Sin embargo, ¿qué había hecho en realidad? Más de seis mil millones de personas estaban infectadas con un virus letal que las mataría dentro de una semana si su antivirus no se distribuía en las próximas cuarenta y ocho horas.
La emoción era apenas razonable.
Una vez leyó que Hitler experimentó a menudo reacciones físicas profundas ante la euforia que sentía cuando ejerciera su poder. Había exterminado a seis millones de judíos. ¿Quién pudo haber imaginado el poder que Armand tenía ahora en su mano?
Dios.
Pero no había ningún dios. A efectos prácticos, él era Dios.
Fortier entró a un pequeño salón al final del pasillo y levantó un teléfono negro.
Se hallaba experimentando la emoción de un dios. Pero con el poder venía una inmensa responsabilidad, y fue esto lo que le hizo preguntarse qué había hecho. Así como Dios se debió haber preguntado por qué creó humanos antes de enviar un diluvio para exterminarlos.
Este poder es algo hermoso.
– ¿Sí? -contestó Svensson, respondiendo al primer timbrazo.
– Da la orden y reúnete conmigo en Marsella.
La distribución del antivirus era uno de los elementos más complejos de todo el plan. En la mayoría de casos, quienes ingirieran el antivirus lo harían sin saberlo. Este ya se había administrado a una cantidad de individuos clave dentro de bebidas o comidas. A la mayor parte de elegidos se les convocaría a un punto de distribución con alguna excusa rutinaria, donde sin saberlo inhalarían una variedad localizada transmitida por aire. Ellos estarían destinados a sobrevivir. El riesgo de que el antivirus fuera a parar en manos equivocadas acabaría en veinticuatro horas. Para entonces, incluso si alguien lograra obtenerlo, no tendría tiempo de distribuirlo.
– ¿Ningún problema? -preguntó Svensson.
– Carlos viene de regreso. Está en camino hacia acá.
El teléfono se quedó en silencio. Habían preparado dos instalaciones para esta fase final, una en París y otra en Marsella sobre la costa sur de Francia. Nadie aparte de ellos dos conocía la de Marsella. Lo único que quedaba ahora era esperar.
– Él no es idiota -expresó Svensson.
– Yo tampoco -contestó Fortier-. Recuerda, ninguna evidencia. Deja el antivirus en la bodega.
LOS DISTURBIOS fracasaron por dos motivos: el mensaje de que los '^Estados Unidos habían cambiado su arsenal nuclear por el antivirus, y luego el inmediato envío de ese arsenal al fondo del océano, había lanzado una ola de escándalo a través de la nación. Los nuevos redactores y expertos políticos podrían haber pasado incontables horas analizando las consecuencias, pero otra urgencia aun mayor superó incluso a esta trágica noticia.
El virus había atacado.
Con ganas.
Millones de individuos en los centros urbanos de Estados Unidos observaban los puntos rojos que se les extendían por el cuerpo. Ninguna cantidad de enojo o ruidoso conocimiento podía hacer desaparecer estos síntomas. Solo podría hacerlo el antivirus.
Pero el antivirus estaba en camino, insistía Mike Orear. El presidente se había parado en las escalinatas del Capitolio y había declarado al mundo la victoria del país. La esperanza no estaba muerta. En este mismísimo instante el virus se estaba embarcando, listo para ser llevado rápidamente a las ciudades de ingreso, donde se impulsaría con los bancos de sangre. En cuestión de días todos los residentes de Estados Unidos tendrían el antivirus.
Thomas había seguido la noticia por un firme receptor de onda corta a veinte mil pies sobre el Atlántico. Estados Unidos estaba conteniendo colectivamente el aliento por un antivirus que no serviría.
