Tamara tradujo, en un susurro audible, para los estudiantes y científicos que se agrupaban alrededor de la mesa.
—Me siento honrada de que me consideréis una amiga, una compañera. Habéis compartido conmigo este tesoro, y el tesoro de Sakartvelo… las montañas, la hospitalidad, la historia, y, ni último ni menos importante, el vino.
Levantó el cuerno con una mano.
— Gaumarjos phage! —pronunció al modo georgiano, phah-gay —. Gaumarjos Sakartvelos!
A continuación comenzó a beber. No pudo saborear el vino oculto en la tierra y avejentado en el terreno de Lado como se merecía, y se le humedecieron los ojos, pero no quería parar, tanto para no mostrar debilidad como para prolongar el momento. Lo vació trago a trago. El fuego se extendió desde su estómago a sus brazos y piernas, y el adormecimiento amenazaba con vencerla, pero mantuvo los ojos abiertos y continuó hasta el final del cuerno, luego le dio la vuelta, lo mostró y lo levantó.
—¡Por el reino de lo diminuto, y el trabajo que hacen por nosotros! ¡Las glorias, las necesidades, por las que debemos perdonar el… el dolor… —Se le entumeció la lengua y comenzó a balbucear. Se apoyó en la mesa plegable con una mano, y Tamara, en silencio y sin llamar la atención apoyó la suya para evitar que la mesa se inclinase—. Todas las cosas que… todo lo que hemos heredado. ¡Por las bacterias, nuestros valiosos contrincantes, las diminutas madres del mundo!
Lado y Tamara encabezaron los brindis. Zamphyra ayudó a Kaye a bajar, parecía una gran altura, hasta su silla de madera.
—Maravilloso, Kaye —le murmuró Zamphyra al oído—. Puedes volver a Tbilisi cuando quieras. Tienes tu casa aquí, lejos de la tuya propia.
Kaye sonrió y se secó los ojos, las emociones liberadas por el alcohol y el alivio de la tensión de los días pasados la habían hecho llorar.
A la mañana siguiente, Kaye se sentía deprimida y mareada, pero no experimentaba otras secuelas de la fiesta de despedida. Durante las dos horas que faltaban para que Lado la llevase al aeropuerto, caminó por los pasillos de dos de los tres edificios de laboratorios, casi vacíos a esa hora. El personal y la mayoría de los estudiantes licenciados que trabajaban de auxiliares estaban en una reunión especial en el Salón Eliava, discutiendo las diferentes ofertas hechas por compañías americanas, británicas y francesas. Era un momento importante y decisivo para el instituto; en los próximos dos meses probablemente tomarían las decisiones sobre cuándo y con quién formar alianzas. Pero por el momento no podían decirle nada. Lo anunciarían más adelante.
El instituto todavía mostraba los efectos de décadas de descuido. En la mayoría de los laboratorios, el grueso y reluciente esmalte blanco o verde pálido se había desconchado dejando ver el yeso agrietado de debajo. Las tuberías eran de los años sesenta como mucho; la mayoría eran de los años veinte o treinta. El brillo del plástico blanco y el acero inoxidable del material nuevo sólo servían para destacar más la baquelita y el esmalte negro o el latón y la madera de los antiguos microscopios y otros instrumentos. Había dos microscopios electrónicos guardados en uno de los edificios, bestias enormes sobre gruesas plataformas con aislamiento antivibración.
Saul les había prometido tres nuevos microscopios de efecto túnel de última generación para finales de año si EcoBacter resultaba elegida como uno de sus socios. Aventis o Bristol-Myers Squibb podrían sin duda mejorar la oferta.
