Acababa justamente de cerrar aquel capítulo, cuando recibió la llamada de Charlie Grogan.
Tess guardaba silencio en el coche cuando dejaron el Paseo.
Marguerite conducía lentamente, tratando de poner en orden sus pensamientos. Tenía que tomar una decisión importante.
Pero primero quería saber qué es lo que había sucedido. Tess había dejado la escuela y había llegado hasta el Ojo, donde se había encontrado a Charlie. Aquello estaba claro. Pero, ¿por qué?
—Lo siento —dijo Tess, lanzándole miradas aprensivas desde el asiento trasero. ¿Estoy (se preguntó Marguerite) tan asustada como para causar esta reacción? ¿Juez y jurado? ¿Es así como me ve?
—No tienes que disculparte —le dijo Marguerite—. Te diré algo: he llamado al señor Fleischer y le he dicho que tenías una cita, pero que te olvidaste de entregarle una nota. ¿Qué tal suena eso?
—Bien —dijo Tess con cautela, a la expectativa de algo más.
—Pero estoy seguro de que está preocupado por ti. Y yo también. ¿Cómo es que no has vuelto a clase esta tarde?
—No sé. Tan solo quería ir al Ojo.
—¿Y eso? Creía que no te gustaba. En Crossbank odiaste la visita que os organizaron.
—Tan solo me entraron ganas.
—¿Tantas ganas como para hacer novillos?
—Supongo.
—¿Cómo entraste? El señor Grogan parecía un poco molesto por eso.
—Entré andando. No había nadie mirando.
Aquel o, al menos, era probablemente cierto. Tess era demasiado inocente como para engañar a alguien para entrar, o para encontrar una entrada oculta. Con toda probabilidad había l egado sin más hasta la puerta principal y la había abierto: la investigación de Charlie acabaría por descubrir a un guarda de seguridad dormido, o a algún empleado que había salido un momento a fumarse un porro.
—¿Encontraste lo que estabas buscando?
—En realidad no estaba buscando nada.
—¿Aprendiste algo?
Tess se encogió de hombros.
—Porque, ya sabes, es una conducta bastante inusual en ti. Nunca habías hecho novillos antes.
—Era importante.
—¿Cómo de importante, Tess?
Sin respuesta. Tan solo un ceño fruncido.
—¿Ha sido por la Chica del Espejo?
La expresión infeliz de Tessa se convirtió en desdicha.
—Sí.
—¿Te dijo que fueras al í?
—Ella nunca me dice nada. Tan solo quería ir. Así que fui.
—Bueno, ¿qué estaba buscando la Chica del Espejo?
—No lo sé. Creo que solo quería ver su reflejo.
—¿Su reflejo? ¿Su reflejo dónde?
—En el Ojo —dijo Tess.
—¿Un espejo en el Ojo? No es de esa clase de telescopio. Allí no hay un espejo de verdad.
—En un espejo no… En el Ojo.
Marguerite no sabía cómo actuar, cómo hacer la siguiente pregunta. Tenía miedo de las respuestas de Tessa. Sonaban desequilibradas, y no se creía capaz de soportarlas. Casi todo lo demás sí, una herida, una enfermedad; podía imaginar a Tess con muletas o con el brazo en cabestrillo. Sabía cómo consolarla cuando sentía dolor; aquello quedaba bien dentro del alcance de sus habilidades como madre. Pero por favor, pensó, locura no, no el tipo de locura refractaria que excluye todo consuelo o comunicación. Marguerite había trabajado por las noches en un hospital psiquiátrico durante su etapa universitaria. Había visto casos de esquizofrenia incurable. Personas totalmente desequilibradas que vivían en sus propias pesadillas virtuales, más solas de lo que el mero aislamiento físico jamás podría lograr por sí solo. Se negaba a imaginar a Tess como una de aquel as personas.
Dejó el coche en el aparcamiento del colegio, pero le pidió a Tess que siguiera sentada un minuto con ella.
Muerte y locura: ¿podía proteger a su hija de aquello?
Ni siquiera la puedo proteger de Ray.
Ray había amenazado con quedarse con el a, hacerse cargo de su custodia física… En la práctica, raptarla. Pero ahora está conmigo, pensó Marguerite. Y si tuviera elección me la llevaría lejos de aquí, cogería la carretera de Constance, y desde allí partiría lejos, muy lejos, a cualquier lugar lejos de la cuarentena y de los inquietantes rumores que Chris ha traído a casa, lejos del Paseo Globo Ocular y lejos de la Chica del Espejo.
