Siguió otra oleada de timbrazos, que el ordenador central amortiguó con desdén.
Por supuesto, podía ignorarlo. Pero aquel o le parecía una cobardía. En realidad, no había nada que temer. ¿Qué iba a hacer? ¿Gritarle? Ya soy una mujer madura, pensó. Puedo manejar esto. Lo mejor es pasarlo cuanto antes.
Pensó en despertar a Sebastian, pero finalmente decidió no hacerlo. Sebastian era muchas cosas, pero no era un luchador. Ella podía encargarse de aquello por sí misma. Podía ver qué era lo que quería Ray, y si era necesario, mandarlo a paseo.
Pero fue a la cocina y cogió un cuchillo de trinchar, por si acaso. Se sintió idiota por hacer aquel o; el cuchillo era en realidad un tranquilizante emocional, algo para hacerla sentir más valiente, y lo ocultó tras la espalda conforme se aproximaba a la entrada. Abrió la puerta porque, después de todo, aquello era Blind Lake, la comunidad más segura en la superficie de la Tierra, aunque su jefe estuviera cabreado de verdad.
El corazón le latía al doble de velocidad.
Ray estaba de pie bajo la luz amaril a del porche, con su abrigo negro largo. El viento le había despeinado y lo había adornado con estrellas de nieve. Tenía los labios apretados y le bril aban los ojos. Sue se quedó en el umbral, preparada para cerrar de un portazo si se hacía necesario. El aire helado entraba a ráfagas en la casa.
—Ray… —dijo.
—Estás despedida —soltó él.
Sue parpadeó.
—¿Qué?
La voz de Ray era lisa y llana, sus labios congelados en una expresión de burla y desprecio.
—Sé lo que has hecho. He venido para decirte que estás despedida.
—¿Estoy despedida? ¿Has venido conduciendo hasta aquí para decirme que estoy despedida?
Aquel o era demasiado. La tensión del día se había acumulado en su interior como una carga eléctrica, y aquello era un anticlímax tan absurdo (Ray despidiéndola de un trabajo que había l egado a ser, después de tanto tiempo, redundante e insignificante) que tuvo que esforzarse para mantener el semblante.
¿Qué haría después, expulsarla de Blind Lake?
Pero presentía que era absolutamente necesario ocultar la gracia que aquello le provocaba.
—Ray… —dijo—. Mira, lo siento, pero es tarde…
—Cállate la boca. Cierra la puta boca. No eres nada más que una ladrona. Ya me he enterado de lo de los documentos que me robaste. Y también de la otra cosa.
—¿La otra cosa?
—¿Tengo que dibujarte un diagrama? ¡El bol o!
El DingDong.
Lo había hecho. Se había reído a pesar de sí misma. Una risa tonta y ahogada que se convirtió en una carcajada inevitable. Dios, el DingDong, el sucedáneo de pastel de cumpleaños de Sebastian, ¡el DingDong de mierda!
Todavía se estaba riendo cuando Ray la agarró por la garganta.
Sebastian siempre había tenido el sueño profundo.
Se dormía rápidamente y se despertaba con dificultad. Las clases tempranas habían sido la maldición de su carrera académica. Habría sido un monje fatal, pensaba a menudo. Incapaz del celibato y siempre llegando tarde para maitines.
Siguió durmiendo a pesar del sonido lejano del timbre de la puerta y del considerable ruido que siguió después. Se levantó al oír cómo alguien susurraba su nombre.
O quizás había sido tan solo el viento. Abrió los ojos dentro de un capullo de mantas, en la habitación a oscuras. Escuchó un momento y no oyó nada salvo el viento fuerte de la tormenta contra los canalones del tejado. Estiró la mano hacia el lado de la cama de Sue, pero lo encontró frío y vacío. No era inusual. Sue padecía un poco de insomnio. Cerró los ojos de nuevo y suspiró.
—¡Sebastian!
Era la voz de Sue. No estaba en la cama, pero estaba en la habitación con él, y parecía aterrorizada. Se sacudió el sueño como un perro mojado se sacude el agua. Fue a encender la lámpara de la mesilla de noche y casi la tiró al suelo. La luz se encendió y vio a Sue junto a la puerta del dormitorio, con una mano apretándose el bajo abdomen. Estaba pálida y sudaba.
