Greg Bear - La radio de Darwin

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La
es una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, además de un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los origenes del ser humano y su posible destino.
Tres hechos, que al principio parecen no estar relacionados, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos.
Kaye Lang, una biológa molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de inteligencia de Epidemias, temen que algo ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años haya empezdo a despertar. Ellos dos junto al antropólogo Mictch Rafaelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo.
El premio Nebula, el equivalente en ciencia ficción al Oscar cinematográfico, avala el interés de esta obra, el más sugestivo thriller sobre la investigación genética y el futuro de la especie humana. Cinco premios Nebula, dos premios Hugo, el premio Apollo de Francia y el premio Ignotus en España garantizan la alta calidad e interés de la obra del brillante autor de
y
.
Premio Nebula 2000.
Novela Finalista del Premio Hugo 2000.

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Mitch cerró los ojos y apartó la mirada. Podía verlo todo con claridad. «Estupidez no es la palabra. Esto es el destino, pura y simplemente.»

—¿Va a vomitar? —preguntó el inspector, apartándose.

Mitch meneó la cabeza.

—Ya sabemos… Le vieron con la mujer en el Braunschweiger Hütte , a menos de diez kilómetros de donde le encontraron. Una mujer llamativa, hermosa y rubia, dicen los testigos.

Los alpinistas asintieron ante la descripción, como si ellos hubiesen estado allí.

—Lo mejor es que nos lo cuente todo y que nosotros lo oigamos primero. Se lo transmitiré a la policía italiana y la policía austriaca le interrogará y tal vez todo quede en nada.

—Eran conocidos míos —dijo—. Ella era… había sido… mi novia. Quiero decir, fuimos amantes.

—Sí. ¿Por qué volvió a contactar con usted?

—Habían encontrado algo. Pensó que yo podría decirles qué era lo que habían encontrado.

—¿Y?

Mitch comprendió que no tenía opción.

Bebió otro vaso de agua y a continuación le contó al inspector a grandes rasgos lo que había sucedido, con tanta precisión y claridad como fue capaz.

En vista de que no había mencionado los viales, él tampoco los mencionó. El oficial tomó notas y grabó su confesión en una pequeña grabadora.

Cuando terminó, el inspector dijo:

—Seguramente desearán saber dónde está esa cueva.

—Tilde… Mathilda tenía una cámara —dijo Mitch fatigado—. Tomó fotos.

—No encontramos ninguna cámara. Sería mucho más sencillo si supiese dónde está la cueva. Un descubrimiento así… muy emocionante.

—Ya tienen el bebé —dijo Mitch—. Eso debería ser lo bastante emocionante. Un bebé neandertal.

El inspector puso un gesto dubitativo.

—Nadie ha dicho nada de neandertales. ¿Puede ser eso una confusión? ¿O una broma?

Mitch ya había perdido todo lo que le importaba, su carrera, su posición como paleontólogo. Una vez más lo había fastidiado todo.

—Tal vez fuese la migraña. Estoy muy confuso. Por supuesto, les ayudaré a encontrar la cueva —dijo.

—Entonces no hay ningún crimen, simplemente una tragedia. —El inspector se levantó para marcharse y el agente se tocó la gorra en gesto de saludo.

Después de que se hubiese ido, el alpinista con las mejillas peladas le dijo:

—No te irás pronto a casa.

—Las montañas quieren que vuelvas —dijo el menos tostado de los cuatro, al otro lado de la habitación frente a Mitch, y asintió solemnemente como si eso lo explicase todo.

—Que os jodan —murmuró Mitch. Se volvió en la dura cama blanca, dándoles la espalda.

6

Instituto Eliava, Tbilisi

Lado, Tamara, Zamphyra y otros siete científicos y estudiantes se agrupaban en torno a las mesas de madera en el extremo sur del edificio del laboratorio principal. Todos alzaron sus copas de brandy en honor a Kaye. Las velas centelleaban por toda la habitación, reflejando los destellos dorados en las copas llenas de líquido color ámbar. Estaban todavía en medio de la cena y ésta era la octava ronda que Lado dirigía esa noche, como tamada , maestro de ceremonias, para la ocasión.

—Por la querida Kaye —dijo Lado—, que valora nuestro trabajo… ¡y promete hacernos ricos!

Conejos, ratones y pollos observaban con ojos soñolientos desde sus jaulas, detrás de la mesa. Largos bancos negros cubiertos de frascos, bandejas, incubadoras y ordenadores conectados a secuenciadores y analizadores, se hallaban en la penumbra del fondo del laboratorio.

—Por Kaye —añadió Tamara—, que ha visto más de lo que Sakartvelo, de Georgia, tiene que ofrecer… de lo que desearíamos. Una mujer valiente y comprensiva.