Pero no podía hacer eso.
Tenía que enviar a Tess de vuelta a la escuela, y de la escuela Tess iría a casa con Ray y a la ilusión cada vez más frágil de normalidad. Si me la quedara conmigo, pensó Marguerite, entonces sería yo la que estaría violando lo estipulado en nuestro acuerdo, y Ray enviaría a su gente de seguridad a por ella.
Pero si la dejaba volver con él y ocurría algo…
—¿Puedo salir ya? —preguntó Tess.
Marguerite tomó aliento profundamente para serenarse.
—Supongo que sí —dijo—, vuelta al colegio contigo. Para se acabaron las excursiones durante las clases, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. —Puso la mano sobre la manilla del coche.
—Una cosa más —dijo Marguerite—, escúchame. Escucha. Esto es importante, Tess. Si le pasa algo extraño a papá, l ámame. No importa a qué hora del día o de la noche. No tienes ni siquiera que pensar en el o. Solo llámame. Porque yo me preocupo por ti aunque no estés conmigo.
—¿Chris también?
—Seguro que sí. Chris también —dijo sorprendida.
—Vale —respondió Tess, y abrió la puerta y salió del coche. Marguerite observó a su hija cruzar el desolado aparcamiento, arrastrando los pies entre los montones de nieve antigua, con su abrigo todavía abotonado hasta arriba y su sombrero de invierno sujeto por las pequeñas manos enguantadas.
La veré de nuevo, pensó Marguerite. Lo haré. Debo hacerlo.
Después Tess desapareció al cruzar la puerta de entrada del colegio y la tarde quedó inerte y vacía.
Sue Sampel se despertó nerviosa.
Era sábado por la mañana, y aquel día se suponía que tenía que llevar a cabo aquel pequeño robo de información al que se había comprometido tan precipitadamente la semana anterior. La mano le temblaba cuando se cepil aba los dientes, y su reflejo en el espejo era la perfecta imagen de una mujer de mediana edad aterrorizada.
Dejó dormir a Sebastian otra hora mientras ella se preparaba un café y unas tostadas. Sebastian era una de aquellas personas que podía dormir con tormentas o terremotos, mientras que un gorrión trinando era suficiente para que Sue despertara a una amodorrada consciencia, nada bienvenida.
El libro de Sebastian estaba sobre la mesa de la cocina, y lo hojeó para distraerse. Se lo había leído entero hacía semanas y ahora lo estaba leyendo por segunda vez, intentando absorber ideas que se le hubieran pasado por alto la primera vez. Dios & el vacío cuántico. Un título de peso. Como una pareja de luchadores de sumo equilibrados sobre la balanza del «&».
Pero el libro no era tonto, ni superficial. De hecho, la había exprimido hasta los límites de su título universitario. Afortunadamente, Sebastian era bastante bueno explicando conceptos difíciles. Y el a tenía la suerte de tener al autor a mano cuando se atascaba en algún punto.
El libro no era abiertamente religioso, ni se trataba tampoco de un trabajo de ciencia rigurosa. El propio Sebastian lo calificaba de «filosofía especulativa». Una vez lo había descrito como «una tertulia escrita con muchas páginas. Muchas, muchas páginas». Aquello, suponía Sue, era una explicación modesta.
El libro estaba repleto de historia científica arcana, sabiduría evolutiva y física cuántica. Un material sesudo para un profesor universitario de religión cuyas publicaciones previas incluían tostones como Errores de atribución en textos paulinos del siglo I. Básicamente, el argumento consistía en que los seres humanos habían alcanzado su nivel actual de consciencia apropiándose de una pequeña parte de una inteligencia universal. Conectando con Dios, en otras palabras. Aquella definición de Dios, argumentaba él, podía hacerse lo suficientemente laxa como para encajar en las definiciones de deidad a lo largo de un espectro de culturas y creencias. ¿Era Dios omnipresente y omnisciente? Sí, porque impregnaba toda la Creación. ¿Era singular o múltiple? Ambas cosas. Era omnipresente porque era inherente a los procesos físicos del universo; pero su mente era cognoscible (por los seres humanos) únicamente en fragmentos discretos y a menudo muy distintos. ¿Había vida después de la muerte, o quizás reencarnación? En el sentido más literal, no; pero como nuestra consciencia había sido tomada de aquella inteligencia, vivía en el a de nuevo sin nuestros cuerpos, aunque fuera una parte diminuta de algo casi infinitamente más grande.
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