Connie Willis - Oveja mansa

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Sandra Foster estudia las modas, desde las muñecas Barbie hasta el
: cómo empiezan y qué significan. Bennett O'Reilly es un especialista en teoría del caos que observa la conducta de un grupo de monos. Aunque ambos trabajan para la corporación Hitek, no se conocen hasta el día que se produce un error en la entrega de un paquete. Es un momento de sincronía que les sumerge en un sistema caótico propio con todo tipo de equívocos, una beca de investigación de un millón de dólares, café con leche, tatuajes, pelo corto, y una serie de coincidencias que dejan a Bennett sin monos, sin dinero y casi sin trabajo.
Sandra acude al rescate aportando un rebaño de ovejas y una idea para un nuevo proyecto conjunto. ¿Qué otro animal podría ilustrar mejor la teoría del caos y la mentalidad de rebaño que tan a menudo caracteriza la conducta humana y su aceptación de las modas? Pero los descubrimientos científicos rara vez son directos y nunca resultan simples. Los contratiempos y desastres, los corazones rotos y los callejones sin salida abundan. Y las posibles soluciones son escasas.
Seis premios Nebula, cinco premios Hugo y el John W. Campbell Memorial en menos de diez años avalan la expcepcional habilidad narrativa de una de las mejores e inteligentes voces de la moderna ciencia ficción.
, construida como un
en clave de comedia, es al mismo tiempo una penetrante reflexión sobre el mundo de la moda y el de la ciencia. Una obra insólita a la altura de
y
.

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—Vale —dijo él, y me pareció que recuperaba un poco de color. Se puso a trabajar en el montón.

Yo empecé por la papelera de reciclado, donde alguien (muy probablemente Flip) había tirado una lata medio llena de Coca-Cola. Saqué un puñado pegajoso de papeles, me senté en el suelo y empecé a separarlos. No estaba en el primer montón. Me agaché hacia la papelera y cogí un segundo, esperando que la Coca-Cola no hubiera llegado hasta el fondo. Lo había hecho.

—Sabía que no tenía que dárselo a Flip —dijo Bennett, empezando con otro montón—, pero estaba trabajando en los datos de mi teoría del caos, y me dijo que tenía que llevarlos a Dirección.

—Lo encontraremos —dije, sacando una página pringada de Coca-Cola del montón. A la mitad del trabajo, solté un grito.

—¿Lo encontraste? —preguntó él, esperanzado.

—No. Lo siento —le mostré las páginas pegajosas—. Son las notas sobre las ondas de agua que estaba buscando. Se las di a Flip para que las fotocopiara.

El color le desapareció por completo de la cara, con pecas y todo.

—Tiró la solicitud —dijo.

—No, no lo hizo —contesté, tratando de no pensar en todos aquellos recortes arrugados que había en mi papelera el día que conocí a Bennett—. Está por aquí, en alguna parte.

No estaba. Terminamos con los montones y los repasamos, aunque estaba claro que el impreso no andaba por allí.

—¿Podría haberlo dejado en tu laboratorio? —dije cuando llegué al fondo del último montón—. Tal vez nunca salió de allí con él.

Bennett sacudió la cabeza.

—Ya he buscado por todas partes. Dos veces —dijo, rebuscando en la papelera—. ¿Y en tu laboratorio? Te entregó el paquete. Tal vez…

Odié tener que decepcionarlo.

—Acabo de registrarlo. Buscando esto —agité mis recortes sobre las ondas de agua—. Pero podría estar en otro laboratorio. —Me levanté, envarada—. ¿Qué hay de Flip? ¿Le preguntaste qué hizo con él? ¿En qué estoy pensando? Estamos hablando de Flip. Él asintió.

—Dijo: «¿Qué impreso de solicitud?»

—Muy bien. Necesitamos un plan de ataque. Tú encárgate de la cafetería, yo del vestíbulo de personal.

—¿La cafetería?

—Sí, ya conoces a Flip. Probablemente lo entregó mal. Como aquel paquetead día que te conocí.

Y sentí que allí había una pista, algo significativo; no una explicación de dónde podría estar su impreso, sino de otra cosa. ¿De la causa del pelo corto? No, no era eso. Me quedé allí de pie, tratando de retener la sensación.

—¿Qué pasa? —preguntó Bennett—. ¿Crees que sabes dónde está?

La sensación se esfumó.

—No. Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. Me reuniré contigo en la papelera de reciclaje de Química. No te preocupes. Lo encontraremos —dije alegremente, pero no tenía muchas esperanzas de que así fuera. Conociendo a Flip, podía haberlo dejado en cualquier parte. HiTek era grande. Podía estar en el laboratorio de cualquiera. O en Suministros con Desiderata, la santa patrona de los objetos perdidos. O en el aparcamiento—. Quedamos en la papelera de reciclaje.

Me dirigía al vestíbulo de Personal cuando tuve una idea mejor. Fui a buscar a Shirl. Estaba en el laboratorio de Alicia, introduciendo datos de la beca Niebnitz en su ordenador.

