Robert Wilson - Testigos de las estrellas

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En Blind Lake, una gran instalación federal de investigación, los científicos están empleando una tecnología que apenas comprenden para observar la vida diaria en una ciudad de alienígenas, moradores de un lejano planeta. No son capaces de contactar con ellos, ni comprenden su lengua. Lo único que pueden hacer es observar.
Sin previo aviso, se impone un cordón militar alrededor de Blind Lake. Todas las comunicaciones quedan cortadas. La comida y demás suministros son entregados por control remoto. Nadie conoce el motivo, aunque los científicos siguen con sus investigaciones. Hasta que uno de ellos llega a la conclusión de que aquellos seres, aunque parezca imposible, son conscientes de la observación del proyecto.

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Pensó en Sebastian. ¿Querría él que hablara de aquel o?

Le lanzó una mirada interrogativa. Sebastian se sentaba en su sil a con las manos cruzadas sobre su estómago, con una manchita de mostaza adornando su barba. Enigmático como una lechuza. Pero asintió.

De acuerdo.

De acuerdo. Lo haría por él, no por Elaine.

Se humedeció los labios.

—Shulgin estaba ayer en el edificio con uno de los chicos del servicio informático.

—¿Accediendo a los servidores?

—¿Tú qué crees? Pero no es que les sorprendiera haciéndolo.

—¿Qué tipo de información consiguieron?

—Nada, hasta donde yo sé. Todavía estaban trabajando en el o cuando volví a casa el viernes. —Quizás todavía estén allí, pensó Sue. Separando oro del silicio.

—Si encuentran algo interesante, ¿pasará esa información por tu escritorio?

—No. —Sonrió—. Pero pasará por el de Ray.

Sebastian pareció preocupado.

—Todo esto es muy interesante —dijo él—, pero no dejes que Elaine te meta en nada peligroso. —Su mano estaba de nuevo sobre su muslo, comunicándole algún mensaje que ella no podía descifrar—. Elaine tiene sus propios intereses en juego.

—Que te jodan, Sebastian —espetó Elaine.

Sue estaba ligeramente escandalizada. Más aún porque Sebastian tan solo asintió y puso aquel a sonrisa de Buda una vez más.

—Quizás vea algo así —dijo Sue—, o quizás no.

—Si lo haces…

—Elaine, Elaine —cortó Sebastian—, no fuerces tu suerte.

—Pensaré sobre ello —dijo Sue—, ¿de acuerdo? ¿Suficiente? ¿Podemos hablar ahora de otra cosa?

Habían terminado su taza de café y la camarera no venía con más. Elaine comenzó a encogerse de hombros en su chaqueta.

—Por cierto —dijo Sebastian—, me han pedido que haga una pequeña presentación en el centro de ocio para una de las noches sociales de Ari.

—¿Pregonando tu libro?

—En cierta forma. Ari está teniendo problemas para l enar estos espacios de los sábados. Probablemente te lo pedirá a ti también para el siguiente.

Sue disfrutó viendo a Elaine acobardarse ante la proposición.

—Gracias, pero tengo cosas mejores que hacer.

—Dejaré que se lo digas tú misma.

—Se lo pondré por escrito, si quiere.

Sebastian se disculpó y se fue al baño. Después de un incómodo silencio Sue, todavía molesta, dijo:

—Quizás no te guste lo que Sebastian escribe, pero merece un poco de respeto.

—¿Te has leído su libro?

—Sí.

—¿De veras? ¿Y sobre qué trata?

Sue se sonrojó a su pesar.

—Es sobre el vacío cuántico. El vacío cuántico es un medio para, eh, un tipo de inteligencia… —Y sobre cómo lo que llamamos conciencia humana es en realidad nuestra habilidad para conectar con aquella mente universal. Pero no pudo empezar a decirle aquello a Elaine. Ya se sentía dolorosamente estúpida.

—No —dijo Elaine—, lo siento. Mal. Es sobre decirle a la gente algo simple y tranquilizador, revestido de mierda pseudocientífica. Es sobre un académico semirretirado que se hace de oro, y lo hace del modo más cínico posible. Oh…

Sebastian se había deslizado hasta colocarse a su espalda, y a juzgar por la expresión de su cara, había escuchado cada palabra.

—Sinceramente, Elaine, esto es demasiado.

—No te enfades, Sebastian. ¿No te ha pedido una secuela todavía tu editorial? ¿Cómo la vas a l amar? ¿El vado cuántico en doce cómodos pasos? ¿El camino hacia la seguridad económica del vacío cuántico?

Sebastian abrió la boca pero no dijo nada. No parecía enfadado, pensó Sue. Parecía dolido.