Kaye caminó entre las mesas, mirando a través de los cristales de las incubadoras a los montones de placas petri que estaban dentro, con el fondo cubierto por películas de agar inundadas de colonias de bacterias, en ocasiones marcadas con claras zonas circulares, llamadas placas, donde los fagos habían eliminado a todas las bacterias. Día tras día, año tras año, los investigadores del instituto analizaban y catalogaban bacterias que se encontraban de forma natural y sus fagos. Por cada linaje de bacterias había al menos uno y a menudo cientos de fagos específicos, y a medida que las bacterias mutaban para eliminar a esos molestos intrusos, los fagos mutaban también para igualarlas, en una persecución sin fin. El Instituto Eliava poseía una de las mayores bibliotecas de fagos del mundo, y podían dar respuesta a muestras de bacterias produciendo fagos en cuestión de días.
En la pared, sobre el nuevo material de laboratorio, había carteles que mostraban las extrañas estructuras geométricas en forma de nave espacial de la cabeza y cola de los omnipresentes fagos en forma de T —T2, T4 y T6, como les habían llamado en los años veinte— cerniéndose sobre las comparativamente enormes superficies de bacterias Escherichia coli . Viejas fotografías, viejos conceptos… que los fagos simplemente atacaban a las bacterias, pirateando su ADN para producir nuevos fagos. Muchos fagos hacían sólo eso, efectivamente, mantener controladas a las poblaciones de bacterias. Otros, conocidos como fagos lisogénicos, se convertían en polizones genéticos, ocultándose en el interior de las bacterias e insertando sus mensajes genéticos en el ADN del anfitrión. Los retrovirus hacían algo muy similar en las plantas y animales.
Los fagos lisogénicos suprimían su propia expresión y desarrollo, y se perpetuaban en el interior del ADN bacteriano, transportados durante generaciones. Abandonarían el barco cuando su anfitrión mostrase claros signos de estrés, creando cientos o incluso miles de fagos por célula, saliendo de la bacteria anfitrión para escapar.
Los fagos lisogénicos eran poco útiles en la terapia con fagos. Eran poco más que depredadores. A menudo estos invasores víricos proporcionaban a sus anfitriones resistencia a otros fagos. A veces transportaban genes de una célula a la siguiente, genes que podían transformar la célula. Se sabía que fagos lisogénicos habían invadido bacterias relativamente inocuas, cepas benignas de Vibrio por ejemplo, y las habían convertido en virulentas Vibrio cholerae . Brotes de cepas mortales de E. Coli en vacas habían sido atribuidos a intercambios de genes productores de toxinas efectuados por fagos. El instituto dedicaba mucho esfuerzo a identificar y eliminar esos fagos de sus preparados.
Kaye, sin embargo, se sentía fascinada por ellos. Había dedicado gran parte de su carrera a estudiar los fagos lisogénicos en las bacterias y los retrovirus en simios y humanos. El uso de retrovirus ahuecados, como vehículos para genes correctores, era habitual en terapia génica e investigación genética, pero el interés de Kaye era menos práctico.
Muchos metazoos, formas de vida no bacterianas, portaban en sus genes los restos dormidos de antiguos retrovirus. Aproximadamente un tercio del genoma humano, nuestro historial genético completo, estaba compuesto de estos denominados retrovirus endógenos.
Había escrito tres artículos sobre retrovirus endógenos humanos, o HERV (Human Endogenos Retrovirus), sugiriendo que podrían contribuir a innovaciones en el genoma… y a mucho más. Saul estaba de acuerdo con ella.
—Se sabe que encierran pequeños secretos —le había dicho una vez, cuando empezaban a salir juntos.
Su noviazgo había sido extraño y encantador. El propio Saul era extraño y podía ser bastante encantador y amable a veces; sólo que nunca sabías cuándo iban a producirse esos momentos.
Kaye se paró un momento junto a un taburete metálico y apoyó su mano en el asiento. A Saul siempre le había interesado la visión global; ella, por el contrario, se había sentido satisfecha con resultados menores, incrementos metódicos de conocimiento. Tanta ambición había conducido a numerosos desacuerdos. Él había observado en silencio cómo su joven esposa conseguía mucho más. Sabía que eso le había dolido. No tener un gran éxito, no ser un genio, era un fracaso importante para Saul.
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