Levantó la cabeza y aspiró el aire: amoníaco, vapor, una ráfaga de olor a pintura fresca y madera procedente de la biblioteca contigua. Le gustaba ese viejo laboratorio, con sus antiguallas, su humildad y sus muchas décadas de esfuerzos y éxito. Los días que había pasado aquí, y en las montañas, estaban entre los más agradables de su vida reciente. Tamara, Zamphyra y Lado no sólo la habían hecho sentirse acogida, parecían haberse abierto a ella, instantánea y generosamente para convertirse en la familia de la extranjera errante.
Allí Saul podría conseguir un gran éxito. Un doble éxito quizá. Lo que necesitaba para sentirse importante y útil.
Se volvió y a través de la puerta abierta vio a Tengiz, el encorvado y viejo conserje del laboratorio, hablando con un joven bajo y grueso con pantalones grises y camiseta. Estaban en el pasillo, entre el laboratorio y la biblioteca. El joven la miró y sonrió. Tengiz sonrió también, asintió con la cabeza vigorosamente y señaló a Kaye con la mano. El hombre se adentró en el laboratorio como si le perteneciera.
—¿Es usted Kaye Lang? —le preguntó en inglés americano, con fuerte acento sureño.
Era varios centímetros más bajo que ella, aproximadamente de su edad, o algo mayor, con una fina barba negra y pelo oscuro y rizado. Sus ojos, también oscuros, eran pequeños e inteligentes.
—Sí —respondió.
—Encantado de conocerla. Me llamo Christopher Dicken. Soy del Servicio de Inteligencia Epidémica del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas de Atlanta… otra Georgia, muy lejos de aquí.
Kaye sonrió y le dio la mano.
—No sabía que iba a estar aquí —dijo—. ¿Qué es el CNEI, el CCE…?
—Estuvo usted en un lugar cerca de Gordi, hace un par de días —la interrumpió Dicken.
—Nos echaron de allí —dijo Kaye.
—Lo sé. Hablé con el coronel Beck ayer.
—¿Por qué le interesa?
—Puede que por nada importante. —Frunció los labios y alzó las cejas, luego sonrió de nuevo, encogiéndose de hombros y dejando el tema.
—Beck dice que las Naciones Unidas y todos los guardias de paz rusos han salido del área y vuelto a Tbilisi, ante la rotunda petición del Parlamento y del presidente Shevardnadze. Es extraño, ¿no le parece?
—Molesto para los negocios —murmuró Kaye. Tengiz escuchaba desde el pasillo. Lo miró frunciendo el ceño, más por desconcierto que como advertencia. Él se alejó.
—Sí —dijo Dicken—. Viejos conflictos. ¿De hace cuánto tiempo, en su opinión?
—¿El qué… la tumba?
Dicken asintió.
—Cinco años. Tal vez menos.
—Las mujeres estaban embarazadas.
—Sííí… —Alargó la respuesta, intentando adivinar por qué le interesaría esto a alguien del Centro de Control de Enfermedades—. Las dos que yo vi.
—¿No pudo ser una confusión? ¿Recién nacidos arrojados en la fosa?
—No —contestó—, estaban de seis o siete meses.
—Gracias. —Dicken extendió la mano de nuevo y se despidió educadamente. Se volvió para marcharse. Tengiz estaba paseando por el pasillo junto a la puerta y se apartó rápidamente al pasar Dicken. El investigador del Servicio de Inteligencia Epidémica se volvió hacia Kaye y le dirigió un breve gesto de saludo.
Tengiz ladeó la cabeza y exhibió una sonrisa desdentada, parecía tan culpable como el demonio.
Kaye corrió hasta la puerta y alcanzó a Dicken en el patio. Estaba subiendo a un pequeño Nissan de alquiler.
—¡Un momento, por favor! —llamó.
—Lo siento. Tengo que irme. —Dicken cerró con fuerza la puerta y puso en marcha el motor.
—¡Dios, sí que sabe cómo despertar sospechas! —dijo Kaye, alzando la voz lo suficiente como para que él la oyese a través de la ventanilla cerrada.
Dicken bajó el cristal y le sonrió con amabilidad.
