Robert Wilson - Testigos de las estrellas

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En Blind Lake, una gran instalación federal de investigación, los científicos están empleando una tecnología que apenas comprenden para observar la vida diaria en una ciudad de alienígenas, moradores de un lejano planeta. No son capaces de contactar con ellos, ni comprenden su lengua. Lo único que pueden hacer es observar.
Sin previo aviso, se impone un cordón militar alrededor de Blind Lake. Todas las comunicaciones quedan cortadas. La comida y demás suministros son entregados por control remoto. Nadie conoce el motivo, aunque los científicos siguen con sus investigaciones. Hasta que uno de ellos llega a la conclusión de que aquellos seres, aunque parezca imposible, son conscientes de la observación del proyecto.

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Sue comprendía a dónde quería llegar. Quería dar a la gente el consuelo de una religión sin el bagaje del dogmatismo. Él era bastante informal cuando trataba la ciencia, y aquello fastidiaba profundamente a gente como Elaine Coster. Pero su corazón estaba en el lugar correcto. Quería una religión que pudiera confortar plausiblemente a viudas y huérfanos sin tener que comprometerlos con el patriarcado, la intolerancia, el fundamentalismo o extrañas leyes alimenticias. Quería una religión que no estuviese en perpetua lucha contra la cosmología moderna.

No es un mal objetivo, pensaba Sue. Pero ¿dónde está mi consuelo? Consuelo para la oficinista ladrona, por su robo sin importancia. Perdóname, porque sé exactamente lo que hago y no lo tengo demasiado claro.

Suponiendo que algo de aquello importara. Suponiendo que todos ellos no estuviesen condenados. Había leído el fragmento de revista en el Sawyer y había sacado sus propias conclusiones.

Sebastian bajó las escaleras recién duchado y vestido con su mejor ropa informal: téjanos azules y un jersey de punto verde que un vicario inglés hubiera arrojado a la basura.

—Hoy es el día —dijo Sue.

—¿Cómo te sientes?

—Asustada.

—Ya lo sabes, no tienes por qué hacer esto. Estuvo muy bien que te ofrecieras como voluntaria, pero nadie dirá nada si cambias de opinión.

—Nadie excepto Elaine.

—Bueno, quizás Elaine. Pero en serio…

—En serio, está bien. Tan solo prométeme una cosa.

—¿Qué?

—Cuando estés en el salón de actos… Quiero decir, ya sé que los otros van a estar preocupándose por mí, que l amarán si es que Ray sale hacia el Plaza. Pero el único en el que confío eres tú.

Él asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos y ridículamente solemne.

—Necesitaré al menos cinco minutos de margen si Ray se pone en camino.

—Los tendrás —dijo Sebastian.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

La mañana pasó muy rápidamente. El debate del salón de actos comenzaba a la una, y Sue le pidió a Sebastian que condujese él, de forma que la pudiese dejar sin llamar la atención junto al Hubble Plaza. No hablaron mucho durante el trayecto. Ella le dio un beso rápido cuando el coche se detuvo. Después salió al aire frío, caminó hasta la entrada principal del Plaza, saludó con la mano al guarda del vestíbulo y se dirigió sin mostrar prisa hacia los ascensores. Sus pisadas resonaban en el vestíbulo embaldosado como el tic tac de un metrónomo, en al egro, a la par que los latidos de su corazón.

Marguerite l egó al auditorio del centro de ocio a las 12:45, y cuando divisó a Ari Weingart buscándola con la mirada en el vestíbulo abarrotado de gente, se volvió hacia Chris.

—Oh, Señor —dijo el a—. Esto es un error.

—¿La charla?

—No, la charla no. Compartir el escenario con Ray. Tener que mirarlo, tener que escucharlo. Ojalá pudiera… Oh, hola, Ari.

Ari la cogió firmemente por el brazo.

—Por aquí, Marguerite. Tú eres la primera, ¿te lo había dicho ya? Después Ray, luego Lisa Shapiro de Geología y Climatología, después dejamos un turno para las preguntas del público.

Le dirigió una última mirada a Chris, que se encogió de hombros y le lanzó lo que ella supuso que era una sonrisa de apoyo.

