Ellos la miraron como si ella hubiera enloquecido. ¿Y por qué se avendrían a dejar que lo viera? Thomas era el seguro de ellos.
– ¿Qué asunto le trae? -le preguntó uno de ellos.
– Estoy aquí porque mi señor me necesita -contestó ella, recordando lo que Thomas le había contado acerca del modo en que las mujeres de las hordas hablaban de los hombres. Algunos parecieron asombrados por la solicitud de ella. ¿Pasaba algo con Thomas?
– Estoy aquí para asegurarme de que no pasa nada con él. Me ha enviado nuestro Consejo para saber que él está en buenas condiciones.
– ¡Váyase, muchacha! Dígale a su comandante que no aceptamos espías.
– ¡Entonces Mikil le cortará la garganta a Qurong! -gritó Rachelle, presa del pánico.
Eso los hizo echarse atrás.
– Si ustedes me hacen volver iré directo hacia ellos y les diré que ustedes los han traicionado, y Qurong morirá. Si no regreso en buenas condiciones, entonces sucederá lo mismo. Ni siquiera piensen en lastimarme.
El líder, un general, según la banda del brazo, la analizó por un momento.
– Espere aquí.
Él se alejó, consultó con otros guerreros, envió a uno de ellos con el mensaje, luego regresó.
– Sígame.
Ella entró al campamento, rodeada por un pequeño ejército. El hedor era casi insoportable y tantos ojos envueltos mirándola le hicieron sentir una sensación desagradable. Intentó respirar de manera superficial, pero esto solamente la mareó. Entonces respiró profundamente y obligó a la mente a no pensar en la fetidez.
No había mujeres a la vista. Naturalmente, las hordas no permitían pelear a sus mujeres. Ella no soportaba mirar a los hombres a los ojos, pero se negó a parecer menos que un guerrero, así que anduvo erguida y de frente, orando porque en el siguiente momento posible la llevaran a una tienda para ver a Thomas.
La condujeron a una tienda enorme en medio del campamento. Si tenía razón, esta era la tienda real donde Thomas había hallado los libros de historias.
Un guardia separó las portezuelas y ella entró. El general que la vio se llamaba Woref, si ella comprendía correctamente a los guardias. Los ojos de él tenían la mirada de una serpiente y su rostro parecía como si fuera a romperse si intentaba sonreír.
– ¿Dónde está Thomas?
– No le hicimos nada. Usted debería saberlo. Sus heridas son auto infligidas.
– ¿Qué heridas? ¡Llévenme donde él!
Woref inclinó la cabeza y la condujo por un pasillo. El serpenteante murciélago que ellos adoraban estaba por todas partes: en pinturas decorativas sobre las paredes, en estatuas moldeadas en los rincones. Teeleh. Elyon, protégeme. Entraron a un salón grande donde se hallaba dispuesta media docena de guardias. Una enorme mesa estaba extendida con una selección de frutas, vinos y quesos.
Pero ¿dónde…?
Un cuerpo yacía sobre una colchoneta a lo largo de una de las paredes. Tenía la cabeza ensangrentada.
¿Thomas? Sí, era él; ella reconoció inmediatamente la túnica. ¡Estaba herido!
Rachelle corrió hacia él, se puso de rodillas y vio horrorizada que tenía en la cabeza un hueco redondo del grosor del dedo de ella. La sangre se le había corrido hacia el cabello. Seca.
– ¿Thomas?
Pero estaba muerto. ¡Muerto! Y por su aspecto, había muerto hace rato.
Ella no podía respirar. ¡No era posible! No, ¡eso no podía estar sucediendo! Justin la había encontrado y la acababa de salvar, además Samuel y Marie aún eran niños, y…
¿Qué le pudo haber causado esta clase de herida? Ninguna arma de este mundo.
Algo le había sucedido a Thomas en la otra realidad. Ella recordó que Monique había estado durmiendo al lado de él debajo de la roca. ¡Carlos debió de encontrarlos! Ahora Thomas estaba muerto. ¡Pero ella aún estaba viva!
Los pensamientos le retumbaron dolorosamente en la cabeza. No sintió que se le moviera el corazón. Y detrás de ella los encostrados observaban. Dio la vuelta.