—Flip perdió el impreso de solicitud de fondos del doctor O'Reilly —dije sin más preámbulos.

De algún modo, esperaba que ella dijera: «Sé dónde está»; pero no lo hizo. Dijo: «Oh, cielos.» Parecía verdaderamente preocupada.

—Si se marcha, eso… —se detuvo—. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Busque por aquí. Bennett viene mucho, y en cualquier otro sitio donde se le ocurra que ella puede haberlo dejado.

—Pero el plazo de entrega ya ha terminado, ¿no?

—Sí —contesté, furiosa de que sacara a relucir lo que yo había estado tratando de ignorar: en Dirección, puntillosos como siempre con las fechas de entrega, se negarían a aceptarlo aunque lo encontráramos, manchado de Coca-Cola y mal entregado—. Estaré en el vestíbulo —dije, y fui a buscar en las taquillas.

No estaba allí, ni en el montón de antiguos memorándums de la mesa de personal, ni en el microondas. Ni en el laboratorio de Alicia.

—He buscado por todas partes —dijo Shirl, asomando la cabeza—. ¿Qué día se lo dio a Flip el doctor O'Reilly?

—No lo sé —contesté—. Había que entregarlo el lunes.

Ella sacudió la cabeza sombríamente.

—Eso es lo que me temía. Recogen la basura los martes y los jueves.

Lamenté haberla metido en aquello. Bajé a la papelera de reciclaje. Bennett estaba casi metido dentro, las piernas agitándose al aire. Salió con un puñado de papeles y el corazón de una manzana.

Cogí la mitad de los papeles y los repasamos. No había ningún impreso.

—Muy bien —dije, tratando de parecer animosa—. Si no está aquí, estará en uno de los laboratorios. ¿Por dónde empezamos? ¿Física o Química?

—No tiene sentido —dijo Bennett, cansado. Se hundió contra la papelera—. No está aquí, y yo tampoco duraré mucho.

—¿No hay ninguna forma de llevar adelante el proyecto sin fondos? Tienes el hábitat y el ordenador y las cámaras y todo. ¿No podías sustituirlos por ratas de laboratorio o algo así?

Él sacudió la cabeza…

—Son demasiado independientes. Necesito un animal con un fuerte instinto de manada.

«¿Qué tal El flautista de Hamelín}», pensé.

—E incluso las ratas de laboratorio cuestan dinero —dijo él.

—¿Y la perrera municipal? Probablemente allí tienen gatos. No, gatos no. Perros. La conducta de los perros es gregaria, y en la perrera hay montones de perros.

Parecía casi tan irritado como Flip.

—Creía que eras una experta en modas. ¿Nunca has oído hablar de los derechos de los animales?

—Pero no vas a hacer nada con ellos. Sólo vas a observarlos —contesté, pero tenía razón. Me había olvidado del movimiento en favor de los derechos de los animales. Nunca nos dejarían usar animales de la perrera—. ¿Y los otros proyectos de Biología? Tal vez podrían prestarte algunos de sus animales de laboratorio.

—El doctor Kelly está trabajando con nematodos, y el doctor Riez con gusanos.

«Y la doctora Turnbull con formas de ganar la beca Niebnitz», pensé.

—Además —dijo él—, aunque tuviera los animales, no podría darles de comer. No entregué mi impreso de solicitud de fondos a tiempo, ¿recuerdas? No importa —dijo al ver la expresión de mi cara—. Esto me dará la oportunidad de volver a la teoría del caos.

«Para la cual no hay ninguna subvención —pensé—, aunque entregues a tiempo los impresos.»

—Bueno —añadió él, incorporándose—. Será mejor que empiece a redactar mi currículum.

Me miró muy serio.

—Gracias de nuevo por ayudarme. Lo digo de veras.

Se encaminó pasillo abajo.

—No te rindas todavía —dije yo—. Pensaré en algo.

Esto lo decía alguien incapaz de descubrir a qué se debía la moda de los ángeles, y mucho menos la del pelo corto.

Él sacudió la cabeza.

—Nos enfrentamos a Flip en este asunto. Puede más que los dos juntos.

CARTAS EN CADENA (primavera de 1935)

Moda para ganar dinero que consistía en enviar un centavo al último nombre de una lista, añadir el tuyo debajo, y enviar cinco copias de la carta a tus amigos con la esperanza de que fueran tan crédulos como tú. Promovida por la avaricia y el desconocimiento de la estadística, la moda se inició en Denver, cuya oficina de correos se colapso con la llegada de casi cien mil cartas diarias. Duró tres semanas y luego pasó a Springfield, donde cadenas de un dólar y de cinco dólares circularon con frenesí durante dos semanas antes del inevitable colapso. Mutó para convertirse en el Círculo de Oro en 1978 —ahora las cartas se entregaban en mano— y en varios esquemas piramidales.

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