En realidad, pensó Marguerite mientras seguía a Ari a través de una puerta de acceso restringido en la semipenumbra de los bastidores, aquello era una locura. No simplemente porque se veía forzada a aparecer con Ray, sino porque iba a ser una charada para ambos. Los dos fingiendo que no sabían nada del desastre de Crossbank (cualquiera que hubiese sido). Los dos fingiendo que no había habido una disputa sobre Tess. Fingiendo que no se despreciaban el uno al otro. Fingiendo no cordialidad, pero al menos indiferencia. Sabiendo que podría acabarse en cualquier momento. Esta es una invitación al desastre, pensó Marguerite. No solo eso, sino que su «charla» consistía en una serie de notas que había escrito para sí misma y que nunca había planeado revelar. Especulaciones sobre el proyecto UMa 47que rozaban lo herético. Pero si la crisis era tan mala, tan potencialmente mortal como parecía que era, ¿por qué malgastar tiempo en mentiras? ¿Por qué no, por una vez en su vida, dejar de calcular objetivos de su carrera profesional y decir simplemente lo que pensaba?

Le había parecido una buena idea, al menos hasta que se encontró en el escenario detrás del telón, con Lisa Shapiro sentada entre el a y su ex-marido. Evitó la mirada de Ray, pero no pudo desterrar la claustrofóbica sensación de su presencia.

Se había fijado al acercarse en que estaba impecablemente vestido. Traje y corbata, con rayas tan agudas como el filo de una cuchil a. Una pequeña sonrisa de labios apretados en el rostro, acentuada por sus mejil as regordetas y su barbil a en retirada, como un hombre que huele algo desagradable pero que intenta mostrarse educado al respecto. Un fajo de folios en las manos.

A su izquierda estaba el atril, y Ari permanecía allí, haciendo una señal a alguien para que subiera el telón. ¿Ya? Marguerite miró su reloj. La una en punto. Tenía la boca seca.

El auditorio tenía un aforo de dos mil personas, le había dicho Ari. Habían admitido más o menos a la mitad, una mezcla de científicos, personal de apoyo y trabajadores al azar. Ari había preparado cuatro de aquellos acontecimientos desde el comienzo de la cuarentena, y todos el os habían sido bien atendidos y bien recibidos. Incluso había un hombre con una cámara retransmitiendo en directo para Blind Lake Television.

Qué civilizados somos en nuestra jaula, pensó Marguerite. Qué fácilmente dejamos del lado el recuerdo de los cuerpos más al á de la verja.

En aquel momento se subía el telón, el escenario se iluminaba, el público se convertía en un vacío entre sombras que se sentía más que se veía. En aquel momento Ari la estaba presentando. Y en aquel momento, en un extraño repliegue de tiempo que siempre le ocurría cuando tenía que hablar en público, Marguerite se encontró de repente en el atril, dándole las gracias a Ari, agradeciendo al público su asistencia, jugueteando con su servidor de bolsillo.

—La cuestión…

Su voz se quebró con un gallo. Se aclaró la garganta.

—La cuestión que quiero tratar hoy aquí es: ¿nos hemos dejado engañar por nuestro riguroso enfoque deconstructivo en el estudio de las gentes de UMa 47/E?

Aquel o era lo bastante árido como para adormecer al público lego que se encontraba en el auditorio, pero vio un par de rostros familiares de Interpretación frunciendo el ceño.

—Se trata de un término deliberadamente provocativo: las «gentes» observadas. Desde el principio, los proyectos de Crossbank y Blind Lake se han esforzado en eliminar todo rastro de antropocentrismo: la tendencia a imbuir a otras especies con las características humanas. Esa es la falacia que nos tienta a describir a un cachorro de pantera como «mono» o a un águila como «noble», y que utilizamos desde que aprendemos a andar sobre dos piernas. Sin embargo, vivimos en una época ilustrada, una época que ha aprendido a ver y valorar a otras especies vivientes como son, no como desearíamos que fueran. Y la larga y encomiable historia de la ciencia nos ha enseñado, al menos, a observar con cuidado antes de emitir un juicio. De juzgar, si hay que hacerlo, basándonos en lo que vemos, no en lo que preferiríamos creer.

»Y de esa forma nos decimos a nosotros mismos: a los sujetos de nuestro estudio en Ursa Majoris 47 se los debería conocer como «criaturas» u «organismos», no como «gentes». No tenemos que tomar nada por supuesto con relación a ellos. No debemos admitir en las tablas de análisis nuestros miedos y deseos, nuestras esperanzas o nuestros sueños, nuestros prejuicios lingüísticos, nuestra metanarrativa burguesa, o nuestro imaginario cultural acerca de los extraterrestres. Dejen al señor Spock en la puerta, por favor, y a H.G. Wells en la biblioteca. Si vemos una ciudad no la debemos llamar ciudad, o debemos l amarla así solo provisionalmente, porque la palabra «ciudad» implica Cartago y Roma, Berlín y Los Angeles, productos de la biología humana, del ingenio humano, y de miles de años de experiencia humana acumulada. Nos recordamos que la ciudad observada quizás no sea una ciudad; que quizás sea algo más parecido a un hormiguero, a un termitero o a un arrecife de coral.

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