No tenía que ir a EcoBacter hasta mañana al mediodía. Deseó que algo retrasase a Saul y así tener más tiempo para sí misma, para pensar y prepararse, pero esa idea le hizo llorar de nuevo. Agitó la cabeza, molesta por sus incontrolables emociones y se bebió el vino con los labios húmedos y salados por las lágrimas.
Todo lo que ella deseaba realmente era que Saul se curase, que mejorase. Quería recuperar a su marido, el hombre que había cambiado su perspectiva vital, su inspiración, su compañero y su centro estable en un mundo que giraba vertiginosamente.
Esparció salsa A-1 sobre lo que quedaba de la carne e inspiró profundamente.
Aquello podía ser algo importante. Saul tenía razón al estar emocionado. Daban muy pocos detalles, sin embargo, y ni una pista sobre dónde habían realizado el trabajo o dónde iba a publicarse o quién había filtrado la noticia.
Mientras se dirigía a la cocina, para dejar la bandeja, sonó el teléfono. Hizo una pirueta, deslizándose sobre los calcetines, mantuvo la bandeja en equilibrio sobre una mano y respondió.
—¡Bienvenida a casa! —dijo Saul. Su voz grave todavía la hacía estremecerse—. ¡Mi querida viajera! —Se mostró arrepentido—. Quería disculparme por cómo está todo. Caddy no pudo venir ayer. —Caddy era su asistenta.
—Me alegro de estar de vuelta —dijo ella—. ¿Estás trabajando?
—Estoy liado aquí. No puedo irme.
—Te he echado de menos.
—No recojas la casa.
—No lo he hecho. No mucho.
—¿Has leído los folios?
—Sí. Estaban escondidos sobre la encimera.
—Quería que los leyeses por la mañana con el café, es cuando estás más ágil. Para entonces debería tener noticias más sólidas. Estaré de regreso mañana sobre las once. No vayas al laboratorio enseguida.
—Te esperaré —dijo ella.
—Suenas agotada. ¿Un vuelo cansado?
—El aire acondicionado. Me sangra la nariz.
—Pobrecita Mädchen —dijo—. No te preocupes. Yo estoy bien ahora que estás aquí. ¿Te dijo Lado…? —Dejó la frase inacabada.
—Ni una pista —mintió Kaye—. Hice lo que pude.
—Lo sé. Ahora duerme bien, te lo compensaré. Se van a producir noticias increíbles.
—Sabes algo más. Cuéntame —dijo Kaye.
—Todavía no. Disfruta de la espera.
Kaye odiaba los juegos.
—Saul…
—Soy inflexible. Además, no lo he confirmado del todo. Te quiero. Te echo de menos. —Le envió un beso de buenas noches y después de múltiples adioses colgaron simultáneamente, una vieja costumbre. A Saul le entristecía ser el último en colgar.
Kaye examinó la cocina, agarró un estropajo y empezó a limpiar. No quería esperar a Caddy. Después de recogerlo todo hasta encontrarlo aceptable, se duchó, se lavó el pelo y lo envolvió en una toalla, se puso su pijama favorito, y encendió el fuego en la chimenea del dormitorio. Luego se sentó sobre unos cojines a los pies de la cama, dejando que el brillo de las llamas y la suavidad del tejido de rayón del pijama la reconfortasen. Fuera, el viento soplaba con fuerza y vio un relámpago aislado a través de las cortinas bordadas. El tiempo estaba empeorando.
Kaye se metió en la cama y se tapó hasta el cuello con el edredón.
—Al menos ya no me compadezco de mí misma —dijo con voz decidida. Crickson se colocó junto a ella, moviendo su esponjosa cola naranja sobre la cama. Temin se subió también de un salto, con mayor dignidad, aunque algo mojado. Condescendió a dejarse secar con la toalla.
Por primera vez desde que estuvo en el Monte Kazbeg, se sentía segura y equilibrada. «Pobrecita niña —se burló—, esperando a que vuelva su esposo. Esperando a que vuelva su verdadero esposo.»
