Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Vacío, quiso decir él, vacío. Una actuación. Y sin embargo… Ella se marchó.

Cuando firmaron el nuevo tratado, Maya no estaba a su lado, ni siquiera estaba en Burroughs. Lo que en realidad fue como una liberación. No obstante, no pudo evitar sentir cierto vacío dentro; y ciertamente el resto de los primeros cien (como mínimo) sabia que algo había ocurrido entre los dos (de nuevo), y eso lo ayudaba, o así se lo dijo a sí mismo.

Firmaron en la misma sala de conferencias en que la que habían reunido y Helmut hizo los honores con una gran sonrisa, mientras los delegados se acercaban por turno, en esmoquin o en traje de noche, para decir unas palabras ante las cámaras y luego poner la mano sobre «el documento», un gesto que sólo Frank parecía ver como algo extrañamente arcaico, como si firmaran un petroglifo. Ridículo. Cuando le llegó el turno dijo algo acerca de un impacto en equilibrio, que era exactamente lo que había pasado; había conseguido que los intereses rivales colisionaran en ángulos ya convenidos, preparando un accidente de tránsito en el que todos los vehículos colisionarían unos con otros hasta formar una única masa solidificada. El resultado no era muy distinto de la primera versión del tratado, tanto en lo tocante a la emigración como a la inversión, las dos principales amenazas para el status quo (si había tal cosa en el planeta), bloqueadas en su mayor parte, y además (esto era lo inteligente) bloqueándose entre sí. Era un buen trabajo y lo firmó con una floritura, «Por los Estados Unidos de América», anunció con énfasis, mirando a todo el mundo con ojos brillantes. Eso quedaría bien en el vídeo.

De modo que, durante el desfile posterior, se retiró con la fría satisfacción del trabajo bien hecho. Los suelos de vidrio de las tiendas y los tubos peatonales estaban atestados con miles de espectadores; el desfile serpenteó alrededor, bajó hasta la gran tienda a un lado del canal, subió por los desvíos que llevaban a las mesas, y volvió a bajar cruzando todos los puentes del canal entre vítores hasta Princess Park, donde habría una gran fiesta al aire libre. Los meteorólogos habían previsto tiempo fresco y despejado, con vientos descendentes. Las cometas se batían en duelo en los techos de las tiendas como si fueran aves de rapiña, de colores brillantes en el rosa oscuro del cielo crepuscular.

La fiesta en el parque inquietó a Frank. Había demasiada gente que lo observaba, demasiada gente que quería acercarse y hablar con el. Eso era la fama: se hablaba a grupos. Así que dio la vuelta y fue de nuevo hasta la tienda junto al canal.

Dos filas de pilares blancos recorrían el borde del canal, cada pilar era una columna de Bareiss, semicircular en la cima y en la base, pero con una desviación de 180 grados entre los dos hemisferios. Esa sencilla maniobra les daba un aspecto muy diferente según desde dónde las mirasen: las dos hileras parecían extrañamente deterioradas, como si ya estuviesen en ruinas, aunque la superficie de sal recubierta de diamante era pulida y blanca. Sobresalían de la hierba como blancos terrones de azúcar y brillaban como si estuvieran húmedas.

Frank avanzó entre las hileras tocando los pilares. Por encima de ellas, a cada lado, las pendientes del valle se elevaban abruptamente hasta los acantilados de las mesas. Un verdor compacto refulgía detrás de esos riscos de cristal, y parecía como si la ciudad estuviera bordeada por enormes terrarios. Una granja de hormigas realmente elegante. La parte recubierta estaba moteada de árboles y techos de tejas y cortada por bulevares anchos y herbosos. La parte descubierta era una planicie roja y rocosa. Muchos edificios estaban aún en construcción; había andamios y grúas por doquier que se elevaban hacia los tejados, una especie de extraña y colorida estatuaria esquelética. Helmut le había comentado que las laderas cubiertas de tiendas le recordaban a Suiza, lo que no lo sorprendió, ya que la mayor parte de la edificación era suiza.