—¿Eres tú la encargada de dirigir el brindis? —preguntó Lado, molesto—. ¿Por qué nos recuerdas cosas desagradables?

—¿Y tú?, ¿hablando de hacernos ricos, de dinero, en un momento como éste? —le replicó Tamara, devolviéndole la reprimenda.

—¡Soy el tamada ! —rugió Lado, en pie junto a la mesa plegable de roble, agitando el vaso y derramando el brandy ante estudiantes y científicos. Aparte de algunas sonrisas, ninguno de ellos dijo una palabra en desacuerdo.

—Está bien —reconoció Tamara—. Tus deseos son órdenes.

—¡No tienen ningún respeto! —se quejó Lado a Kaye—. ¿Destruirá la prosperidad nuestras tradiciones?

Los bancos formaban uves abarrotadas desde la perspectiva cada vez más limitada de Kaye. El equipo estaba conectado a un generador que traqueteaba suavemente en la explanada que había junto al edificio. Saul había proporcionado dos secuenciadores y un ordenador; el generador lo habían obtenido de Aventis, una gran multinacional.

La energía eléctrica urbana procedente de Tbilisi estaba cortada desde media tarde. Habían preparado la cena de despedida utilizando quemadores Bunsen y un horno de gas.

—Adelante, maestro de ceremonias —dijo Zamphyra con cariñosa resignación, haciéndole señas a Lado.

—Ya va. —Lado posó el vaso y se estiró el traje. Su rostro oscuro y arrugado, rojizo como una remolacha por el bronceado de las montañas, resplandecía a la luz de las velas como madera exótica. A Kaye le recordaba un troll de juguete que le encantaba cuando era niña. De una caja escondida bajo la mesa, Lado sacó un pequeño vaso de cristal intrincadamente tallado y biselado. Agarró un hermoso cuerno de íbice tallado en plata y se acercó a una gran ánfora apoyada en una caja de madera que se encontraba en una esquina detrás de la mesa. El ánfora, que hacía poco que había sido desenterrada en su pequeño viñedo en las afueras de Tbilisi, estaba llena de una inmensa cantidad de vino. Sacó un cazo de servir de la boca del ánfora y lo vació en el cuerno, una y otra vez, hasta siete, hasta que el cuerno estuvo repleto. Agitó el vino con delicadeza para dejarlo respirar. Parte del rojo líquido se derramó sobre su muñeca.

Finalmente, llenó el vaso hasta el borde con el cuerno y se lo entregó a Kaye.

—Si fueses un hombre —dijo—, te pediría que brindases y bebieses el cuerno completo.

—¡Lado! —exclamó Tamara, golpeándole el brazo, con lo que casi hizo caer el cuerno. Él se volvió fingiendo un gesto de sorpresa.

—¿Qué? —preguntó—: ¿No es un vaso precioso?

Zamphyra se puso en pie junto a la mesa para amonestarle con el dedo. Lado sonrió más ampliamente, pasando de troll a sátiro carmesí. Se volvió despacio hacia Kaye.

—¿Qué puedo hacer, Kaye, querida? —dijo con una reverencia, derramando más vino del cuerno—. Dicen que debes bebértelo todo.

Kaye ya había cubierto su cuota de alcohol y no confiaba en sí misma lo bastante para ponerse en pie. Se sentía deliciosamente abrigada y segura, entre amigos, rodeada por una antigua oscuridad repleta de ámbar y estrellas doradas.

Casi había olvidado las tumbas, a Saul y las dificultades que la esperaban en Nueva York.

Extendió las manos y Lado se inclinó con sorprendente gracia, contradiciendo su torpeza de un momento antes. Sin derramar ni una gota, depositó el cuerno de íbice en sus manos.

—Ahora tú —dijo.

Kaye sabía lo que se esperaba de ella. Se levantó solemnemente. Lado había dirigido muchos brindis esa noche, divagando poéticamente y extendiéndose durante muchos minutos con inventiva sin fin. Dudaba que pudiese igualar su elocuencia, pero lo haría lo mejor posible, y tenía muchas cosas que decir, cosas que zumbaban en su cabeza desde hacía dos días, desde que había vuelto de Kazbeg.

—No hay lugar en la Tierra como el hogar del vino —comenzó, elevando el cuerno. Todos sonrieron y alzaron sus copas—. Ningún lugar que ofrezca más belleza y más promesas para la enfermedad del corazón o del cuerpo. Habéis destilado el néctar de nuevos vinos para borrar la putrefacción y la enfermedad a la que está condenada la carne. Habéis preservado la tradición y el conocimiento de setenta años, salvándolo para el siglo veintiuno. Sois los magos y los alquimistas de la era microscópica, y ahora os unís a los exploradores del Oeste, con un tesoro inmenso que compartir.

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