—¿Sospechas sobre qué?
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Rumores —dijo, mirando sobre su hombro para ver si había alguien cerca—. Eso es todo lo que puedo decirle.
Dio la vuelta sobre la grava con el coche y se fue, pasando entre el edificio principal y el segundo laboratorio. Kaye cruzó los brazos y frunció el ceño.
Lado la llamó desde el edificio principal, asomando por una ventana.
—¡Kaye! Ya hemos terminado. ¿Estás lista?
—¡Sí! —contestó Kaye, caminando hacia el edificio—. ¿Le has visto?
—¿A quién? —preguntó Lado, con rostro inexpresivo.
—Un hombre del Centro de Control de Enfermedades. Dijo que se llamaba Dicken.
—No he visto a nadie. Tienen una oficina en la calle Abasheli. Podrías llamar allí.
Meneó la cabeza. No había tiempo y en cualquier caso no era asunto suyo.
—No importa —respondió.
Lado se mostró extrañamente taciturno mientras llevaba a Kaye al aeropuerto.
—¿Son buenas o malas noticias? —preguntó ella.
—No estoy autorizado a revelarlo —respondió él—. Debemos mantener nuestras opciones abiertas, como dices. Somos como niños en el bosque.
Kaye asintió y miró hacia delante mientras entraban en el área de aparcamiento. Lado le ayudó a llevar sus maletas a la nueva terminal internacional, pasando filas de taxis con conductores de mirada penetrante aguardando impacientes. Había poca gente esperando ante el mostrador de facturación de la British Mediterranean Airlines. Kaye se sentía como si ya estuviese en una zona intermedia entre mundos, más cerca de Nueva York que de la Georgia de Lado, de la iglesia de Gergeti o del Monte Kazbeg.
Mientras esperaba su turno y sacaba su pasaporte y billetes, Lado esperó con los brazos cruzados, mirando los débiles rayos de sol a través de los ventanales de la terminal.
La azafata, una joven rubia con piel pálida como un fantasma, se entretuvo con los billetes y papeles. Finalmente la miró y le dijo:
—No despegar. No subir.
—¿Cómo dice?
La mujer miró al techo como si eso pudiese darle fuerzas o inteligencia y lo intentó de nuevo.
—No Bakú. No Heathrow. No JFK. No Viena.
—¿Qué ocurre, han desaparecido? —preguntó Kaye exasperada. Miró indecisa hacia Lado, que pasó sobre las cuerdas cubiertas de vinilo y se dirigió a la mujer en tono severo y reprobatorio, luego señaló a Kaye y arqueó las espesas cejas como diciendo, «¡una persona muy importante!».
Las pálidas mejillas de la joven adquirieron algo de color. Con infinita paciencia, miró a Kaye y empezó a hablar con rapidez en georgiano, algo sobre el tiempo, una tormenta de granizo acercándose, algo poco corriente. Lado tradujo con palabras aisladas: granizo, raro, pronto.
—¿Cuándo podré salir? —le preguntó Kaye a la mujer.
Lado escuchó la explicación de la azafata con expresión seria, después se enderezó y se volvió hacia Kaye.
—La próxima semana, el próximo vuelo. O volar a Viena, el martes. Pasado mañana.
Kaye decidió cambiar su reserva por Viena. Ya había cuatro personas en la cola detrás de ella, y mostraban a la vez signos de diversión e impaciencia. Por su indumentaria y su idioma probablemente no se dirigían ni a Nueva York ni a Londres.
Lado la acompañó por las escaleras y se sentó frente a ella en la resonante sala de espera. Necesitaba pensar y decidir qué hacer. Unas cuantas ancianas vendían cigarrillos occidentales, perfumes y relojes japoneses en pequeños puestos alrededor del perímetro. Cerca, dos hombres jóvenes dormían en bancos situados uno frente a otro, roncando a dúo. Las paredes estaban cubiertas con carteles en ruso, en la hermosa escritura curvada georgiana, y en alemán y francés. Castillos, plantaciones de té, botellas de vino, las repentinamente pequeñas y distantes montañas, cuyos puros colores sobrevivían incluso bajo las luces fluorescentes.
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