Mark Augustine estaba de pie ante la ventana de la minúscula habitación del hotel, sosteniendo un tardío bourbon con hielo y escuchando el informe de Dicken.
Augustine era un hombre conciso y eficiente, con risueños ojos castaños, una cabeza firme con abundante pelo gris, una nariz pequeña y puntiaguda y labios expresivos. Su piel estaba permanentemente bronceada por los años pasados en África ecuatorial y en Atlanta, tenía una voz suave y melodiosa. Era un hombre duro y con recursos, aficionado al politiqueo, como correspondía a un director, y corría el rumor por el CCE de que tenía posibilidades de convertirse en el próximo Director de Servicios de Salud.
Cuando Dicken terminó, Augustine posó el vaso.
—Muy interesante —dijo, imitando la voz de Artie Johnson—. Un trabajo asombroso, Christopher.
Christopher sonrió, pero esperó la evaluación completa.
—Encaja con la mayor parte de lo que sabemos. He hablado con la Directora de Servicios de Salud —continuó Augustine—. Opina que tendremos que hacerlo público poco a poco, y pronto. Yo estoy de acuerdo. Primero dejaremos que los científicos se diviertan un poquito, dándole un aire romántico. Ya sabes, minúsculos invasores del interior de nuestros propios cuerpos… ¡Caray!, ¿no es fascinante? No sabemos qué pueden hacer. Ese tipo de historias. Doel y Davidson, de California, pueden exponer brevemente sus descubrimientos y realizar esa labor por nosotros. Han trabajado mucho. Se merecen algo de gloria. —Augustine volvió a levantar el vaso de whisky y agitó el hielo y el agua con un suave tintineo—. ¿Te dijo el doctor Mahy cuándo tendrán los resultados de tus muestras?
—No —dijo Dicken.
Augustine sonrió comprensivo.
—Preferirías haberlas seguido hasta Atlanta.
—Preferiría haberlas llevado yo y haber terminado el trabajo —dijo Dicken.
—Voy a Washington el jueves —comentó Augustine—, a respaldar a la directora de Servicios de Salud ante el Congreso. El representante del Instituto Nacional de la Salud podría estar allí. Todavía no hemos llamado al secretario de los SSA. Quiero que vengas conmigo. Les diré a Francis y a Jon que publiquen su nota de prensa mañana por la mañana. Hace una semana que está lista.
Dicken mostró su admiración con una sonrisa privada, ligeramente irónica. Los SSA, Servicios de Salud y Ayuda, eran la enorme sección del Gobierno que supervisaba al INS, Instituto Nacional de la Salud, y al CCE, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta, Georgia.
—Una máquina bien engrasada —dijo.
Augustine se lo tomó como un cumplido.
—Todavía estamos en el punto de mira. Hemos irritado al Congreso con nuestras posturas sobre el tabaco y las armas de fuego. Los bastardos de Washington han decidido que somos un buen blanco. Han recortado nuestro presupuesto un tercio para compensar otro descenso de impuestos. Ahora se acerca algo importante y no viene de África ni de la selva tropical; no tiene nada que ver con nuestros saqueos a la madre Naturaleza. Es una casualidad y viene del interior de nuestros benditos cuerpos. —Augustine sonrió como un lobo—. Se me eriza el pelo, Christopher. Esto es una señal de Dios. Tenemos que anunciarlo en el momento adecuado y con cierto sentido dramático. Si no lo hacemos bien, corremos el peligro real de que nadie en Washington le preste atención hasta que hayamos perdido toda una generación de bebés.
Dicken se preguntó qué podría aportar a ese tren imparable. Tenía que haber alguna forma en que pudiese promocionar su trabajo de campo, todos esos años persiguiendo boojums .
—He estado pensando en la posibilidad de mutaciones —dijo, con la boca seca. Expuso las historias sobre bebés mutantes que había escuchado en Ucrania y resumió alguna de sus teorías de activación de HERV inducida por radiación.
Augustine entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Sabemos lo de los defectos de nacimiento provocados por Chernobyl. No es nada nuevo —murmuró—. Pero aquí no hay radiación. No encaja, Christopher.
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