– No tenemos los libros.
– ¿Qué? -objetó Janae volviéndose-. ¿Me cuentas esto, pero no tenemos los libros? ¿Dónde están?
– No lo sabemos. Pero no podemos arriesgarnos a despertar hasta averiguarlo.
El ultraje de Ba'al ante la sugerencia de que los libros eran para Billy, y no para él, amenazó con enviarlo a un foso. Billy notó que compartía el cuerpo de una víbora que lo apalearía sin titubear.
¿Podría él matar ahora a Ba'al? ¿Qué pasaría si se suicidara? No, no podía arriesgarse a morir. Pero podría establecer claramente la estrategia.
– Está bien, Janae. Voy a conseguir los libros. Es mi destino.
– Y mi destino es estar aquí, Billy, así que espero que sepas de qué estás hablando.
– Lo sé.
La mirada de incertidumbre en ella cambió lentamente a interés.
– ¿De veras?
– Ba'al me lo acaba de clarificar -explicó Billy, reprimiendo al encostrado que era más débil-. Supuso que la observación fue respecto a él, pero se equivoca. Se trata de mí.
Entonces citó la profecía que Marsuuv le diera a Ba'al. Vendrá de tiempos pasados un albino con cabeza de fuego, quien librará al mundo de las aguas envenenadas y nos llevara de vuelta a Paradise.
La mirada de Janae se llenó de comprensión. Miró al hombre un buen rato y luego habló en un tono apenas más fuerte que un susurro.
– Un anticristo.
Billy no respondió. Pero en ese momento tuvo más sentido que nunca toda su propia confusión y angustia. Se trataba del demonio en él, la naturaleza maligna que se negaba a ser liberada, encantada por Marsuvees Black en una realidad, y mantenida cautiva por la reina shataiki Marsuuv en esta otra. Él, Billy, estaba destinado a doblegar este mundo. Y a marcar el comienzo de Paradise en el otro.
– Y yo estaré a tu lado -comentó Janae acercándose otra vez, rebosante de deseo-. Tu reina.
Billy no estaba seguro de por qué se sintió de pronto obligado a quitarse la cinta de tela de la muñeca, pero la desató y dejó que Janae viera el corte fresco.
Ella bajó la mirada y sonrió de manera timorata. Tocó la sangre y juguetonamente se llevó el dedo a la lengua. Pero el rostro se le contrajo en el instante en que probó la sangre.
– ¿Qué es? ¿Es esto sangre de Teeleh?
– Sangre de Marsuuv.
Porque Marsuuv había mordido a Ba'al y dejado que le chupara un poco de sangre. De ahí había venido la propia sed del sacerdote.
– Marsuuv -masculló Janae, mirándole la muñeca con unas ansias que él no había visto en ella-. ¿Se puede?
– Sí, adelante.
La mujer se llevó a la boca la muñeca de él, cubrió completamente la sangrante herida con los labios, y succionó. Todo el cuerpo se le estremeció con deseo.
Entonces Billy supo la verdad: Janae, igual que Billos, tenía sangre shataiki en las venas.
Y Ba'al los despreciaba a los dos.
***
– ¿SABE ALGUIEN de este salón? -averiguó Thomas, bajando por delante el tramo de escalones.
– Nadie -contestó Qurong ásperamente-. Mantén la mirada al frente.
– He tenido muchas oportunidades de eliminarte, si tuviera alguna intención de hacer eso.
– No tengas tan alto concepto de ti mismo.
– Has bajado la guardia una docena de veces. Sabes que no tengo deseos de hacerte daño. Eso no solo está contra mi naturaleza, sino contra la de Chelise. Silencio.
– Ella sabe -reveló Qurong. De este sitio?
– Se lo mostré cuando se interesó muchísimo en la lectura. Pero eso fue antes de que yo trajera esos libros de los que hablas.
La luz de la antorcha de Thomas irradiaba un brillo titilante sobre las escaleras de piedra. Los dos hombres llegaron a un pequeño atrio cerrado por una puerta de madera.
– Adentro.
– ¿Cómo te las arreglaste para construir esto sin que alguien lo supiera? -curioseó Thomas, empujando la ancha puerta.
– Ya estaba aquí.