—Sinceramente… —repitió. Elaine se levantó y se abotonó la chaqueta.

—Pasadlo bien, chicos. —Vaciló, después se giró y puso una mano sobre el hombro de Sue—. De acuerdo, lo sé, soy una puta zorra. Lo siento. Gracias por soportarme. Te agradezco lo que has dicho sobre Ray.

Sue se encogió de hombros. No podía pensar en una respuesta. Sebastian estuvo en silencio durante el viaje de vuelta a casa. Casi de mal humor. Ella no podía esperar a llegar a casa y liarle un porro.

16

Chris encontró a Marguerite en su estudio del primer piso, gritando al teléfono móvil. La transmisión en directo del Ojo llenaba el monitor de la pared.

La imagen le pareció mala. Parecía degradada, como recorrida por rayas horizontales y rápidos alfileretazos blancos. Lo que era aún peor, el Sujeto se abría paso luchando a través de unas condiciones atmosféricas horribles, ráfagas ocres y rojizas, una tormenta de polvo tan fuerte que amenazaba con ocultarlo completamente a la vista.

—No —estaba diciendo Marguerite—, no me importa lo que estén diciendo en el Plaza. Vamos, Charlie, ¡tú sabes lo que esto significa! ¡No! Voy para allá. Pronto. —Vio a Chris y añadió—: Quince minutos.

El mapa original que se había trazado de UMa 47/E había mostrado tormentas de polvo de intensidad casi marciana, principalmente en el hemisferio sur. Esta debía de ser anómala, pensó Chris, porque el Sujeto no había recorrido más de doscientos kilómetros desde Villa langosta, y Vil a langosta estaba bien al norte del ecuador. O quizás era perfectamente natural, parte de un ciclo más largo que la vigilancia terrestre no había detectado.

El Sujeto avanzaba contra el viento en el aire opaco, con el torso inclinado hacia delante. Su imagen se difuminaba, se aclaraba, se difuminaba de nuevo.

—Charlie tiene miedo de que lo perdamos completamente —dijo Marguerite—. Me voy al Ojo.

Chris la acompañó escaleras abajo. Tessa estaba en el cuarto de estar viendo la programación matinal de sábado de Blind Lake Television.

Una película de dibujos animados: conejos con gafas gigantescas que cultivaban zanahorias en matraces y alambiques medievales. Su cabeza golpeaba con suavidad rítmica contra el sofá.

—Dijiste que iríamos a tirarnos en trineo —dijo Tess con insistencia.

—Cariño, esto es una emergencia. Ya te lo dije. Chris te cuidará, ¿vale?

—Supongo que podría l evarla yo a jugar en trineo —dijo Chris—, aunque es un largo paseo.

—¿De veras? —preguntó Tess—. ¿Podemos?

Marguerite apretó los labios.

—Supongo que sí, pero no quiero que vayáis hasta allá y volváis andando. La señora Colangelo dijo que podíamos pedirle el coche prestado si lo necesitábamos… Chris puede ocuparse de eso.

Él prometió que se ocuparía. Tess se apaciguó, y Marguerite se arrebujó en su chaqueta de invierno.

—Si no estoy de vuelta para la cena, hay comida en el congelador. Sé creativo.

—¿Cómo de serio es el problema?

—Llevó mucho tiempo el entrenar al O/CBE a concentrarse en un único individuo. Si lo perdemos en la tormenta quizás no podamos recuperarlo. Y aún peor, hay mucha degradación en la imagen, y Charlie no sabe qué es lo que la está causando.

—¿Crees que puedes ayudar?

—No en lo que se refiere al trabajo de los ingenieros. Pero hay gente en el Plaza a la que le encantaría utilizar esta oportunidad para olvidarse del Sujeto. No quiero que eso suceda. Voy a intentar que no tengan éxito.

—Buena suerte.

—Gracias. Y gracias por hacerle compañía a Tess. De una forma o de otra, estaré aquí para antes de que se acueste.

Salió corriendo por la puerta.

En interés de la hermandad periodística, Chris llamó a Elaine y le contó la situación de la crisis en el Ojo. Ella dijo que averiguaría lo que pudiera.

—Las cosas se están poniendo raras —dijo ella—. Tengo esa vieja sensación de nuevo.

Él mismo tenía que admitir que estaba un poco inquieto. Hacía ya casi cuatro meses que estaban en cuarentena, y no importaba cuánto trataras de ignorarlo o racionalizarlo, aquello significaba que algo monumentalmente malo estaba sucediendo, quizás en el exterior, quizás en el interior. Algo malo, algo peligroso, algo oculto que eventualmente saldría gritando hasta la luz.

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