—Sí —repuso Chalmers—. No serían verdaderos gobiernos si no se enfrentan a las transnacionales. Compartir beneficios se parece en cierta manera a aquellos viejos movimientos de nacionalización, sólo que esta vez todos los países se beneficiarían. Internacionalización, si lo prefieren.
—Recortaría la inversión de todas las corporaciones —apunto Hanavada.
—Lo que complacería a los Rojos —dijo Chalmers—. En verdad complacería a todo el grupo de MartePrimero.
—¿Y al gobierno de usted? —preguntó Hanavada.
—Puedo garantizarlo. —En realidad, la administración sería un problema. Pero Frank se ocuparía de ellos cuando llegara la ocasión, últimamente no eran más que un puñado de chicos de la Cámara de Comercio, arrogantes pero estúpidos. Les diría que era eso o un Marte del Tercer Mundo, un Marte chino, un Marte hindú-chino, con gente bajita de piel marrón y vacas campeando a sus anchas por los tubos peatonales. Lo aceptarían. En realidad se esconderían encogidos y gritarían pidiendo socorro: Abu Chalmers, por favor, sálvenos de la horda amarilla. Observó que el hindú y el chino se miraban, en una consulta por completo transparente.— Demonios —añadió—, es justo lo que ustedes querían, ¿no?
—Tal vez tendríamos que hacer números —dijo Hanavad.
Tardaron casi todo el mes siguiente en llevar adelante el compromiso. Hizo falta todo un corolario de compromisos menores para que lo aceptaran las delegaciones con derecho a voto. Los delegados nacionales tenían que conseguir una tajada para mostrar a los de casa. Y también hubo que convencer a Washington; al final, Frank se saltó a los chicos y fue directamente al presidente, que era poco mayor que ellos, aunque podía ver un negocio cuando se lo ponían en las narices. Así que Frank estuvo ocupado con reuniones de casi dieciséis horas, como solía hacer antes, algo tan familiar para él como la salida del sol. Apaciguar a los representantes de las transnacs, como Andy Jahns, fue la peor parte, casi imposible, ya que el reparto era hecho a su costa y lo sabían. Aplicaron toda la presión que pudieron en los gobiernos del norte y en sus banderas de conveniencia, y eso era evidente según vio en la aterrada irritabilidad del presidente y en la fuga de Singapur y Sofía de las negociaciones. Pero Frank convenció al presidente, a pesar de todo el espacio que había entre ellos, a pesar de la profunda barrera psicológica de la diferencia horaria. Y utilizó los mismos argumentos con todos los demás gobiernos del norte. Si cedían a las transnacionales, decía, entonces ellas eran el verdadero gobierno. ¡Ésta es la oportunidad de hacer valer los intereses de ustedes por encima de esas acumulaciones de capital flotante a punto de alcanzar el poder! ¡De algún modo hay que mantenerlas a raya!
Y ocurrió lo mismo con la UN, con cada uno de los funcionarios allí presente.
—¿Quién desean que sea el verdadero gobierno del mundo?
¿Ustedes o ellos?
No obstante, fue una pelea muy reñida. Las presiones que las transnacs podían ejercer eran terribles, impresionantes. Subarashii y Armscor y Shellalco por separado eran más grandes que todos los países y comunidades de Estados menos los diez más poderosos, y en realidad ellas invertían los fondos. Dinero es igual a poder; el poder hace la ley; y la ley hace a los gobiernos. De modo que los gobiernos nacionales tratando de contener a las transnacs eran como los liliputienses intentando atar a Gulliver. Necesitaban una gran red de diminutos cabos, asegurados con estacas en cada milímetro de la circunferencia. Y cuando el gigante tiraba para liberarse y empezar a pisotear los alrededores, tenían que correr de un lado a otro, arrojando nuevos cabos sobre el monstruo, martilleando nuevas estacas para sujetarlo. Correr de un lado a otro para concertar citas de un cuarto de hora, durante dieciséis horas al día. El Holandés Loco haciendo malabarismos.
Andy Jahns, uno de los más antiguos contactos en las corporaciones de Frank, lo llevó a cenar una noche. Andy estaba furioso con Chalmers, naturalmente, pero no lo demostró, ya que el propósito de la velada era ofrecer un soborno apenas disimulado, o con amenazas apenas veladas. En otras palabras, que todo seguía igual. Le ofreció a Chalmers un puesto como jefe de una fundación que preparaba el consorcio de transporte Tierra-Marte, las viejas industrias aeroespaciales, y el viejo Pentágono detrás ganando sustanciosas comisiones. Esta nueva fundación ayudaría al consorcio a planear la acción política necesaria, y aconsejaría a la UN en asuntos relacionados con el planeta rojo. Se haría cargo en cuanto dejara el puesto de Secretario de Marte, para evitar cualquier apariencia de conflicto de intereses.
