de la era soviética había disparado la activación de los retrovirus endógenos causantes de la gripe de Herodes. Sin embargo, hasta ahora no había comentado con nadie semejante teoría.

En el Midtown Tunnel, un gran camión publicitario, decorado con felices vacas danzantes, hizo un mal viraje y casi le golpeó. Pisó a fondo el freno del Dodge. El chirrido de las llantas y el librarse por centímetros de la colisión le hizo sudar, y liberó toda su ira y frustración.

—¡Cabrón! —le gritó al invisible conductor—. ¡La próxima vez llevaré el Ébola!

No se sentía demasiado caritativo. El CCE tendría que hacerlo público, tal vez en unas semanas. Para entonces, si las previsiones eran exactas, habría más de cinco mil casos de gripe de Herodes sólo en Estados Unidos.

Y a Christopher Dicken no se le reconocería más mérito que a la labor de un buen soldado raso.

8

Long Island, Nueva York

La casa verde y blanca se erguía en lo alto de una pequeña colina, de tamaño medio pero majestuosa, de estilo colonial de los años cuarenta, rodeada por viejos robles, álamos y los rododendros que había plantado tres años antes.

Kaye había llamado desde el aeropuerto y había escuchado un mensaje de Saul. Estaba visitando un laboratorio cliente en Filadelfia y regresaría a última hora de la tarde. Ya eran las siete y la puesta de sol sobre Long Island era espectacular. Nubes esponjosas se liberaban de una masa de un gris ominoso que se desvanecía. Los estorninos convertían a los robles en ruidosas guarderías.

Abrió la puerta, metió su equipaje y tecleó el código para desactivar la alarma. La casa olía a rancio. Dejó las bolsas en el suelo al tiempo que uno de sus dos gatos, un naranja atigrado llamado Crickson, entraba en el vestíbulo desde el salón, las uñas resonando débilmente sobre el cálido suelo de teca. Kaye lo levantó en brazos y le rascó el cuello, y él ronroneó y maulló como un becerrillo enfermo. Al otro gato, Temin, no se le veía por ninguna parte. Kaye supuso que estaba fuera, cazando.

El salón hizo que su corazón diese un vuelco. Ropa sucia esparcida por todas partes. Envases de microondas vacíos desparramados por la mesa auxiliar y la alfombra oriental situadas delante del sofá. Libros, periódicos y páginas amarillas arrancadas de una vieja guía telefónica cubrían la mesa del comedor. El olor rancio procedía de la cocina: verduras estropeadas, restos de café, envoltorios de comida.

Saul había tenido una mala temporada. Como de costumbre, ella había vuelto justo a tiempo de recogerlo todo.

Abrió la puerta delantera y todas las ventanas.

Se frío un bistec y se preparó una ensalada verde con aliño envasado. Mientras abría una botella de pinot noir, Kaye se fijó en un sobre que estaba sobre la encimera de azulejos blancos, cerca de la cafetera. Dejó el vino descorchado para que respirase y abrió el sobre. Dentro había una postal de felicitación con un dibujo floral y una nota escrita por Saul.

Kaye,

Mi dulce Kaye, cariño cariño cariño lo siento mucho. Te he echado mucho de menos y en esta ocasión puede verse, por toda la casa. No limpies. Le pediré a Caddy que lo haga mañana y le pagaré un extra. Sólo descansa. El dormitorio está impecable. Me aseguré de ello.

Saul el chiflado

Kaye dobló la nota con un suspiro de exasperación y contempló la encimera y los armarios. Se fijó en un ordenado montón de revistas y periódicos viejos, fuera de lugar sobre la tabla de cortar. Alzó las revistas. Debajo, encontró aproximadamente una docena de folios impresos y otra nota. Apagó el fuego y puso una tapa sobre la sartén para mantener el bistec caliente, a continuación tomó el montón de hojas y empezó a leer.

Kaye…

¡Has mirado! Te he dejado esto para hacerme perdonar. Es muy emocionante. Lo recibí de Virion y les pregunté a Ferris y a Farrakhan Mkebe de la UCI qué sabían del tema. No me lo contaron todo, pero creo que aquí está, exactamente como predijimos. Le llaman SHERVA, Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos. No hay mucho que valga la pena en las webs, pero aquí está la discusión.

Amor y admiración, Saul

Kaye no sabía muy bien por qué, pero eso le hizo llorar. A través de las lágrimas, ojeó los papeles, y luego los puso en la bandeja, junto al bistec y la ensalada. Se sentía cansada y desecha. Llevó la bandeja a la salita para comer y ver la televisión.

Saul había ganado una pequeña fortuna hacía seis años patentando una variedad especial de ratón transgénico; había conocido a Kaye y se había casado con ella un año después, e inmediatamente había invertido la mayor parte de su dinero en EcoBacter. Los padres de Kaye habían contribuido también con una cantidad importante, justo antes de morir en un accidente de tráfico. Treinta trabajadores y cinco directivos ocupaban el edificio rectangular azul y gris situado en un polígono industrial de Long Island, rodeado de otra media docena de empresas de biotecnología. El polígono estaba a seis kilómetros de su casa.

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