A través de las ventanas de la pequeña estancia, sobre los tejados de las casas bajas del otro lado de la calle, podía ver las montañas brillando a la luz de la luna. Quería irse a dormir, pero sabía que se quedaría despierta en la cama, dura y estrecha, durante horas.
—Por un futuro más agradable —dijo Beck. Alzó su vaso y lo vació de un trago. Kaye tomó un sorbo. La dulzura y la acidez del vino formaban una combinación deliciosa, como tarta de albaricoques.
—El doctor Jakeli me comentó que usted estaba escalando el Kazbeg —dijo Beck—. Es más alto que el Mont Blanc. Yo soy de Kansas. Allí no tenemos ni una montaña. Apenas algún peñasco. —Sonrió mirando hacia la mesa, como si le resultase incómodo afrontar su mirada—. Me encantan las montañas. Lamento apartarla de sus asuntos… y de su diversión.
—No estaba escalando. Sólo hacíamos senderismo.
—Intentaré librarla de esto en unos días —dijo Beck—. En Ginebra hay registros de personas desaparecidas y posibles masacres. Si encajan y podemos fecharlo en la década de los treinta, pasaremos el asunto a los georgianos y a los rusos. —Beck deseaba que las tumbas fuesen antiguas y ella no podía censurarle por ello.
—¿Y qué ocurrirá si son recientes? —preguntó Kaye.
—Traeremos un equipo de investigación de Viena.
Kaye lo miró fijamente, con seriedad.
—Son recientes —afirmó.
Beck apuró su vaso, se levantó y sujetó el respaldo de la silla con ambas manos.
—Yo opino lo mismo —dijo con un suspiro—. ¿Por qué abandonó la criminología? Si no es indiscreción…
—Aprendí demasiado sobre las personas —dijo Kaye. «Crueles, corruptas, sucias, desesperadamente estúpidas.»
Le habló a Beck del teniente de homicidios de Brooklyn que había sido su profesor. Era un cristiano devoto. Mientras les mostraba las fotografías de un crimen particularmente horrendo, con dos hombres, tres mujeres y un niño muertos, había dicho a los estudiantes: «Las almas de estas víctimas ya no están en sus cuerpos. No sintáis compasión por ellos. Compadeced a aquellos que quedan atrás. Sobreponeos. Seguid trabajando. Y recordad: trabajáis para Dios.»
—Sus creencias le mantenían cuerdo —dijo Kaye.
—¿Y usted? ¿Por qué cambió de especialidad?
—Yo no creía —dijo Kaye.
Beck asintió, flexionó sus manos sobre el respaldo de la silla.
—No tenía coraza. Bien, haga lo que pueda. Usted es todo lo que tenemos por el momento. —Le deseó buenas noches y se dirigió a las estrechas escaleras, subiendo con paso rápido y ligero.
Kaye permaneció sentada a la mesa durante varios minutos, luego caminó hasta la puerta de entrada al hostal, salió, se paró en los escalones de granito junto a la estrecha calle adoquinada y aspiró el aire nocturno, con su débil olor a alcantarillado. Sobre el tejado de la casa que estaba frente al hostal, podía ver la cumbre nevada de una montaña, con tanta claridad que casi parecía que pudiese extender el brazo y tocarla.
Por la mañana se despertó envuelta en cálidas sábanas y una manta que hacía tiempo que no se lavaba. Contempló algunos pelos sueltos, que no eran suyos, enredados en la gruesa lana gris junto a su cara. La pequeña cama de madera, con postes tallados y pintados de rojo ocupaba una habitación de paredes blancas de unos tres metros de ancho por tres y medio de largo, con una única ventana junto a la cama, una silla de madera y una mesa de roble natural con un lavamanos. Tbilisi tenía hoteles modernos, pero Gordi estaba apartada de las nuevas rutas turísticas, demasiado lejos de la Carretera Militar.
Salió de la cama, se lavó la cara con agua y se puso los vaqueros, la blusa y el abrigo. Estaba a punto de tocar el picaporte de hierro cuando oyó que golpeaban la puerta. Beck pronunció su nombre. Kaye abrió la puerta y lo miró fijamente.
