Robert Wilson - Testigos de las estrellas

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En Blind Lake, una gran instalación federal de investigación, los científicos están empleando una tecnología que apenas comprenden para observar la vida diaria en una ciudad de alienígenas, moradores de un lejano planeta. No son capaces de contactar con ellos, ni comprenden su lengua. Lo único que pueden hacer es observar.
Sin previo aviso, se impone un cordón militar alrededor de Blind Lake. Todas las comunicaciones quedan cortadas. La comida y demás suministros son entregados por control remoto. Nadie conoce el motivo, aunque los científicos siguen con sus investigaciones. Hasta que uno de ellos llega a la conclusión de que aquellos seres, aunque parezca imposible, son conscientes de la observación del proyecto.

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—Porque tú eras su hermano mayor y ella era demasiado pequeña.

—Los dos éramos demasiado pequeños. Porry debía de tener alrededor de seis o siete años, lo que quiere decir que yo tendría once o doce. Pero yo era lo suficientemente mayor como para saber que podía tener problemas. Siempre le hacía esperar al otro lado de la valla, aunque el a lo odiaba. Un día yo estaba abajo, en el canal, con un par de amigos, y quizás estuvimos demasiado tiempo jugueteando con palos en el barro; para cuando volví, Porry estaba cansada y frustrada, prácticamente llorando. No me habló casi en todo el camino a casa. Era primavera, y en el sur de California algunos años hay grandes tormentas de primavera. Bueno, pues aquel día, más tarde, comenzó a llover. No pequeñas gotas, no. «Gotas grandes como platos», solía decir mi madre. Después de la cena hice mis deberes y Porry se fue a jugar a su cuarto. O al menos eso fue lo que dijo. Después de una hora o así mi madre la llamó y Porry no contestó, y no pudimos encontrarla en la casa.

—¿No pudiste simplemente conectar con el ordenador de la casa?

—En aquel os días los ordenadores de las casas no eran tan versátiles.

—Así que fuiste a buscarla.

—Sí. Probablemente tampoco debería haberlo hecho, pero mi padre estaba a punto de llamar a la policía…, y yo tenía la intuición de saber dónde estaba.

—Deberías habérselo dicho antes a tus padres.

—Debería haberlo hecho, pero no quería que supieran que yo mismo había bajado al canal otras veces. Pero tienes razón. Hubiera sido más valiente decírselo.

—Tan solo tenías once años.

—Tan solo tenía once años y no siempre hacía las cosas más valientes, de modo que me escabul í de casa y corrí a través de la l uvia hasta el hueco de la valla, y me metí por debajo y comencé a buscar a Porry.

—Creo que eso fue muy valiente. ¿La encontraste?

—Ya sabes lo que viene luego.

—Estoy fingiendo que no lo sé.

—Porry había cogido un cubo y se había metido debajo de la alcantarilla para recoger renacuajos. Había subido ya la mitad del muro de contención para volver, pero le entró miedo. Era el tipo de miedo con el no puedes seguir ni retroceder, así que no haces nada de nada. Ella estaba atrapada al í, llorando, y el agua de la alcantarilla brotaba a toda velocidad, cada vez más rápido. Unos pocos minutos más y la habría arrastrado.

—Pero tú la salvaste.

—Bueno, yo bajé y la cogí del brazo y la ayudé a subir. El terraplén estaba bastante resbaladizo por la l uvia. Estábamos casi en la valla cuando dijo: «¡Mis renacuajos!». Así que tuve que volver y recoger su cubo. Después nos fuimos a casa.

—Y no les dijiste dónde había estado Porry.

—Dije que la había encontrado jugando en el jardín de los vecinos. Escondimos el cubo en el garaje…

—¡Y lo olvidasteis!

—Y lo olvidamos, pero aquellos renacuajos hicieron lo que hacen los renacuajos: se convirtieron en ranas. Mi padre abrió la puerta del garaje un par de días más tarde y se encontró con el suelo l eno de pequeñas ranas verdes, ranas saltando sobre sus piernas, ranas encima del coche… Una avalancha de ranas. Dio un gritó y todos salimos corriendo de la casa, pero Porry empezó a reírse…

—Pero ella no dijo por qué.

—No dijo por qué.

—Y tú nunca lo contaste.

—A nadie. Hasta ahora.

Tess sonrió contenta.

—Sí. ¿Les fue bien a las ranas?

—Bastante bien. Se fueron hacia los setos y los jardines, hacia un lado y otro de la cal e. Aquel verano fue ruidoso, con todo aquel croar…

—Sí. —Tess cerró los ojos—. Gracias, Chris.

—No tienes que darme las gracias. ¿Crees que puedes dormir ya?

—Sí.