A Thomas lo habían recogido del Nimitz y lo habían hecho volver atravesando los cielos sin brindarle ninguna respuesta a sus preguntas. Peor aún, le habían rechazado su solicitud de hablar con el presidente. No que importara… de todos modos se hallaban en la agonía de una muerte sin esperanza. Él estaba sentado con las manos entre las rodillas, oyendo hablar de especulaciones, cálculos y repercusiones, o de posibilidades y disparates hasta que estuvo seguro de que el desánimo le había ido a parar al estómago,
El juego había acabado. En ambas realidades.
El avión de combate se dispuso a aterrizar en BWI. Baltimore.
Maryland. ¿Johns Hopkins?
Lo transbordaron a un helicóptero. Una vez más le negaron información de la naturaleza de su repentina traída a la nación. No porque le estuvieran ocultando algo… sencillamente no sabían.
Pero la suposición de que lo llevaban a Johns Hopkins resultó errónea. Veinte minutos después el helicóptero bajó en el césped lateral de Laboratorios Genetrix,
Tres técnicos de laboratorio recibieron el helicóptero. Dos agarraron a Thomas del brazo y lo llevaron corriendo hacia la entrada.
– Lo esperan adentro, señor.
Él no se molestó en preguntar.
En el momento en que entró al edificio todas las miradas se enfocaron en él, desde el vestíbulo, a través de un gran salón lleno con una docena de estaciones de trabajo, hasta el ascensor, al cual entraron y descendieron. Habían oído hablar de él. Él fue quien les trajera este virus.
Thomas hizo caso omiso de las miradas y bajó tres pisos antes de salir del ascensor y entrar a un enorme salón de control.
– Thomas.
Se volvió hacia la izquierda. Allí se hallaba el presidente de los Estados Unidos, Roben Blair. A su lado, Monique de Raison, Theresa Sumner de los CDC, y Barbara Kingsley, ministra de salud.
– Hola, Thomas,
Él se volvió. Kara iba hacia él. Sudor le hacía brillar el rostro a su hermana, pero ella sonreía con valor.
– Qué gusto verte -saludó ella.
– Kara…
Miró a Monique y a Theresa. El salpullido había cubierto el rostro de Theresa. El de Monique estaba limpio. El presidente y la ministra de salud se habían infectado doce horas después que ellas y sus rostros aún estaban limpios, pero las manchas rojas empezaban a aparecerles en el cuello. Entonces supo para qué lo habían llamado. Querían los sueños. Eso debía ser. Estos cuatro deseaban aceptarle la sugerencia que él les hiciera a Kara y Monique de tener un largo sueño usando la sangre de Thomas.
– Pido disculpas por el secreto -dijo Robert Blair-. Pero no podíamos arriesgarnos a que se corriera la voz de esta salida.
Thomas no pudo dejar de mirarle el rostro a Kara.
– ¿Cómo te sientes?
– Bien.
– Bueno -expresó él mirando a los demás-. La erupción se está extendiendo. Gains está muy mal, pero yo… ustedes tienen que apurarse.
– Tienes razón -declaró Monique-. El tiempo es más crítico de lo que te puedes imaginar.
– Pero no me necesitan aquí. Les dejé sangre para que soñaran.
Ninguno de ellos se movió. Solamente lo miraron.
– ¿Qué pasa?
Monique dio un paso al frente, con brillo en los ojos.
– Hemos hallado algo, Thomas. Podría ser muy bueno -informó, luego miró a Kara y apartó la mirada-. Y también podría ser muy malo.
– ¿Descubrieron… descubrieron un antivirus?
– No exactamente, no.
– ¿Observaste que ni Monique ni yo tenemos el salpullido, Thomas? – inquirió Kara.
– Eso es bueno. ¿No es cierto?
– ¿Cómo está la erupción debajo de tu brazo? -quiso saber Monique.
Él instintivamente se tocó el costado,
– Lo tengo…
Ahora que pensaba al respecto, no había sentido la picazón por algún tiempo. Se levantó la camisa y se pasó la mano por la piel. No había señal del salpullido.
– ¿Seguro que no era una erupción febril? Creo que lo era.
¿Qué significaba eso? El, Monique y Kara aún no presentaban salpullido.
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