«Levantan un andamio sólo para cambiar unas macetas en una ventana.»

Sax Russell estaba allí, al pie de uno de esos edificios con andamios, observándolo críticamente. Frank subió por un tubo hasta él y lo saludó.

—Los soportes de esos andamios son excesivos —indicó Sax—. La mitad bastaría.

—A los suizos les gusta. —Sax asintió. Miraron el edificio.— ¿Y bien?

¿Qué piensas?

—¿Del tratado? Habrá menos apoyo al proyecto de terraformación. La gente está más inclinada a invertir que a dar.

Frank frunció el entrecejo.

—No toda la inversión es buena para la terraformación, Sax, no lo olvides. Mucho de ese dinero se gasta en otras cosas.

—Pero, verás, la terraformación es una manera de reducir los gastos generales. Siempre habrá un cierto porcentaje de inversión. Quiero pues que el total sea lo más alto posible.

—Los beneficios reales sólo pueden calcularse si se conocen los costes reales —dijo Frank—. Todos los costes reales. La economía terrana nunca se preocupó por eso, pero tú eres un científico. Tienes que evaluar no sólo los deterioros ecológicos de un aumento demográfico, sino también los posibles beneficios para la terraformacion. Mejor es aumentar la inversión dedicada a la terraformación, que un compromiso y tomar un porcentaje de un total que de todas maneras trabaja contra ella.

Sax hizo una mueca.

—Es precioso oírte hablar contra los compromisos después de los cuatro meses pasados. De todas maneras sigo pensando que es mejor un aumento que un porcentaje del total. Los costes ambientales son insignificantes. Bien manejados pueden convertirse en beneficios. Una economía puede medirse en terawatios o kilocalorías como solía decir John. Y eso es energía. Y aquí podemos usar cualquier clase de energía, incluso la de un montón de cuerpos. Los cuerpos son sólo más trabajo, muy versátil, muy energéticos.

—Costes reales, Sax. Todo. Sigues intentando jugar con la economía, pero la economía no se parece a la física, sino a la política. Piensa en lo que ocurrirá cuando millones de emigrantes desplazados lleguen aquí, con todos sus virus, biológicos y psíquicos. Tal vez se unan a Arkadi o a Ann, ¿se te ha ocurrido pensarlo? ¡Epidemias que podrían aplastar todo tu sistema! Caramba, ¿es que el grupo de Acheron no ha intentado enseñarte biología? ¡Piénsalo, Sax! No se trata de mecánica. Es ecología. Y es una ecología frágil y dirigida, que debe ser dirigida.

—Quizá —dijo Sax. Reconoció la frase: era uno de los tópicos de John. Durante un minuto perdió el hilo de lo que decía Sax-…además, este tratado no traerá tantos cambios. Las transnacionales que quieran invertir encontrarán como hacerlo. Adoptarán una nueva bandera de conveniencia y parecerá que cierto país reclama sus derechos aquí, exactamente según las cuotas del tratado. Pero detrás habrá dinero de una transnacional. Ocurrirán muchas cosas de ese estilo, Frank. Sabes de política, ¿no? ¿Y también de economía?

—Quizá —dijo Frank con brusquedad, irritado. Y se alejó.

Mas tarde visitó un barrio alto del valle, aún en construcción. Se dio la vuelta y miro hacia el valle. Estaba bien situado, eso era incuestionable. Desde allí los dos lados del valle eran mucho mas visibles, desde cualquier punto se tenia una gran visión. De pronto el ordenador de muñeca emitió un Bip ; contestó y vio el rostro de Ann.

—¿Qué quieres ahora? Imagino que tú también piensas que te he vendido. Que he dejado que las hordas invadan tu campo de juegos. Ella sonrió.

—No. Hiciste lo mejor que se podía hacer, vista la situación. Eso es lo que quería decirte.

La pantalla se apagó.

—Fantástico —dijo Frank en voz alta—. Toda la gente de dos mundos está contra mí, menos Ann Clayborne. —Rió con amargura y siguió caminando.

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