Robert Wilson - Testigos de las estrellas

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En Blind Lake, una gran instalación federal de investigación, los científicos están empleando una tecnología que apenas comprenden para observar la vida diaria en una ciudad de alienígenas, moradores de un lejano planeta. No son capaces de contactar con ellos, ni comprenden su lengua. Lo único que pueden hacer es observar.
Sin previo aviso, se impone un cordón militar alrededor de Blind Lake. Todas las comunicaciones quedan cortadas. La comida y demás suministros son entregados por control remoto. Nadie conoce el motivo, aunque los científicos siguen con sus investigaciones. Hasta que uno de ellos llega a la conclusión de que aquellos seres, aunque parezca imposible, son conscientes de la observación del proyecto.

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—Tan solo he bajado a por una copa antes de dormir —dijo Marguerite—. Haz como si no estuviera.

Zumo de naranja y un poco de vodka, que se tomaba siempre que se sentía demasiado cansada para dormir. Como aquella noche. Sacó una tercera sil a de debajo de la mesa y puso sus pies calzados con zapatillas sobre la misma silla que Chris.

—¿Un día duro? —preguntó ella.

—He tenido otra entrevista con Charlie Grogan en el Ojo —dijo Chris.

—¿Cómo se está tomando Charlie todo esto?

—¿El bloqueo? No le preocupa mucho, aunque dice que estos días está alimentando a Boomer a base de ternera. No hay comida para perros en los camiones. Lo que le preocupa principalmente es el Ojo.

—¿Qué pasa con el Ojo?

—Han tenido otro pequeño aluvión de averías mientras yo estaba al í.

—¿En serio? No he recibido un informe al respecto.

—Charlie dice que son los mismos achaques de siempre, pero que están sucediendo más a menudo últimamente. Subidas de tensión y componentes que se desajustan. Yo creo que lo que realmente le molesta es la posibilidad de que alguien desconecte el interruptor. Lleva cuidando tanto tiempo de los O/CBE que casi se han convertido en hijos suyos.

—Eso son cosas que se dicen por decir —dijo Marguerite—, todo aquello de que van a desconectar el Ojo. —Pero no le sonó convincente ni a sí misma. Hizo un torpe intento por cambiar de tema—. Normalmente no hablas mucho de tu trabajo.

Ya se había terminado la mitad de la bebida y sentía el alcohol atravesando su cuerpo ridículamente pronto. Se sentía somnolienta, se sentía temeraria.

—Intento dejaros en paz a ti y a Tess —dijo Chris—. Estoy muy agradecido de estar aquí. No quiero amargar a nadie con mis problemas.

—No pasa nada. Nos conocemos desde hace, ¿cuánto, más de un mes ya? Pero estoy convencida de que lo que la gente dice de tu libro no es cierto. No me pareces deshonesto ni vicioso.

—¿Deshonesto y vicioso? ¿Eso es lo que dice la gente?

Marguerite se sonrojó.

Pero Chris estaba sonriendo.

—Ya lo había oído antes, Marguerite.

—Me gustaría leer el libro en alguna ocasión.

—Nadie puede descargarlo desde el bloqueo. Quizás eso me favorezca. —Su sonrisa parecía menos convincente—. Puedo darte un ejemplar.

—Te lo agradecería.

—Y yo agradezco tu voto de confianza. ¿Marguerite?

—¿Qué?

—¿Qué te parece si me concedes una entrevista? Sobre Blind Lake, el bloqueo, sobre cómo te sientes…

—Oh, Señor. —No era lo que había esperado que le dijera. Pero ¿qué había esperado?—. Bueno, esta noche no.

—No, esta noche no.

—La última vez que me entrevistó alguien fue en un trabajo del instituto. Sobre mi proyecto de ciencias.

—¿Un buen proyecto?

—Matrícula de honor. Una beca como premio. Todo sobre ADN mitocondrial, de cuando pensaba que quería ser experta en genética. No está nada mal para la hija de un clérigo. —Bostezó—. Tengo que irme a dormir.

Impulsiva, o quizás se pudiera decir «alcohólicamente», Marguerite puso la mano sobre la mesa, con la palma hacia arriba. Era un gesto que él podía ignorar razonablemente. Y sin dolor si lo hacía.

Chris miró la mano, quizás unos pocos segundos de más. Después la cubrió con la suya. ¿Con convencimiento? ¿A regañadientes?