– ¡Fuera! ¡Salgan! -gritó; la visión se le nubló con el dolor-. ¡Váyanse! El general puso mala cara, pero la dejó sola con el cadáver.
Rachelle se hundió más sobre sus rodillas, sabiendo exactamente lo que debía hacer. Elyon le había dicho que hallara a Thomas, no a este cuerpo muerto. Justin la había curado casi de la muerte. Él llevaba en sus manos el poder de la fruta, decían, porque él era el poder de la fruta.
Y ahora ella usaría ese mismo poder.
Colocó las dos manos en las mejillas de Thomas. Sus lágrimas caían sobre el rostro masculino.
– Despierta, Thomas -susurró-. Thomas, por favor. Pero no despertó.
Ahora la voz de ella se levantó en un suave gemido.
– Por favor, por favor. Sálvalo, Elyon. Despiértalo de los muertos. Despertarlo de los muertos no es igual a curar.
– Sí, ¡eso es! -gritó ella-. Despierta, ¡Thomas! ¡Despierta! Pero él seguía sin despertar. Aún tenía un hoyo en la frente. Aún estaba muerto.
Ella besó los fríos labios de él y comenzó a sollozar. ¿Y si Justin no supiera que él estaba muerto? No, eso era imposible.
– Despierta -volvió a gritar, dándole una palmadita en el rostro-. ¡Despierta!
Justin tenía que saberlo. Él lo sabía todo. Ellos no sabían; ellos ni siquiera recordaban…
Recuérdame. Recuerda mi agua.
Su agua. Ella agarró frenéticamente la cantimplora que aún estaba enganchada al cinturón de Thomas. La soltó del gancho. Hizo girar la tapa.
Le roció un poco en el rostro antes de considerarlo detenidamente. El claro líquido le recorrió los labios y los ojos, y le llenó la pequeña herida en la frente.
Ella vertió más.
– Por favor, por favor, por favor… De pronto la boca de Thomas se abrió.
Rachelle gritó y saltó hacia atrás. La cantimplora voló de sus manos.
Thomas jadeó. La herida se cerró, como si su piel estuviera formada de cera que se hubiera derretido para rellenarse a sí misma. Ella no había visto nada así en quince años, cuando escogió a Thomas sanándolo de las heridas mortales que había sufrido en el bosque negro.
Los ojos de Thomas se abrieron.
Rachelle se llevó las dos manos a los labios para contener un grito de alegría. Luego tendió los brazos alrededor de él y hundió el rostro en la garganta de su esposo.
– Quíteseme de encima, quíteseme de encima, usted…
¡Él no sabía quién era ella! Así que Rachelle levantó la cabeza para que él pudiera verle el rostro.
– ¡Soy yo, Thomas! -exclamó ella y le besó los labios-. Recuerda mi boca si no recuerdas mi rostro.
– ¿Qué… dónde estamos? -preguntó él esforzándose por pararse.
– Tranquilo; ellos están afuera -susurró-. Estamos en el campamento de las hordas.
Él se puso en pie de un salto. En el rostro aún tenía sangre, pero la herida había desaparecido. Ella apenas podía dejar de mirarle la frente.
– Estuviste muerto -informó ella-. Pero el agua de Elyon te curó.
– ¿Su agua cura otra vez? Yo… cómo es que…
– No, no creo que el agua haya cambiado. Creo que la acaba de usar para curarte. Justin es el niño, Thomas.
Él se llevó una mano al cabello, sintió la sangre y se miró los dedos.
– Me dispararon. Pero no soñé. No tengo recuerdo de un sueño.
Cerró los ojos y se frotó la parte posterior de la cabeza. ¿Cómo era volver a la vida? Seguramente él estaba poniendo en su lugar los fragmentos de su memoria.
– ¿Qué quieres decir con que Justin es el niño?
– Quiero decir que él es. ¿No ves? Todas las señales estaban allí. Él ha venido…
– Él no puede ser Elyon. Él se crió en el Bosque Sur. ¡Era un guerrero bajo mi mando!
Estaban susurrando, pero en alta voz.
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