—Nos echan de la ciudad —le dijo él, con gesto adusto—. Quieren que estemos de vuelta en Tbilisi mañana.
—¿Por qué?
—No nos quieren aquí. Han llegado soldados del ejército regular para escoltarnos. Les he dicho que usted es una asesora civil y no un miembro del equipo, pero les da igual.
—Vaya —dijo Kaye—. ¿Por qué este cambio?
Beck hizo un gesto de disgusto.
—El sakrebulo , el ayuntamiento, supongo. Preocupados por su pequeña y agradable comunidad. O tal vez venga de más arriba.
—Esto no suena a la nueva Georgia —dijo Kaye. Estaba preocupada por cómo podría afectar eso a su trabajo con el instituto.
—A mí también me sorprende —dijo Beck—. Hemos tropezado con algo delicado. Por favor, haga su maleta y reúnase con nosotros abajo.
Se volvió para irse, pero Kaye le sujetó el brazo.
—¿Funcionan los teléfonos?
—No lo sé —dijo—. Puede utilizar unos de nuestros teléfonos vía satélite.
—Gracias. Y… el doctor Jakeli debe de estar ya de vuelta en Tbilisi. Me molestaría hacerle venir de nuevo.
—Nosotros la llevaremos a Tbilisi —dijo Beck—, si es ahí donde quiere ir.
—Eso será perfecto —dijo Kaye.
Los cherokees blancos de Naciones Unidas brillaban al sol a la puerta del hostal. Kaye los miró a través de los cristales de la ventana del vestíbulo y esperó mientras la encargada sacaba un anticuado teléfono negro y lo enchufaba en la clavija junto al mostrador delantero. Levantó el auricular, escuchó y se lo tendió a Kaye: muerto. En pocos años más, Georgia saldría del atraso y alcanzaría al siglo veintiuno. Por ahora había menos de un centenar de líneas conectadas con el mundo exterior, y con todas las llamadas desviadas a través de Tbilisi, el servicio era esporádico.
La encargada sonrió con nerviosismo. Se había mostrado nerviosa desde que habían llegado.
Kaye llevó la bolsa al exterior. El equipo de Naciones Unidas constaba de seis hombres y tres mujeres. Kaye esperó junto a una mujer canadiense llamada Doyle, mientras Hunter sacaba el teléfono por satélite.
Primero hizo una llamada a Tbilisi para hablar con Tamara Mirianishvili, su contacto principal en el instituto. Después de varios intentos consiguió conectar. Tamara lo lamentó por ella y se preguntó a qué venía tanto jaleo, a continuación le dijo a Kaye que estarían encantados de que volviese y se quedase unos días más.
—Es una vergüenza que te mezclen en eso. Lo pasaremos bien y volveremos a animarte —dijo Tamara.
—¿Ha habido alguna llamada de Saul? —preguntó Kaye.
—Ha llamado dos veces —dijo Tamara—. Dice que preguntes algo más sobre biofilms, cómo funcionan los fagos en biofilms, cuando las bacterias están interrelacionadas.
—¿Nos lo contaréis? —preguntó Kaye en tono burlón.
Tamara le respondió con una risa cálida y tintineante.
—¿Quieres que te contemos todos nuestros secretos? ¡Kaye, cariño, todavía no hemos firmado ningún contrato!
—Saul tiene razón. Podría ser algo importante —dijo Kaye. Incluso en los peores momentos Saul miraba por su ciencia y sus negocios.
—Vuelve y te mostraré alguno de nuestros experimentos con biofilms, como excepción, sólo porque eres simpática —dijo Tamara.
—Genial.
Kaye le dio las gracias a Tamara y devolvió el teléfono al cabo.
Un coche oficial georgiano, un viejo Volga negro, llegó con varios oficiales del ejército, que salieron por el lado izquierdo. El mayor Chikurishvili de las Fuerzas de Seguridad salió por la derecha, con la cara más iracunda que nunca. Parecía como si fuese a explotar en una nube de sangre y saliva.
Un joven oficial del ejército —Kaye no tenía idea de qué rango tendría— se acercó a Beck y le habló en un ruso chapurreado. Cuando terminaron, Beck hizo una seña con la mano y el equipo de Naciones Unidas se subió a los Jeeps. Kaye acompañó a Beck.
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