A el a le gustó sentir la mano de él sobre la suya. Ningún hombre adulto le había cogido de la mano después de que dejara a Ray, ni Ray era muy propenso a hacerlo. Descubrió que no podía mirar a Chris a los ojos. Dejó que el momento se prolongara; después retiró la mano, sonriendo con timidez.

—Tengo que irme —dijo ella.

—Que duermas bien —respondió Chris Carmody.

—Tu también —le dijo ella, preguntándose dónde se estaba metiendo.

Antes de irse a dormir, echó un último vistazo a la proyección en directo del Ojo.

No estaba pasando gran cosa. El Sujeto continuaba con su odisea de dos semanas. Había avanzado bastante por el camino del este, andando sin parar otra mañana. Su piel se iba haciendo mate conforme pasaban los días, pero aquello probablemente era debido al polvo ambiental. No había habido l uvia desde hacía meses, pero aquello era típico del verano en aquellas latitudes.

Incluso el sol parecía más tenue, hasta que Marguerite se dio cuenta de que la neblina era inusualmente densa aquella mañana, y particularmente densa en dirección noreste, casi como si se estuviera acercando una tormenta. Podría consultar a Meteorología sobre aquello, pensó. Mañana.

Finalmente, antes de irse a la cama, echó un vistazo a la habitación de Tessa.

Tess estaba profundamente dormida. El hueco que había dejado el cristal de la ventara junto a su cama todavía estaba cubierto por el plástico y la chapa de madera que había colocado Chris, y el cuarto estaba confortablemente cálido. Feliz ausencia de espejos. Ningún sonido excepto la respiración tranquila de su hija.

Y en el silencio de la casa Marguerite se dio cuenta, de repente, de para quién estaba escribiendo su narración. No para sí misma. Ciertamente no para otros científicos. Y no para el público en general.

La estaba escribiendo para Tess.

El descubrimiento la l enó de energía; desterró la posibilidad de dormir. Volvió a su estudio, encendió la lámpara de su despacho y cogió de nuevo el cuaderno de notas. Lo abrió y comenzó a escribir.

Hace más de cincuenta años, en un planeta tan lejano que ningún ser humano podía jamás esperar visitar, había una ciudad de roca y arenisca. Era una ciudad tan enorme como cualquiera de nuestras grandes ciudades, y sus torres se alzaban altas en el aire seco y poco denso de aquel mundo. La ciudad estaba construida sobre una llanura polvorienta, rodeada por altas montañas cuyos picos estaban nevados incluso durante el largo verano. Allí vivía alguien, alguien que no era un ser humano pero sí una persona a su propio modo, muy diferente de nosotros pero muy parecido en muchas cosas. El nombre que le dimos fue «Sujeto»…

15

Sue Sampel estaba empezando a disfrutar de nuevo de sus fines de semana a pesar del bloqueo continuado.

Durante un tiempo había sido la cara y la cruz de una moneda: tenía cosas para hacer los días de entre semana, pero se veían empañados por las rabietas y las rarezas de su jefe; los sábados y domingos eran lentos y melancólicos porque no podía coger el coche y conducir hasta Constance a tomar algo. Al principio pasaba fumada todo el fin de semana, hasta que su reserva personal de María se fue acabando (otro producto que los camiones negros no distribuían). Después pidió prestadas a otra empleada de personal de apoyo del Plaza unas cuantas novelas de Tiffany Arias, cinco libros gordos sobre una enfermera en tiempo de guerra en Shiugang, dividida entre su amor por un piloto de vigilancia aérea y su romance secreto con un traficante de armas aficionado a la bebida. A Sue los libros no le parecían mal, pero sin embargo eran un pobre sustituto del cannabis Green Girl Canadian Label (que regularmente, pero de forma ilegal, importaba del Protectorado Económico del Norte), del que conservaba cincuenta gramos en una lata de gal etas dentro de un cajón de calcetines.

Después apareció Sebastian Vogel en la puerta de su casa, con una nota de Ari Weingart y una maleta marrón desgastada.

A primera vista no parecía muy prometedor. Mono, quizás, de una forma similar a la de los duendecillos de Navidad, rondando los sesenta, un poco fondón, con una franja de cabello gris rodeando su brillante cabeza calva, una barba poblada de color rojo y gris. Era patentemente tímido (se le trabó la lengua cuando se presentó), y aún peor: Sue tuvo la impresión de que se trataba de algún clérigo o sacerdote retirado. Él prometió «no ser un problema en absoluto», y el a se temió que aquel o fuera a ser probablemente cierto.

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