—Suena estupendo —dijo Chalmers—. Realmente me interesa mucho. —Y durante la cena convenció a Jahns de que era sincero. No sólo en lo de aceptar el puesto en la fundación, sino en lo de ponerse a trabajar de inmediato para el consorcio. Fue un trabajo difícil, pero era un experto en esas cosas; pudo ver cómo, a medida que transcurría la velada, la suspicacia de Jahns se evaporaba lentamente. La debilidad de los hombres de negocios era creer que el dinero es el fin del juego; trabajaban catorce horas al día para poder comprarse coches con interiores de piel, consideraban que era un pasatiempo sensato jugar en los casinos: en resumen, eran idiotas. Pero idiotas útiles.— Haré todo lo que pueda —prometió enérgicamente, y describió algunas estrategias que podría iniciar en el acto. Hablar con los chinos acerca de la tierra que necesitaban, llevar de nuevo al Congreso la idea de una retribución justa a la inversión. Desde luego. Haz promesas aquí y ahorrarás presiones… y mientras tanto el trabajo podría continuar. No había mayor placer que traicionar a un traidor.
Así que regresó a la mesa de conferencias. El paseo en el puente, decían algunos (otros lo llamaban el Cambio de Chalmers), los había sacado de un callejón sin salida. 6 de febrero de 2057, L s=144, M-16: una fecha memorable en la historia de la diplomacia. Ahora era cuestión de dar a todo el mundo una parte y ajustar los números. Mientras se fraguaba el proceso, Chalmers habló con todos los primeros cien allí presentes, tranquilizándolos y averiguando lo que pensaban. Sax estaba irritado, pues si las transnacs recortaban las inversiones, la terraformación se detendría. Para él todos los negocios eran calor. Y también Ann estaba irritada, porque el nuevo tratado permitiría tanto la emigración como las inversiones, y ella y los Rojos habían esperado un tratado que convirtiera a Marte en una especie de parque mundial. Esa clase de desconexión con la realidad lo ponía frenético.
—Te acabo de ahorrar cincuenta millones de inmigrantes chinos —le gritó—, y te quejas porque no he conseguido enviarlos a todos de vuelta a casa, porque no hice un milagro y convertí esta roca en un altar, justo al lado de un mundo que empieza a parecerse a Calcuta en un mal día. Ann, Ann, Ann. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Qué habrías hecho sino caminar a grandes pasos, lanzando miradas furibundas ante cualquier jodida cosa que se dijera, y convenciendo a todo mundo de que eres de Marte? Señor. Ve a jugar con tus rocas y deja la política a gente capaz de pensar.
—Recuerdo los que es pensar, Frank —dijo Ann. De alguna manera había conseguido que ella sonriese por un segundo. Pero antes de marcharse Ann le echó la vieja mirada salvaje.
Maya estaba contenta. Podía sentir cómo lo miraba cuando él hablaba en las reuniones. Millones de personas observándolo y él sólo sentía esa mirada. Ella admiraba lo que él había hecho en el paseo por el puente, y él sólo le contaba lo que a ella le gustaba oír sobre los acuerdos entre bastidores. Comenzó a reunirse con él todas las noches a la hora del cóctel; se le acercaba cuando la primera marea de críticos y suplicantes había bajado, se quedaba de pie junto a él durante la segunda y la tercera oleada, mirando y distendiéndolo todo con risas, y lo liberaba de vez en cuando recordándole que era hora de comer. Entonces iban a las terrazas restaurante bajo las estrellas, comían, luego bebían café y contemplaban las tejas anaranjadas y los jardines de los techos. La brisa nocturna soplaba como si estuvieran al aire libre. La gente de MartePrimero se había comprometido con el plan, de modo que contaba con la mayoría de los colonos, y también con la oficina norteamericana, dos grupos más poderosos en todo el proceso, exceptuando el liderazgo transnacional, que él no manejaba. De modo que la firma del acuerdo sólo era cuestión de tiempo. Como a veces le decía ya avanzada la noche, cuando ya había caído bajo el hechizo de Maya. Cuando ella lo había calmado.
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