—Espero que el ruido del viento no te despierte.

—Podría ser peor —dijo Tess, sonriendo por primera vez en todo el día—. Podrían ser ranas.

Marguerite estuvo escuchando junto a la puerta la primera parte de la historia, después se retiró a su estudio y conectó la pantalla mural. Nada de trabajar. Tan solo observar.

Era casi de noche en el pequeño fragmento de UMa 47/E del Sujeto. Este atravesaba un cañón bajo, paralelo al sol poniente. Quizás fuera por la inclinación de la luz, pero parecía especialmente enfermo, pensó Marguerite. Llevaba bastante tiempo rebuscando comida, subsistiendo de aquella sustancia parecida al musgo que crecía donde había agua y sombra. Marguerite sospechaba que el musgo no era demasiado nutritivo, quizás no lo suficiente como para sostenerlo. Su piel estaba arrugada y apergaminada. Uno no necesitaba ser físico para sacar conclusiones de aquel a ecuación. Demasiadas calorías gastadas, muy pocas ingeridas.

Conforme el cielo se oscurecía, iban surgiendo unas pocas estrel as. La más bril ante de todas el as no era una estrella sino un planeta: uno de los dos gigantes de gas del sistema, UMa 47/A, con casi tres veces el tamaño de Júpiter y suficientemente grande como para mostrar un disco perceptible al acercarse. El Sujeto se detuvo y giró la cabeza a un lado y al otro. Trataba de orientarse, quizás, o incluso l evaba a cabo algún tipo de navegación siguiendo las estrellas.

Oyó a Chris cerrar la puerta del dormitorio de Tessa. Se asomó al estudio.

—¿Te importa si me uno?

—Coge una silla. No estoy trabajando de verdad.

—Está oscureciendo —dijo él señalando la pantalla mural.

—Pronto se dormirá. Sé que suena tonto, Chris, pero estoy preocupada por él. Está muy lejos de… bueno, de cualquier lugar. No parece que haya nada vivo por ahí cerca, ni siquiera los parásitos que se alimentan de él por la noche.

—¿Y eso no es bueno?

—Bueno, técnicamente lo más probable es que no se trate en realidad de parásitos. Debe de ser algún tipo de simbiosis beneficiosa, o las ciudades no estarían llenas de el os.

—Nueva York está lleno de ratas. Eso no quiere decir que su presencia sea bienvenida.

—Es una cuestión abierta. Pero es evidente que no se encuentra bien.

—Quizás no pueda l egar a Damasco.

—¿Damasco?

—Sigo pensando que es San Pablo en el camino a Damasco. Esperando una visión.

—Supongo que nunca sabremos si la ha encontrado. Yo esperaba algo un poco más tangible.

—Bueno, no soy un experto.

—¿Y quién lo es? —dejó de mirar la transmisión—. Gracias por ayudar a que Tess se sienta como en casa. Espero que no estés cansado de contarle historias.

—En absoluto.

—A ella le gustan tus… ¿cómo las l ama el a?, historias de Porry. De hecho, estoy un poco celosa. No hablas demasiado de tu familia.

—Tessa es un público fácil.

—¿Y yo no?

Él sonrió.

—Tú no tienes once años.

—¿Te ha preguntado Tess alguna vez qué le pasó a Porcia cuando creció?

—Gracias al Cielo, no.

—¿Cómo murió? —preguntó entonces Marguerite—. Lo siento, Chris. Estoy segura de que no quieres hablar de ello. No es asunto mío.

Él permaneció cal ado durante un momento. Dios, pensó Marguerite, lo he ofendido.

Después rompió el silencio.

—Porcia siempre fue más testaruda que inteligente. Nunca lo pasó bien en el colegio. Dejó la universidad y se juntó con un grupo de gente, tonteaban con sustancias…

—Drogas —dijo Marguerite.

—No eran solo las drogas. Siempre pudo controlar las drogas, supongo que porque no la atraían demasiado. Pero no sabía juzgar bien a la gente. Se mudó a la caravana de un tipo en las afueras de Seattle y no supimos nada de el a durante un tiempo. Ella decía que lo quería, pero ni siquiera nos lo ponía por teléfono.

—No es una buena señal.

—Esto sucedió justo cuando salió publicado mi libro sobre Galliano. Yo estaba de paso por Seattle en una gira promocional, así que llamé a Porry y quedamos. No donde ella vivía, insistió en ese punto. Tenía que ser en algún lugar de la ciudad. Solo ella, sin su novio. Era un poco reacia, pero al final dijo un restaurante y quedamos allí. Apareció con un parche barato para el ojo y unas grandes gafas de sol. El tipo de cosas que uno lleva para ocultar un cardenal o un ojo morado.

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