—¿Sue, qué sucede?
—Me ha herido… —dijo, y levantó la mano para dejarle ver la sangre de su camisón, la sangre formando un charco junto a sus pies.
Charlie Grogan, cuando no estaba localizando averías en el Ojo, vivía en un apartamento parecido a un condominio de un dormitorio, a un par de manzanas al norte del Plaza.
Dormía en el dormitorio; su viejo perro Boomer dormía en un pequeño refugio de mantas de algodón en una esquina de la cocina. El timbre los despertó a los dos simultáneamente, pero Boomer fue el primero en levantarse.
Charlie, saliendo de un confuso sueño sobre el Sujeto, cogió su servidor de bolsillo y conectó con el telefonillo de la casa.
—¿Quién es?
—Ray Scutter. Lo siento, sé que es tarde. Odio molestarlo, pero es una emergencia.
Ray Scutter, abajo en el portal durante la peor tormenta del invierno. En mitad de la noche. Charlie sacudió la cabeza. No estaba preparado para ningún pensamiento serio.
—Sí, de acuerdo, suba —y apretó el botón para abrir la puerta.
Cuando Ray llegó a la puerta se había podido poner una camisa, unos pantalones y unos calcetines. Boomer estaba excitado por toda aquella actividad nocturna, y Charlie tuvo que ordenarle que se mantuviera tranquilo cuando Ray entró en el apartamento. El perro olisqueó las rodillas del hombre y después se retiró intranquilo a un lado.
Ray Scutter. Charlie conocía al director ejecutivo de vista, pero no había hablado con él cara a cara hasta entonces. Tampoco había visto la conferencia de Ray en el auditorio hacía unas horas, aunque había oído que había sido un desastre. Charlie era generoso con aquellas cosas: odiaba hablar en público y sabía lo fácil que era quedarse en blanco en el estrado.
—Puede dejar el abrigo en el armario —dijo Charlie—. Siéntese.
Ray no hizo ni una cosa ni la otra.
—No estaré aquí mucho tiempo —dijo—, y espero que usted venga conmigo.
—¿Cómo es eso?
—Ya sé lo extraño que suena esto. Señor Grogan… ¿Es Charlie, no?
—Así es como me llaman, Charlie.
—Charlie, estoy aquí para pedirle ayuda.
Había algo en la voz de Ray que inquietaba a Boomer, que gemía desde la cocina. Charlie estaba más impresionado por el aspecto del hombre. El traje arrugado, el pelo alborotado, y lo que parecían arañazos recientes en el rostro.
Había muchos rumores sobre Ray Scutter, que se resumían en que era un jefe gritón y un gilipol as. Pero para Charlie aquello tan solo eran habladurías inadmisibles. En cualquier caso, el jefe era el jefe.
—Dígame en qué puedo ayudarlo, señor Scutter.
—Tiene un pase electrónico para todo el Ojo, ¿no es cierto?
—Sí, pero…
—Todo lo que quiero es un paseo.
—¿Perdón?
—Sé que es extraordinario. También sé que son las cuatro de la mañana. Pero tengo que tomar algunas decisiones, Charlie, y no quiero hacerlo hasta que inspeccione personalmente el complejo. No le puedo decir más.
—Señor —dijo Charlie— , hay un turno de noche. No estoy seguro de que me necesite a mí. Puedo l amar a Anne Costigan…
—No l ame a nadie. No quiero que nadie sepa que voy a ir. Lo que quiero es l egar allá, tan solo usted y yo, hacer un recorrido discreto y ver lo que haya que ver. Si alguien se queja, si Anne Costigan se queja, yo asumo la responsabilidad.
Bien, pensó Charlie, claro que era responsabilidad de Ray. Reacio, cogió su abrigo de invierno del perchero de la sala de estar.
Boomer no estaba conforme con aquel giro inesperado de los acontecimientos. Gimoteó de nuevo y se fue hasta el dormitorio, probablemente para encontrar un hueco caliente en la cama de Charlie. Boomer era un sabueso oportunista.
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