– De veras?
– Los túneles y las cuevas estaban aquí. Alguna clase de nido… de shataikis, que yo sepa. Ba'al me dice que ellos tienen un apetito voraz por los libros.
– Naturalmente. Intentan crear su propia historia torciendo la voluntad de todos los hombres como torcieron la de ustedes.
Qurong refunfuñó y dirigió a Thomas hacia la derecha, dentro de uno de los cinco túneles más allá de la puerta. El vacío pasaje parecía tan antiguo como el mundo, tallado en Ia roca. Pero bastante recto. Caminaron veinte pasos antes de volver a girar a la ¿erecha, atravesar otra puerta de madera y entrar a lo que parecía ser una biblioteca.
Había libros viejos sobre una mesa redonda en el centro. Estantes a lo largo del muro derecho. Un escritorio a la izquierda. Thomas estaba a punto de preguntar si era aquí, cuando un brillo iluminó el salón. Qurong había encendido una segunda antorcha sobre la pared.
Había cuatro sillas alrededor de la mesa, y más allá un sofá con acolchados cojines de seda. Aquí había todo lo que podría anhelar un lector absorto en estudiar, incluyendo una jarra con agua, un tazón de frutas y hasta una chimenea.
– ¿Estaba esto aquí?
– Como dije, la cueva estaba aquí. Es mi único escape de la mirada curiosa del siniestro sacerdote. Él tiene criados en las paredes.
Al menos una de las estanterías estaba repleta con volúmenes de los libros de historias. Pero las hordas no podían leerlos; Thomas había averiguado eso mucho tiempo atrás. Los albinos interpretaban las palabras con perfecta claridad, pero la enfermedad de las costras convertía esta verdad en tontería en las mentes de las hordas. Sus escribas estaban obsesionados con escribir su propia historia en libros encuadernados comunes y corrientes, una manera de legitimar su incapacidad de leer los libros de historias.
Todo el mundo deseaba crear su propia historia. No había nada tan poderoso como la palabra escrita; la historia les había enseñado eso.
– ¿Puedes leer los libros de historias? -inquirió Thomas para estar seguro.
– Nadie puede hacerlo.
– Los albinos sí.
– Eso es mentira -contestó escuetamente Qurong.
No había manera de demostrar lo contrario. Thomas podría sencillamente fingir con mucha facilidad que leía los libros, y Qurong nunca sabría la diferencia. Tal era la naturaleza de la religión, empleada por el hombre para controlar las masas.
– Pero no bajamos aquí para que pudieras admirar mi biblioteca -concluyó Qurong yendo hacia el escritorio-. Tú afirmas que por medio de esos libros me puedes dar lo que necesito para destruir a mis enemigos.
El líder de las hordas abrió un cajón y sacó una bolsa de lona atada con una cuerda- Deshizo el nudo y tomo coloridos libros de historias, uno por uno, poniéndolos sobre el escritorio. Seis de ellos. Cada uno encuadernado en diferente color.
– Así que muéstrame -expresó Qurong mirándolo.
– ¿Puedo? -preguntó Thomas caminando hasta el escritorio y alargando la mano hacia los libros.
– Uno. Y solo uno.
– Por supuesto.
Levantó el libro verde. Todos estaban atados con viejos cueros grabados en relieve con los mismos anillos concéntricos, el símbolo de la plenitud. La marca de Elyon. El círculo.
– ¿Has abierto estos? -inquirió Thomas recorriendo el símbolo con el dedo.
– Están vacíos.
¡En blanco! Pero Michal había dicho que estos eran una llave tanto para el tiempo como para las reglas que gobernaban los otros libros en blanco.
Thomas levantó la portada. La página estaba anegada en sangre. Había sido usado. El corazón de Thomas le palpitó ante la perspectiva de entrar.
– Préstame el cuchillo.
– No seas tonto.
– ¿Quieres hacer esto o no? -replicó bruscamente Thomas.
Entonces consideró una posibilidad que lo hizo especular. ¿Y si él desapareciera dentro del otro mundo sin los libros? ¿Cómo haría para regresar alguna vez? No concebía ir sin saber que volvería a Chelise y al círculo. A Samuel. A Jake.
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