Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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—Desde de luego. Quizá todo eso no importara, pero somos como británicos en Waterloo. Si cedemos en algún punto se colapsara.

Maya se rió. Estaba complacida, admiraba la estrategia de Frank. Y era una buena estrategia, aunque no la que él pensaba, porque no eran como los británicos en Waterloo; se parecían más a los franceses, que lanzaban un asalto final a las trincheras y no podían fracasar. Y por eso había estado muy ocupado cediendo en muchos puntos, con la esperanza de avanzar y mantener lo que de verdad quería. Lo cual ciertamente incluía la continuidad del Departamento Norteamericano-Marciano y el Secretario actual; después de todo, necesitaba una buena base de operaciones.

Así que se encogió de hombros y desestimó la complacencia de Maya. En la televisión mural, las grandes avenidas hervían con multitudes. Apretó los dientes.

—Será mejor que nos reincorporemos.

Arriba los conferenciantes pululaban en unas salas de techos altos separadas por tabiques. La luz del sol entraba en el gran salón central desde las salas orientales y arrojaba un fulgor rojizo sobre la alfombra de lana blanca y las sillas cuadradas de madera de teca y la piedra rosa de la mesa alargada. Grupos de gente charlaban con aire informal junto a las paredes. Maya fue a consultar a Samantha y Spencer. Los tres eran ahora los líderes de la coalición MartePrimero, y habían sido invitados en calidad de tales, como representantes de la población marciana sin derecho a voto: el partido del pueblo, los tribunos, y los únicos que habían sido elegidos, aunque sólo estaban allí por la indulgencia de Helmut, que había incluido a mucha gente. Había permitido que asistiera Ann, como miembro nominal, en representación de los rojos, aunque éstos eran parte de la coalición MartePrimero; Sax asistía como observador del equipo de terraformación, junto con un gran numero de especialistas en minería y desarrollo. Había en verdad un gran numero de observadores; pero los miembros con derecho a voto eran los únicos que se sentaban a la mesa central, en la que ahora Helmut hacia sonar una campanilla. Cincuenta y tres representantes nacionales y dieciocho funcionarios de la UN ocuparon sus asientos, y otros cien pasaron a las salas laterales para seguir la discusión a través de las puertas abiertas o en pequeños televisores. Del otro lado de las ventanas, Burroughs bullía de figuras y vehículos que se movían por las superficies de las mesas y entre las tiendas, y por la red de tubos peatonales de conexión que se extendían por el suelo o se arqueaban en el aire, y por la enorme tienda que albergaba edificios, canales y bulevares de astrocésped. Una pequeña metrópolis.

Helmut llamó al orden a la sesión. La gente se arracimó en torno a los televisores. Frank miró a través de un portal hacia la sala oriental más próxima: habría salas como ésa por todo Marte y toda la Tierra, miles, con millones de observadores. Dos mundos observando.

El tema del día, como durante las dos últimas semanas, era las cuotas de emigración. China y la India harían una proposición conjunta, y el jefe de la oficina hindú se levantó y la leyó en el inglés musical de Bombay. Chalmers sacudió la cabeza. La India y China tenían entre las dos el cuarenta por ciento de la población mundial, pero sólo dos votos de los cincuenta y tres de la conferencia, y la propuesta jamás sería aprobada. El británico de la delegación europea se levantó para señalar este hecho, aunque desde luego, no con tantas palabras. Comenzó el regateo. Continuaría toda la mañana. Marte era un auténtico premio, y las naciones ricas y pobres de la Tierra se peleaban por él como por todo lo demás. Los ricos tenían el dinero pero los pobres tenían la población, y las armas estaban repartidas por igual, sobre todo los nuevos vectores virales, capaces de matar a toda la población de un continente. Sí, las apuestas eran altas y la situación se mantenía en el más frágil de los equilibrios, los pobres abandonaban en manadas el sur y presionaban contra las barreras septentrionales de la ley, el dinero y la fuerza militar bruta. En resumen, tenían los cañones en la cara. Pero había ahora tantas caras que el asalto de la ola humana podía estallar en cualquier momento, al parecer simplemente debido a la presión expansiva de las cifras: atacantes empujados a las barricadas por la presión de los bebés de retaguardia, ansiosos por alcanzar la oportunidad de ser inmortales.

En el descanso de media mañana, sin que se hubiera logrado nada hasta entonces, Frank se levantó de su asiento. Había prestado poca atención al regateo, pero había pensado, y el cuaderno de notas de su ordenador de muñeca estaba marcado con un esquema tosco. Dinero, gente, tierra, armas. Viejas ecuaciones, viejos trueques. Pero no era originalidad lo que buscaba, sino algo que funcionase.

Nada se decidiría sobre aquella larga mesa, eso era evidente. Alguien tenía que cortar el nudo. Se levantó y fue en busca de la delegación hindú-china, un grupo de unos diez que conferenciaba en un cuarto adyacente sin cámaras ni monitores. Tras el habitual intercambio de amabilidades invito a los dos líderes, Hannavada y Sung a dar un paseo por el puente de observación. Después de intercambiar una rápida mirada y de mantener breves consultas en mandarín e hindú con sus ayudantes, los dos aceptaron.

Así que los tres delegados salieron de las salas y bajaron por los corredores hasta el puente, un tubo peatonal rígido que nacía en un muro rocoso y se arqueaba sobre el valle penetrando en el costado de otra mesa todavía más alta. La altura le daba la magnificencia etérea de un puente colgante, y había bastante gente recorriendo sus cuatro kilómetros o simplemente parada en el centro, disfrutando de la vista sobre Burroughs.

—Miren —dijo Chalmers a sus dos colegas—, el coste de la emigración es tan grande que los problemas demográficos no se resolverán trasladando gente aquí. Ustedes lo saben. Y en sus propios países disponen de tierras mucho más accesibles. Por tanto lo que desean de Marte no es tierra, sino recursos, o dinero. Marte es un medio para obtener recursos allá en casa. Van con retraso respecto al norte a causa de los recursos que les expoliaron en los años coloniales, y esperan recibir algún tipo de retribución.

—Me temo que, en un sentido muy real, el período colonial no terminó nunca —dijo Hanavada cortésmente. Chalmers asintió.

—Eso es lo que significa el capitalismo transnacional: ahora todos somos colonias. Y están presionándonos para que aceptemos cambiar el tratado; la mayoría de los beneficios de la minería local pasarán a manos de las transnacionales. Las naciones desarrolladas se dan perfecta cuenta.

—Lo sabemos —afirmó Hanavada, asintiendo.

—Bien. Y ahora ustedes piden la emigración proporcional, que es tan lógica como el reparto de beneficios de acuerdo con la inversión. Pero ninguna de esas propuestas defiende los intereses de ustedes. La emigración para ustedes sería como una gota de agua en el mar, pero no así el dinero. Por otro lado, las naciones desarrolladas tienen también problemas demográficos, de modo que la posibilidad de una cuota mayor de emigración sería bien recibida. Y ellas pueden prescindir del dinero, que en cualquier caso iría a parar a las transnacionales, que lo convertiría en capital libre de todo control nacional. Entonces, ¿por qué no ceden una parte mayor las naciones desarrolladas? En realidad no les tocaría un centavo.

Sung asintió con rapidez, con expresión solemne. Quizá habían previsto esta respuesta, y de algún modo la habían estimulado, y ahora aguardaban a que él interpretase su propio papel. Pero por cierto, así era más fácil.

—¿Cree que esos gobiernos aceptarían un trato semejante? —inquirió Sung.

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